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- rdf:value = " El señor FERRANDO (Presidente accidental).- Continúa la sesión.
Para rendir homenaje, tiene la palabra el Honorable señor Jerez.
El señor JEREZ.- Señor Presidente:
Acaso fueron sólo hombres, meros seres mortales, los dioses del Olimpo. El afecto de las generaciones sucesivas de la Hélade, que se transmitieron unas a otras las proezas audaces, las historias de odios y rencores que vivieron sus antepasados, sus hechos grandes y pequeños, todo lo que fue la vida de una edad remota, transformó su realidad de sucesos normales y corrientes, como los de toda sociedad humana, en una mitología maravillosa. Los dioses se prolongaron en su esencia y sirvieron a los hombres de las generaciones helenas, inspirándolos en su marcha por los senderos que el pueblo griego quiso tomar. Presidieron los grandes hechos de la antigüedad clásica, y cada proeza, cada audacia, cada gesto de valor humano, se envolvió así con la suprema belleza de la inspiración divina.
Nosotros no tenemos dioses en el Olimpo que nos guíen o nos auxilien en nuestras horas de prueba. Somos un pueblo joven que vive en una edad racionalista, en que la ciencia y el progreso han conformado las mentes y los corazones en términos reales, empujándolos siempre en busca de verdades, apartándolos del mito. Y, sin embargo, también tenemos nuestros héroes, hombres nuestros que cumplieron grandes proezas, pero a quienes mantenemos en su lugar y en su época, porque cumplieron un papel en el proceso del caminar por los siglos del pueblo chileno; nos legaron una forma de vida, aparte que construyeron una obra maciza, que somos la nación de hoy. Los veneramos y recordamos por su ejemplo, y quisiéramos que nuestras generaciones pisaran en sus huellas, porque nos enseñaron el valor del sacrificio común para construir lo que al pueblo interesa.
Sin embargo, no todos ellos cumplieron su papel y quedaron sólo en la historia, para que los recordemos con admiración y reconocimiento. Porque hubo uno que cada día, en la etapa presente de nuestra marcha como nación soberana, aún verdaderamente nos guía, que realmente se proyecta en nuestro medio y todavía nos reclama lo que su generación y las que le siguieron no han sabido cumplir.
Ese hombre que con su propia vida forjaría el alma de nuestra nacionalidad, era un hijo de los inviernos del sur; podemos imaginar su infancia confundida con el paisaje del Chillán colonial; allí se nutrió de soledad, sin el calor de un hogar tranquilo; pero templó su espíritu para los tiempos de la lucha por la libertad de su tierra.
El perfil de O'Higgins en la galería de aquellos portadores de las armas que transformaron nuestra historia, es el de un duro soldado; siempre fiel al llamado de lo más hondo de la conciencia; más atento siempre a entregar su esfuerzo - con la espada en los muros de Rancagua, con la pluma en el decreto del gobernante - que a recibir el honor y la recompensa, a los que suelen aspirar algunos hombres de Estado.
En el alma de O'Higgins es limpia y clara, como una veta pura, la voluntad no sometida a mezquinos afanes; no aparece en la personalidad integral de este constructor de un pueblo, el afán caudillesco que empequeñeciera la misión para la cual se sintió desde su juventud llamado, en la convulsionada etapa de la emancipación de nuestro continente.
El puente sutil que en O'Higgins unía la energía y el vigor de hombre de armas con la condición de gobernante de mente abierta al progreso, no se quebró en ningún momento, ni aun bajo las más fuertes presiones psicológicas, y pareciera, por la excepcional forma de su carácter, un hombre señalado por el destino en uno de esos momentos en que el sentido de la historia cambia y el viento que acumula los sueños libertarios del hombre enfila hacia otros horizontes.
Porque Bernardo O'Higgins no quiso sólo un pueblo libre de presiones extrañas, de mandatarios lejanos; no quiso sólo una nación homogénea, guardada por fronteras en la paz y por la fuerza de las armas en la guerra. Bernardo O'Higgins anheló también que los chilenos vivieran libres de miseria; quiso elevarnos a todos a la dignidad de hombres libres - como dijo -, verdaderamente libres de pobreza, de odios y de resentimientos.
En los días lejanos de su andar entre batallas, Bernardo O'Higgins miró también el porvenir; miró hacia edades que son las nuestras, de esta hora, y fijó para los chilenos algunos principios que debían inspirar nuestro esfuerzo de progreso hacia una vida más justa. Naturalmente, su mérito mayor es el hecho de haberlos expresado en una época ya lejana, donde debían chocar inevitablemente con el medio y los intereses y los principios reinantes.
Primeramente, la libertad. No es otra cosa – pensaba - que la facultad de cada uno de usar lo propio, pero sin vulnerar el derecho de los demás ni las leyes que la sociedad se da para dirigirse. Los mandones de fuera ya no pudieron venir a nuestro territorio para servirse del esfuerzo y del sudor de los chilenos; y aunque la tarea no quedó del todo cumplida en sus días, estamos ya en vísperas de lograrla enteramente. Ya son nuestras realmente las riquezas que guarda nuestro suelo, y ya, los brazos y las inteligencias de la gran mayoría de los trabajadores y de los técnicos chilenos se hallan sólo al servicio de intereses totalmente nuestros.
Sostuvo también el principio de la igualdad. Es el derecho – dijo - de invocar la ley en su favor lo mismo el rico que el pobre, el grande que el pequeño. Desde entonces, muchos luchamos por que nuestras leyes confirmen cada vez y en la práctica este principio.
Respecto de la propiedad, O'Higgins fue más claro, y aun, para su época, diríamos revolucionario, en un momento en que el concepto de propiedad reunía atributos absolutos. La propiedad – expresó - es aquella prerrogativa concedida al hombre por el autor de la naturaleza, de ser dueño de su persona, de su industria, de sus talentos y de los frutos que logra por su trabajo. Pero la misma naturaleza le impone ciertos deberes a que debe ceder el dominio exclusivo, o, más bien, hay casos en que se suspende este dominio, porque un objeto de preferencia llama a sí cierta porción de las propiedades: toda aquella que no es indispensablemente necesaria para la vida. Nacido el hombre para la sociedad y constituido en ella, sería un criminal si, viendo morir de hambre a otro de los asociados, le dejase perecer.
Con palabras de fuego, que todavía hoy deberían resonar en algunas conciencias, exigió el cumplimiento de esta ley fundamental de la sociedad de los seres humanos. Egoístas miserables, increpó a todos aquellos que hacen de la propiedad un derecho absoluto, intocable. Los tacaños del día juzgan – agregó - que haciendo del derecho de propiedad un tesoro escondido, pueden al cabo comprarse la servidumbre en que nacieron. La Patria -afirmó luego- es nuestra sociedad. ¿Juzgáis que porque vosotros habéis trazado buenas fianzas para sobrevivir quedáis desobligados a concurrir con vuestras propiedades a las urgencias de la Patria?
Todos tienen derecho a la vida y a vivirla con dignidad. El esfuerzo de cada uno no puede retribuirse en forma menguada, negándole beneficios ganados realmente.
En una etapa decisiva del proceso histórico de transformación de la vieja estructura colonial en una sociedad independiente que iba creando sus propios valores, O'Higgins tuvo la audacia del visionario al terminar con aquellas instituciones que obstaban a la realización de los principios de justicia e igualdad, pilares de la que sería nación rectora en nuestro continente. La formación del ciudadano y la del soldado fueron, bajo su inspiración, organizadas en institutos de educación que dieron al chileno que nacía el más hondo sentido de patria, de comunidad racial y humana. Desde que Bernardo O'Higgins consuma su acción de gobernante, Chile adquiere fisonomía de nación organizada, estructurada en la ordenación del respeto a la persona y en la fe de un pueblo altivo, igualitario y consciente de su capacidad de progreso.
Los principios programáticos de la sociedad revolucionaria que Bernardo O'Higgins fundó con su espada, no fueron sólo palabras de un momento, lanzadas en un instante depresivo: fueron una norma muy clara y explícita de su acción de gobernante. Publicadas en junio de 1819 en el periódico oficial de su Gobierno, insistió en ellas otra vez, de manera tajante, cuando dio al pueblo la Constitución de 1822. El Gobierno se establece -dijo en el proemio- para garantir al hombre en el goce de sus derechos naturales e imprescriptibles, la igualdad, la libertad, la seguridad y la propiedad. Naturalmente, en lo que a esta última se refiere, se trataba de quitarle su carácter privilegiado y clasista, para hacerla extensiva a toda la comunidad de los chilenos.
Y rubricando todo ello, agregó en la fórmula del juramento que prestó como Mandatario: Juro que procuraré la mayor felicidad de la Nación, que defenderé su libertad política, y la igualdad, la libertad, seguridad y propiedad de sus individuos, y que quiero desde ahora sea nulo y jamás obedecido cuanto hiciese en contrario.
¡Y ahí quedaron, inscritas en el libro de nuestra historia, las palabras del Director Supremo!
No pudo, porque no lo dejaron, llevar todo ese empeño a la realidad. Inclusive, pretendieron hacer olvidar esas palabras, y jamás, desde entonces, ni los niños en nuestras escuelas ni los hombres en sus acciones políticas quisieron recordarlas. Pero están allí, y reclaman su verdad.
Cada paso de la realidad que hoy vivimos es sólo el cumplimiento de esas metas.
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