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O'Higgins, ayer y hoy.
Cada 20 de agosto algunos chilenos se levantan para decir algo en conmemoración de Bernardo O'Higgins.
Resulta natural e inevitable, porque es el padre oficial de la patria, el merecido héroe a caballo por excelencia.
Pertenece al ámbito de las ánimas sagradas, de los dioses lares, para quienes se enciende puntualmente, en las fechas aniversarias, la llama ritual de las adoraciones cívicas, sobre todo agostinas y die-ciocheras, embanderadas.
Vemos partidos que tratan en vísperas electorales de rescatar para su tienda la herencia política de O'Higgins, de apropiárselo como si fuera un precursor suyo, un fundador extraoficial o, por lo menos, el inspirador espiritual de su programa y de su acción.
Bien: si se le invoca hoy como personaje del presente, significa que posee vigencia histórica; quiere decir que no es simplemente un hombre del pasado, una estatua fija en la Alameda, ni la estampa de rojas patillas regordetas del Mulato Gil.
Es algo más: una actitud, una conducta, un coraje, una invitación a hacer la patria, a continuar la obra que él comenzó, dirigida a todos los chilenos.
Por eso, no me parece atentado contra los dioses, ni entrar como un ladrón o un elefante al tabernáculo de las reliquias intocables, ni cometer sacrilegio, el que se lo nombre y se traigan a colación su ejemplo, su vida, sus palabras, para apoyar ideas y tareas de hoy.
Lo único que se exige es respetar la sindéresis, guardar y observar concordancia entre lo que fueron el prócer, su odisea y su pensamiento, y las circunstancias, el acontecimiento o la idea del presente, cuyo valor y prestancia se pretende prestigiar y enaltecer al amparo de su cita ilustre.
La historia nunca repite sus épocas con calcos; jamás crea personalidades idénticas, sino conforme a las leyes de un código secreto de la humanidad y la naturaleza. Pero la historia, con diversos contenidos, describe parábolas o espirales donde las líneas del combate entre avance y retroceso, entre revolución y anti revolución, perfilan contornos que forman una continuidad discontinua en el dilatado trazo de los siglos.
El huacho glorioso.
Se necesita, no obstante, torcer el cuello a la historia más elemental, vaciarla de toda verdad, para convertirla en su antítesis y en su mentira; sería preciso desfigurar con el ácido nítrico de la falsificación más torva el rostro y el sentido prístino y sustancial de su figura, para pretender enrolarlo en las filas de la oligarquía, maquillándolo y presentándolo como un aristócrata.
El dijo, en hora de íntima definición de principios: Detesto por naturaleza la aristocracia, la igualdad es mi ídolo.
Todos sabemos que la casta de los potentados criollos lo zahirió y lo persiguió desde la cuna a la muerte.
Huacho fue el primer estigma que oyó de labios de los poderosos. El baldón infamante de la bastardía fue usado por una clase social en su demérito, como si éste pudiera ser un cargo para un hombre, que nace, como todos, de mujer y es tan natural como cualquiera, porque todavía la ciencia no ha podido fabricar hijos artificiales.
Muchos prefirieron a Fernando VII, el Rey Felón. Y a sus pies suscribieron, con gozosa obediencia, el Acta de la Traición, inspirada en el lema servil de Vivan las Cadenas, donde se registran los nombres, con caracoleada caligrafía de época, de las más distinguidas familias del alborear contradictorio del siglo XIX.
Siempre habrá gente que pone primero el privilegio y después la patria.
Y siempre el pueblo, aunque sea oscuramente a veces, antepone a sí mismo una idea total de país, tierra, patria, nación, como expresión irrenunciable de su historia y de su ansia colectiva de ser.
Nunca lo quisieron. Nunca lo aceptaron. Lo odiaron con la saña que sólo es capaz de sentir una casta amenazada en sus intereses; rabia, furia desatada, apta para todos los crímenes y para todas las venganzas. Esto se vio en la época de la Independencia. Se ha visto y se verá en todas las horas de grandes cambios sociales.
El rencor de los soberbios.
¡Qué campaña sin freno en la calumnia no se desató contra él por los dignatarios de la tierra, en 1817, cuando después del triunfo de Maipú disolvió los vínculos conocidos como mayorazgos, típica institución feudal que llenó la Europa medieval de levantiscos segundones! Fue tanta la gritadera y la conspiración sincronizada, que tal reforma no pudo entonces llevarse adelante.
¡Qué encono y rencor produjo a los condes y marqueses de similor la abolición de los títulos de falsa nobleza, que habían comprado por sonoros patacones a la decadente corona de Castilla, para ocultar con un baño dorado sus orígenes plebeyos! ¡Cómo lo demostraron cuando declaró nulas y sin valor las recientes condecoraciones otorgadas por el rey y les ordenó retirar de la puerta de calle los presuntuosos escudos de armas y las insignias de una distinción nobiliaria que no habían ganado en ninguna batalla, salvo en las del dinero sudado de sol a sol por sus inquilinos! Les dolió y lo injuriaron porque sancionó a los ricos criollos realistas, enemigos de la Independencia de Chile.
Con salvaje virulencia iban de casa en casa, de calle en calle, vituperándolo, repartiendo maledicencia, porque redujo los réditos de los censos al interés del cuatro por ciento anual; porque sancionó el Senado Consulto sobre cementerios públicos, prohibió enterrar cadáveres en los templos y autorizó la apertura de un cementerio de protestantes en Valparaíso.
Era un hereje, un engendro de Satanás, un aborto del infierno para las damas devotas, pero ociosas, que alimentaban todas las insidias y todas las supersticiones y pedían la cabeza del tirano.
El Senado de entonces, recinto dominado por la aristocracia, abrió el fuego contra el Libertador.
En páginas firmadas por el Director Supremo y sus Ministros se declara que, en razón de que la mayoría de los Senadores había salido del país o renunciado, lo disolvía para convocar a una convención preparatoria de una Corte de Representantes.
No se pararon en nada en su labor anti-O´higginiana. Doscientos patricios - que personificaban la más cuantiosa fortuna metálica - se dieron cita el 28 de enero de 1823 en la Casa del Consulado, obligándolo a abdicar en favor de una junta representativa de los intereses de la plutocracia colonial que querían hacer de la República una monarquía sin corona.
El destino de Chile.
No terminó el odio de los saciados con la renuncia de O'Higgins. Lo echaron al destierro peruano y, a pesar de sus peticiones, jamás lo dejaron volver en vida a la patria que había creado.
Así es, así fue el extraño amor, o sea, la fobia implacable de la casta aristocrática hacia aquel que encabezó la emancipación política de Chile.
El conocía la violencia del opresor. Aprendió en Europa, leyendo el libro de las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa. Vio en todas ellas actuar también la violencia, comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva.
Por eso se da a la tarea de crear el Ejército Nacional, escudo de la República recién nacida, resguardo de la independencia de una nación, parapeto celoso de su soberanía. Chile podía y debía ser libre, como lo preveía Bolívar, visionario, en su Carta de Jamaica, cuando expresaba:
El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de la libertad; los vicios de la Europa y del Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas, preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas. En una palabra: Chile puede ser libre.
La acre resistencia.
Y para serlo tenía que levantar su brazo armado, producir la organización nacional. Cuando O'Higgins crea una unidad de caballería con los huasos de Las Canteras y se forma el glorioso Batallón de Mulatos y Pardos, es el pueblo, sobre todo, quien está luchando, aunque las luces de su cultura sean todavía mortecinas o titilantes. Está adoptando una actitud política por la patria y la libertad, aunque todavía no existiera la divisa de Clausewitz de que la guerra es la política continuada por otros medios, glosada por Lenin, ahondada en toda su dimensión al sostener que la guerra no sólo es la continuación de la política; es un resumen de la política, una lección de la política.
Cuando funda la Escuela Militar, da forma definitiva a la inicial Compañía de Jóvenes del Estado, encargada de preparar oficiales durante la Patria Vieja. Asienta la estructuración profesional estable de una entidad capital de la nación.
Hojeando el archivo de Bernardo O'Higgins, hemos encontrado muchas páginas elocuentes acerca de la odisea que involucró la formación del Ejército chileno por parte del Gobierno. Choca con todos los contratiempos e incomprensiones de los que no aceptaban una patria que obligara al sacrificio. En comunicación del 30 de marzo de 1817, O'Higgins condena acremente la resistencia al establecimiento de la Academia Militar en San Agustín. Han tenido – denuncia - la insolencia de destrozar algunas puertas y ventanas con sólo el maligno objeto de inutilizarlas, permitiendo que en los mismos cuartos que habían de ocuparse se infestasen con inmundicias, las más asquerosas, y estampado en las paredes de ellos letreros insultantes a mi autoridad y al Director mismo de la Academia. (Tomo XXV, página 141). Luego, en otra comunicación suya, proclama como su norma la observancia de los intereses del bien general de la Nación. Y si, a pesar de esta verdad, hay genios capaces – dice - de atreverse a censurar las operaciones de la Suprema Autoridad, ésta tendrá energía bastante para contenerlos y hacerles entender que, en casos de esta clase, sólo toca al súbdito obedecer, sin que deba embarazar el progreso de nuestros altos designios ese susurro miserable de cuatro fanáticos que, sin consultar los principios de razón y conveniencia pública, han tratado siempre de interpretar siniestramente nuestras operaciones. (Página 216).
La institución militar.
Ese espíritu nacional de la concepción o'higginiana anda por dentro del Ejército y de las Fuerzas Armadas chilenas, que evolucionan según el tránsito de los tiempos, marcando la relación indestructible entre la sociedad y la institución militar. A ésta no puede considerársela nunca enclave exótico, una estructura ajena al contexto del país, ni tampoco dotada de comportamientos marginales, de autoritarismo irreflexivo, pautas excesivamente tradicionalistas o dogmática adhesión a todas las supervivencias del anacronismo.
Entendemos la institucionalidad militar chilena como una fuerza dinámica, abierta a los cambios requeridos por las exigencias del progreso, altamente tecnificada, eficiente y capaz, alerta al cumplimiento de sus deberes profesionales ya la consagración constitucional.
Igualmente, concebimos la idea rectora de la seguridad nacional como un replanteo constante en función de las nuevas necesidades de un país sujeto a las variables de una unidad histórica que ajusta su tarea y su destino a los requisitos de una vida colectiva que evoluciona con ritmo incesante.
Ajenos al militarismo.
Aquí en Chile la institución militar no corresponde a esa típica imagen latinoamericana sinónimo de cuartelazo, pronunciamiento español, golpe de Estado, revuelta de las espadas, juntas castrenses. Si se dice que Venezuela ha sufrido 50 mal llamadas revoluciones desde los días de la Independencia; si Bolivia las eleva a 150; si en México se habla de más de mil, y si se recuerda la antigua situación peruana, que hizo exclamar al escritor que supo del derrocamiento del gobernante civil: Por fin hemos vuelto a la normalidad, tenemos que destacar que en nuestro país nada de esto vale, porque el hombre de espada se pone al servicio de la Constitución, no como guardián, sino como fuerza obediente al poder civil, como conciencia de su deber profesional e institucionalista.
Las Fuerzas Armadas chilenas no tienen complejos de superioridad ni de inferioridad, sino que se sitúan a la altura democrática del ciudadano encargado de un trabajo especializado, muy serio y responsable. No plantean, como en otras naciones del continente, una supuesta cuestión militar, ni postulan el dilema del país en términos de civilismo y militarismo. No son una élite, un grupo aparte. Constituyen un cuerpo integrado a la suerte del país, donde las nuevas exigencias de la revolución científico-técnica acrecen con renovados aportes culturales su formación ideológica. Son militares sin militarismo, adictos a la legitimidad del poder legal; no se aislan de la lucha contra el subdesarrollo económico del país por la consolidación de su independencia en todos los campos y en los términos más contemporáneos.
Su labor creadora.
En las filas de los soldados y de los marineros, que siempre salen de las entrañas del pueblo sin excepción, se profesan los ideales civiles patrios. Los rangos de oficiales del Ejército, Marina, Aviación y Carabineros se nutren en particular con los aportes de una clase media movida por la pasión de la defensa de los intereses nacionales, el mantenimiento de la soberanía territorial y el orden interno. Sus miembros casi nunca se reclutan en el seno de una clase alta, que generalmente no ha estimado adecuada a su prosapia la carrera militar.
La vocación y el honor del soldado son virtudes que hoy se enriquecen por la innovación tecnológica y los conceptos modernos de organización.
Las Fuerzas Armadas han contribuido a alfabetizar a multitud de reclutas campesinos. Cada cuartel es una escuela de educación objetiva y moral, un instrumento culturizador del pueblo, que difunde en los medios rurales, desde hace tiempo, valores comunes al sentimiento nacional.
Asimismo, se han desplegado sus unidades de ingenieros, en especial, en la realización de obras significativas, más que nada en zonas fronterizas, inhóspitas o alejadas de los grandes centros poblados.
Un país y un ejército.
Es un Ejército de paz, vigilante; pero, como lo concibió O'Higgins, nunca ha sido Chile lo que Mirabeau decía en 1788: La Prusia no es un país que tiene un ejército, sino un ejército que tiene un país. Y luego agregaba: La guerra es la industria nacional de Prusia.
Nada más distante de la realidad nuestra. De la misma manera, nada tan cierto como lo que decía el poeta Alfred De Vigny, refiriéndose al ejército de la Revolución Francesa: La misma sangre circula sin cesar entre las venas de la nación y las venas de las Fuerzas Armadas, no siendo jamás las nuestras un Estado dentro del Estado, una nación dentro de la Nación.
La patria es su divisa, pero no su monopolio ni una menor de edad sometida a la tutela castrense. No la entienden tampoco como una divinidad abstracta e incorpórea, sino que está viva e intacta en todos sus hijos, civiles y uniformados. Y si identifican su destino y su esperanza con los del país, saben que la llama del patriotismo está presente en todo el pueblo. Ese sentir no es excluyente, ni reacio, ni indiferente al avance económico, social y político, sino dispuesto a todas las decisiones de las mayorías nacionales, sin preconceptos ni anteojeras, mirando a un futuro sin término.
El hombre que hoy rememoramos dio a las Fuerzas Armadas chilenas una misión específica, como parte indisoluble de todo el pueblo, no como amo y señor, sino como un igual entre sus iguales. A ellas no les incumbe la dirección política del país porque no son un partido sino una institución al servicio de la nación y del pueblo. Ellas han hecho honor a su condición de instituto profesional con tareas precisas, sabiendo que su fuerza es la fuerza de todos, y su razón, la razón de la Patria.
Cuando el niño secreto de Chillán Viejo cumple un año más, el Ejército de Chile, su hijo legítimo, cumple con el mandato del exiliado de Montalbán, que lo dio a luz recurriendo a la sangre de un pueblo que la entregó a borbotones para que existiera una república libre, independiente y soberana, en el extremo sur de América, junto al Polo, conocida en el concierto de las naciones de la Tierra con el misterioso nombre de Chile.
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