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- rdf:value = " El señor AGUIRRE DOOLAN.- Honorable Senado:
Al cumplirse el centésimo nonagésimo cuarto aniversario del natalicio del Padre de la Patria, Director Supremo y primer parlamentario chileno, don Bernardo O'Higgins, como Senador y como Presidente del Instituto O’higginiano de Chile agradezco muy de veras la participación de distinguidos y elocuentes miembros de este Honorable Senado que han rendido homenaje al creador de nuestra nacionalidad y del Primer Congreso Nacional de Chile. Doy especial relevancia a estos homenajes, pues el Padre de la Patria no puede ser patrimonio de personas ni de instituciones, sino de todos los chilenos, por sobre las posiciones o banderías, ya que él no tuvo otro partido que el de la patria.
En esta oportunidad no me he de referir ni al precursor, ni al soldado, ni al héroe, ni al gran republicano, ni al libertador del continente austral de América. Deseo referirme al hombre.
No es tarea difícil, conociendo su vida, señalar al pueblo y a las juventudes de Chile su perfil humano.
Los historiadores han emitido sobrados juicios sobre los hechos y proezas que lo colocan en el más alto pedestal de la historia. Poetas del más delicado sentimiento, en viriles estrofas, han cantado al valor ejemplarizante del héroe. Militares de elevada alcurnia han ratificado justicia al creador de sus instituciones. Gobernantes lo han señalado como el primero en la distante visión de los destinos nacionales, en la creación de la república y como el más auténtico arquitecto de su porvenir.
El artista lo ha modelado en bronces y mármoles, en pinceladas de eternidad.
Pero, más acá del bronce y del mármol con que se inmortaliza a los grandes capitanes de la historia, están la figura hecha de levadura humana del hombre, la exteriorización emocional que configuró su vida interior, el juego de sus pasiones al enfrentarse a las más diversas circunstancias, que dan la configuración moral de los rectores de pueblos. En tal aspecto está su acendrado respeto por su padre desconocido, a quien trata de Amantísimo padre de mi alma, y mi mayor favorecedor, o cuando escribe a sus albaceas a Lima, recién llegado a Chile, a quienes, al referirse a su progenitor, les dice: Sin que me quede el consuelo de honrar sus cenizas y su memoria, con toda la intensidad del dolor debido a su mérito y paternal veneración. Cuando investido por Miranda, caballero y cruzado de la libertad, se había arrojado a sus brazos, bañado en lágrimas. Cuando, a pesar de su miseria en Europa, ahorra monedas y compra un piano de regalo a su madre inolvidable. Cuando forma con ella y su media hermana Rosa, una unidad indivisible, en Las Canteras, en Mendoza o Buenos Aires, o en el Palacio Directorial de Chile, y hasta en el amargo ostracismo de Montalván, hasta las horas postreras de su vida.
Hermoso ejemplo de amor filial reflejan las propias palabras del prócer cuando, ya anciano, el 5 de junio de 1839, al contestar una carta de su eminente amigo don José Miguel de la Barra, que deseaba rendir público homenaje a la ilustre patricia doña Isabel, le decía: Creo que hijo alguno ha llamado más afectuosamente a su madre que yo, y por consiguiente me es altamente satisfactorio que una persona tan distinguida y de tan acendrado patriotismo como usted se empeñe en hacer la justicia que merecen sus abundantes virtudes, y muy especialmente el amor constante que tuvo a su patria, por cuya liberación e independencia hizo los mayores sacrificios y se expuso a los más extraordinarios peligros, haciendo frente a sufrimientos personales inauditos en su sexo delicado, con aquella firmeza que inspira el amor al patrio suelo, en corazón chileno. He ahí el juicio del prócer sobre su madre. He ahí una ejemplar confesión de amor filial.
Su humana esencia se expresa nítida en su entrega sin dobleces al noble sentimiento de la amistad. Desde su primer amigo y de siempre, Casimiro Albano, allá en sus juegos de niños en San Agustín de Talca, al Coronel Juan Mackenna, su maestro; al Cadete del Roble, José María de la Cruz, futuro General, que en esa batalla restañó su herida; a su entrañable amigo, el General José de San Martín, con quien compartió la organización del Ejército Libertador y los ideales que había de cumplir la Expedición Libertadora del Perú; a su resistido MinistroRodríguez Aldea; a su Campero Rebolledo; a las indiecitas que acogiera en su regazo y que destaca con meridiana claridad la inglesa María Graham, y hasta su leal asistente Juan José Soto.
Generoso y leal, cuando firma los ascensos de los tres hermanos Carrera, en 1811; cuando rehúsa aceptar el ofrecimiento de la Junta de 1813 de designarlo Comandante en Jefe del Ejército, y cuando, ante el peligro de la invasión de Oso-rio, se ofrece hidalgamente, con sin igual patriotismo, a ponerse a las órdenes de don José Miguel.
Sinceramente desprendido, después de su victoria gloriosa de Chacabuco, al mostrar su disposición a que San Martín sea elegido Jefe del Estado chileno.
Delicado, y sin ejemplos, cuando busca en la música y la pintura, a que era tan entusiasta, refugio al odio y a la maledicencia de sus enemigos.
No sólo grande en la abdicación, cuyo gesto no tiene paralelos en la historia, sino también cuando abraza a Juan José Carrera antes de su última carga en Rancagua, para morir sin odios; o cuando acepta sumiso que su discípulo Ramón Freire cerque la Intendencia de Valparaíso para hacerlo arrestar y ser sometido a juicio de residencia, en humillación imperdonable, mientras que el héroe le mandaba felicitar por haberle sucedido en el mando de la nación. Tal vejatoria medida había levantado en el Senado de la naciente república, la voz del ciudadano eminente don Manuel de Salas, que fustigaba señalando que, la conducta para con el General O'Higgins era un baldón de oprobio para Chile.
Retrata su bonhomía la conducta observada en 1833 ante las diatribas de Carlos Rodríguez Ordeiza, después de su insólita agresividad en contra del ilustre desterrado en El Mercurio Peruano. El jurado de Imprenta de Lima, luego del triunfo completo de O'Higgins, afirmó definitivamente: Jamás se ha acrisolado tan cumplidamente la conducta de un hombre público. La multa y prisión contra el difamador, mereció el completo perdón del ofendido.
Grande y modesto como hombre en el banquete apoteósico con que Bolívar, el gran dominador del Chimborazo, celebraba el triunfo de Ayacucho, en que el gran chileno se presenta como simple civil y, ante la expectación de los presentes y del Libertador venezolano, contesta, como Cincinato: El General O'Higgins ya no existe, soy sólo el ciudadano particular Bernardo O'Higgins, la causa de América está consumada.
He de poner término a este homenaje a nuestro extraordinario libertador con el juicio del General don José María de la Cruz, que lo conoció toda la vida: Hombre de un conjunto de cualidades cual las que adornaban a O'Higgins como hombre privado y magistrado, son muy raros en el mundo, y era preciso que él las poseyera para haber alcanzado la altura a que fue elevado.
Y el historiador don Eugenio Orrego Vicuña también confirma categórico: Nunca hubo una espada más valerosa al servicio de un corazón más magnánimo.
La Izquierda Radical, por mi intermedio, una vez más, se inclina reverente ante la memoria ilustre del padre de la patria don Bernardo O'Higgins.
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