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- rdf:value = " El señor FUENTEALBA, don Clemente (de pie).-
Señor Presidente, desde estos bancos donde tantas veces lo vimos trajinando, preocupado permanentemente de sus problemas, que nunca fueron los de su persona, sino los de la provincia de Coquimbo que representaba, de los campesinos, de los mineros, de los pobladores, de las comunidades agrícolas, preocupado de las responsabilidades que le encomendaba su Partido, debo rendir, con profundo sentimiento de dolor, el sincero homenaje que surge de una persona que, por haber sido Diputado de la misma provincia, conoció a Cipriano como político, como hijo, como esposo, como padre, como compañero y como chileno.
Era un apóstol de las ideas que profesaba y que trataba de propagar con fe, con amor. Trataba de propagarlas con el ejemplo de su honradez, de su honestidad, de su modestia, de su humanismo, del amor al prójimo que, como un extraño y noble sentimiento de bondad, lo iba distinguiendo de los demás.
Lo vimos discutir, defendiendo con calor sus pensamientos sobre una materia. Cuando se trataba de un problema sobre la minería, ¿quién más que él tenía autoridad para hacerlo? Trabajó en las minas, en su juventud, y las conoció por dentro. Si se discutía un problema de los campesinos, lo comprendía cabalmente, pues había aprendido a conocerlos, porque empuñó la mancera del arado junto a su padre, arañando la tierra en las lomas de Canela de Mincha y conociendo las tristezas y el destino de las comunidades agrícolas de nuestra provincia; vivió junto a los pobladores, junto a los pescadores en las caletas de Coquimbo, y conoció sus penas, sus quebrantos, sus miserias y sus esperanzas.
Esa era la escuela donde había aprendido a conocer a su pueblo, a este aguerrido pueblo chileno y por eso iba prendiendo en el corazón de cada persona la esperanza de días mejores.
En su vida política fue perfeccionando sus conocimientos hasta dominar todas las materias que abordaba.
Cuando Cipriano pedía la palabra, todos sabíamos que no lo hacía en vano; sabíamos que nos entregaría conceptos claros, precisos; que nos entregaba en cada ocasión sus conocimientos, su sencilla sabiduría, su talento, del cual nunca hacía alarde, y que cada uno de nosotros tenía algo que aprender de su experiencia.
¿Quién de los parlamentarios actuales o de los Diputados que han pasado por la Cámara, quién de los funcionarios, del personal que atiende esta Corporación, puede decir que recibiera de Cipriano Pontigo una mala palabra, un trato descomedido, una actitud irrespetuosa?
En el análisis que hacía de las personas, siempre trataba de encontrales el lado bueno; no se fijaba en sus defectos, en sus errores; sólo hacía resaltar sus cualidades, sus atributos, y esto lo hacía tanto de sus amigos como de sus adversarios.
En su corazón tan noble no tenían cabida sentimientos mezquinos, como no tenían cabida el odio, el rencor.
A veces, en el calor del debate político, lo vimos alzar la voz; pero después lo veíamos acercarse a sus adversarios para seguir el diálogo y manifestar con serenidad su pensamiento.
El estuvo colocado siempre en el lugar que le correspondía, y la consideración y el respeto que tenía sobre los demás lo hacía comportarse igual cuando era Jefe de su Comité, cuando era miembro del Comité Central de su Partido o cuando era un simple Diputado.
Era un esforzado soldado de la causa que profesaba. Nunca se alteraba frente a los acontecimientos, por adversos que fueran. Se agrandaba cuando se dirigía a una multitud en un comicio público de una ciudad; y, frente a un puñado de campesinos, era sencillo, modesto como ellos. Su palabra clara, matizada con ejemplos sacados de su experiencia en la lucha por la vida, era comprendida y captada hasta por los más modestos.
Recuerdo que en la última campaña presidencial, encontrándonos reunidos con algunos campesinos en la comunidad de Salala, del departamento de Ovalle, les decía:
Se nos parte el alma al ver la vida que ustedes llevan, sin ningún porvenir, cuidando aquí su miseria, comiendo a veces una vez al día, sin disponer de un techo adecuado cuando el invierno es riguroso, sus niños descalzos, sin poder mandarlos a la Escuela.
¡Cómo mirarán ustedes con envidia a aquéllos que viajan cómodamente en los aviones que cruzan estos lugares! Y pensar que ellos, al mirar hacia abajo, ven las casas, los animales, las personas, a ustedes mismos, muy pequeñitos y pasan sin alcanzar a ver sus problemas, sus sufrimientos, sus angustias. Y aquí, sentados junto a ustedes, pensamos ¡qué injusta es nuestra sociedad!
Al oírlo hablar así, tan sinceramente, con tanto cariño hacia sus hermanos, hacia sus semejantes, deseábamos de todo corazón que sus anhelos de una vida más justa se vieran cumplidos, porque estábamos ciertos de que la felicidad de esos modestos campesinos sería su propia felicidad.
Conociendo a Cipriano Pontigo, aprendí a conocer al Partido Comunista. Cuando recorríamos los caminos de nuestra provincia, conversábamos de muchas cosas: del camino hacia el socialismo, del programa de la Unidad Popular; y él me decía: Tenemos que cambiar esta sociedad mediante una vía chilena, democrática, con pluralismo político, con respeto a la propiedad privada de los pequeños y medianos propietarios, sin derramamiento de sangre, formando conciencia entre los trabajadores y entre las capas medias de que es necesario realizar los cambios que estamos propugnando.
El decía que estaba satisfecho de la vida, que había alcanzado a realizarse como padre, como esposo y como político. Diputado en cinco períodos, cuando su Partido lo había nominado candidato a Senador, él había aceptado sin vanagloria, sin ambiciones, como un mandato más que estaba dispuesto a cumplir.
Su corazón generoso latió para sus familiares, para sus amigos, para su Partido, entregando su cordialidad y su risa entera y franca, propia del que no tiene nada que ocultar. Cuando deja de palpitar súbitamente, nos encuentra acongojados, sin comprender cómo el destino puede ser tan cruel que nos impida seguir compartiendo su preciada amistad.
DiputadoPontigo, tu ejemplo estará siempre presente en todos los rincones de nuestra provincia, y nosotros, tus amigos, viajaremos siempre con tu recuerdo a través de ella.
En nombre del Partido Radical, hago llegar nuestras sinceras condolencias a la señora Catalina, su madre; a Aída, su compañera; a sus hijos Lina, Cipriano, Ricardo, Alejandro, Rubén, Alfredo, Mabel y Carlitos; a sus familiares y al Partido Comunista, ya los trabajadores, que representó tan propiamente.
He dicho.
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