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- rdf:value = " El señor TEITELBOIM.-
En la "Sabiduría de Salomón" se hace la vieja pregunta taladrante: "Por acaso hemos venido a la existencia, y después de esta vida seremos como si no hubiésemos sido; porque humo es nuestro aliento, y él pensamiento una centella del latido de nuestro corazón".
Esta interrogante eterna, junto a una irreparable ausencia, ha venido de nuevo a golpearnos duramente. En estos días de congoja, ¿quién en este Senado no ha sentido que el alma perpleja y dolorida se le va a cavilar sobre la idea de la muerte?
Y, sin embargo, Salomón Corbalán, uno de los más jóvenes entre nosotros, parecía la vida misma, la imagen de la potencia, despedía el fuego resplandeciente de la inteligencia, de la pasión lúcida y fascinadora de un revolucionario transido de amor por el pueblo.
En un segundo acerbo, en un soplo, este varón poderoso ha caído deshecho.
Y con su partida súbita acaecida cuando recién había escrito el prólogo de su .misión, esta Corporación se empobrece, el pueblo siente que lo azota un viento trágico y Chile pierde uno de sus mejores hijos.
El Senado, compuesto por hombres tan diferentes, animados de concepciones muy dispares, se inclina atribulado ante el viaje sin regreso de este luchador, dotado de talento ardiente y vigoroso, que no llegó a esta asamblea como a un santuario, como a un fin en sí, sino como un guerrero, en posición de combate, como enviado de un pueblo anhelante de una mudanza integra] en la sociedad chilena, como porta estandarte de una causa, el socialismo, como brillante defensor sin pausa, y sin eclipse de los trabajadores, de la dimensión más honda y más postergada de la patria.
Una forma de sencilla inmortalidad
Su aliento vital ya se extinguió. Su cuerpo está entregado a los procesos de la transformación de la materia. Y aunque su carne se torne ceniza, el nombre de Salomón Corbalán no se disipará como una herencia tenue y volandera en las manos del tiempo y de su hijo mayor, el olvido. No será la suya una obra que no deja memoria, desvanecida como sombra pasajera, entre otras cosas porque ella no fue simple trabajo individual, incapaz de sobrevivir a su autor, sino que forma parte de la labor colectiva de un partido, de un movimiento, de un pueblo, que seguirá tejiendo por él la trama de la historia, siempre inconclusa. En este sentido, directo y plural, el hombre que vivió por el pueblo y murió por él, en medio de sus afanes, tiene acceso a una forma de sencilla inmortalidad.
Desdichado, en cambio, aquel que se va por caminos de vanidad y hace de su vida un frívolo servicio de sí mismo, sin fin y sin principio, porque ése siembra en el viento, su loca esperanza es hueca, su trajín, infructuoso e inútil su desvelo.
Nuestra historia política registra un vasto cementerio de múltiples agitaciones de hombres que pasaron sin dejar rastro porque no los animó un ideal alto ni un desinterés personal lindante con el sacrificio que a veces llega hasta el holocausto. Pueden ellos haberse. sentado largos años en este hemiciclo, pero, como dice la "Sabiduría de Salomón", son como "recuerdo del huésped de un día que pasó de largo, como polvo arrebatado por el viento".
En cambio, el hombre que se marchó el sábado de madrugada, en el corto tiempo de su vida, se ganó una larga memoria. Porque la hondura humana no ha de medirse necesariamente por el número de días, sino por la intensidad de la existencia y por las obras y ejemplos que lega.
Fue arrancado a la vida temprano, demasiado temprano; pero los que vimos las muchedumbres el domingo recogidas por la tristeza, rodeando su catafalco; los que escuchamos a sus camaradas de partido y del Frente de Acción Popular; los que pusieron oído atento a las palabras del labriego que hablaba de cosechar, junto al maíz de raíces americanas, rosas para Salomón Corbalán, hemos de pensar que su espíritu penetrante, agudo, múltiple, sutil, libre, es una evocación indestructible que vivirá en el corazón del pueblo sin temor al tiempo, a su faena demoledora, a su falta de respeto por los hombres grandes y pequeños.
El hombre, el político.
Salomón Corbalán ha callado, pero su palabra, sus discursos seguirán prolongándose en la brega que él libró desde sus mocedades adolescentes de Concepción, donde conoció la lucha y el amor. Allí decidió entregar su vida a la justicia y a la emancipación del pueblo, a librarlo de todas las opresiones. El descubrió pronto que el marxismo le señalaba la vía política y filosófica correcta. Fue un varón de disciplinas partidarias, por convicción superior.
Diputado, honró a la Cámara. Combatió dentro y fuera de ella. Senador, fue un; prestigio para esta Corporación, un valor sin tacha. Y sus intervenciones resueltas y documentadas quedarán, no sólo en las actas, sino en la memoria de aquellos que comprendieron su vida, como un sol que nunca se pone. Frescas y resonantes vibran aún para nosotros sus intervenciones en la discusión sobre la Reforma Agraria y sobre el proyecto respecto de cuyo veto deberemos pronunciarnos en la sesión de esta noche, el de sindicalización campesina. Y es inevitable que al inclinarnos a la consideración de cualquiera de sus disposiciones, la presencia tan viva de este buscador de la verdad y de ese paladín de los labriegos de nuestra tierra, nos conmueva porque la llevamos melancólica y afectuosamente dentro de nosotros, porque ya sentimos nostalgia de su voz clara, de su voz limpia de toda retórica, de la energía de sus planteamientos iluminados por una doctrina justa y noble.
Comprendemos cuán grande es la pérdida del Partido Socialista; pero a través del combate, como lo dijo Luis Corvalán hablando en su sepelio a nombre del Partido Comunista, también nosotros lo fuimos sintiendo como un hermano, como un pariente muy próximo y muy querido, que, teniendo el alma clara, respiraba franqueza. En el camino de muchos años, él, como su partido, como los militantes comunistas, hemos ido haciendo una ruta común, que él veía como una línea larga, de proyección histórica y como condición básica de la revolución chilena. Por eso, el pésame que le expresamos al Partido Socialista nos viene desde el fondo de una convivencia en muchos combates, de una amistad forjada bajo todas las tormentas que ha sufrido el pueblo chileno en las últimas décadas.
Ese hombre, llamado siendo muchacho a penetrar en los secretos de la ciencia, en una encrucijada de su existencia sintió el ímpetu de una vocación todavía más amplia e imperiosa, que no pudo desoír: la política como acción permanente al servicio de la ideología revolucionaria. E hizo de ella una investigación, un perpetuo descubrimiento, un estudio diario, un abrazo fecundo de la teoría y de la práctica, pensando que hay que pelear por el pueblo hoy, en cada momento, sin perder de vista la solución definitiva, pero sin desdeñar tampoco los avances parciales que forman parte y preparando el salto revolucionario hacia una sociedad más alta: la sociedad socialista.
Pero más punzante que todos nuestros dolores, más amargo que todos los llantos, es una pena ilimitada e incomunicable, es el sufrimiento de los suyos, de su madre, de sus hijos, de su compañera María Elena Carrera, con quien este hombre puro formó un hogar admirable y cultivó un amor sostenido, donde imperó la más delicada ternura, pues fue sensible hasta lo infinito el combatiente severo, que en la sombra de las batallas supo siempre hacer florecer el golpe de sol de una sonrisa y la gracia de su humor instantáneo, preciso y mordaz.
Entró la muerte a este Senado. Sentimos su desaparición, pero más que como un legislador lo vemos como a un hombre total, como a un compañero, como a un revolucionario, como el que atravesó los caminos para ir al encuentro del pueblo y lo sirvió toda la vida. Por eso el campesino y el minero llevan desde ahora su nombre de rey bíblico dentro de sí, junto al de aquellos grandes chilenos que nunca murieron, porque le entregaron su vida y el pueblo les devuelve su sacrificio asegurándoles el recuerdo imperecedero, la vida eterna del pueblo mismo.
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