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- rdf:value = " El señor ZORRILLA.-
Señor Presidente, al referirme a la reforma agraria chilena, considerándolo en parangón con las reformas latinoamericanas, y considerando la perpetuación de estructuras que condicionan su estado de subdesarrollo, nos parece que no está de más repetir, otra vez, que el común denominador de todas las auténticas revoluciones que menciona la historia ha sido la crisis de su sistema agrario. En todos los tiempos, la tenencia de la tierra ha sido el objeto de la principal preocupación de los pueblos en los grandes cambios históricos que han experimentado. Esto vale particularmente para América Latina. No extrañemos que hoy así sea también en esta revolución chilena, como lo fue ya en la revolución mejicana y en la revolución boliviana, y como lo acaba de ser en la cubana y, seguramente, lo será en los demás países de América latina, donde sobreviven antiguas estructuras que determinan su estado de subdesarrollo.
La reforma agraria chilena no hace sino reafirmar, en esta materia, ese aspecto común de todas las revoluciones. Pero le agrega un factor que la época actual exige: la necesidad de hacerla no sólo con miras a una redistribución de la tierra, sino también en función de un incremento del desarrollo agrícola que promueva, a su vez, el progreso económico y social del país. He aquí, pues, donde empiezan las diferenciaciones.
Además, esta reforma agraria es condicionada por un tercer factor esencial: su real y auténtica promoción.
Las reformas agrarias no se impulsan desde arriba, ni se imponen desde el exterior, como condición previa a una operación de crédito internacional. En estos casos, tal como sucedió en el gobierno pasado y tal como sucede en otras Repúblicas latinoamericanas, ellas no pasan de ser "voladores de luces". Esta reforma agraria parte promovida por la filosofía de un movimiento revolucionario que llega al Gobierno a cambiar las estructuras arcaicas del país y, en parte, por la conciencia del campesinado chileno. Existe, pues, una voluntad de cambios que la respalda. Diferenciemos, pues, esta reforma agraria chilena.
Las revoluciones latinoamericanas que han distribuido tierra a los campesinos han sido hasta ahora eminentemente indigenistas, es decir, han procedido a restituir a los indios, que integran la mitad o más de su población, las tierras que por milenios ellos habían cultivado.
Las revoluciones mejicana y boliviana son de inspiración auténticamente indígena. Los objetivos en ellas son los mismos: la tierra, la parcelación de las haciendas, sin indemnización.
La reforma agraria indigenista, al restituir al indio a la tierra que ha sido su centro de gravedad, lo ha reintegrado a la actividad nacional y ha devuelto con ello la paz social a esos países. Este ha sido el carácter étnico-sociál y los alcances de estas reformas agrarias indigenistas destinadas a estabilizar al medio social indígena. El fracaso económico inicial queda allí sobradamente justificado con la solución de los conflictos étnicos, sociales y la consolidación de la paz social.
Como vemos, nada tiene que ver la reforma agraria chilena con este tipo de reforma indigenista que la anteceden en América Latina. Tampoco tiene relación alguna con otras reformas agrarias latinoamericanas, salvo la venezolana, también impulsadas desde el exterior en países hermanos donde sobra la tierra y no existe una verdadera voluntad de cambios. En Chile, por el contrario, escasea la tierra y la reforma agraria no puede hacerse a costa de un fracaso agrícola.
Además, la reforma agraria chilena no es colectivista; no se hace contra nadie; y, a diferencia de la cubana, está destinada a crear nuevos propietarios, y no entrega tierra al Estado. Tampoco pretende despojar de su tierra al actual propietario, sino indemnizarlo, a fin de que no se pierda un potencial de iniciativa útil a ¡a nación.
Las transformaciones son dolorosas, sin duda. Pero, ¿qué cambios trascendentales se han hecho sin dolor?
Con todo, creemos también que las garantías de inexpropiabilidad para las propiedades medianas de 80 hectáreas básicas bien trabajadas y las de 320 hectáreas, óptima y eficientemente laboradas, dejan un campo suficiente para la iniciativa del empresario moderno agrícola, quien reorientará, intensificará y racionalizará su explotación hacia nuevas metas de producción agrícola, que vendrán a incrementar los niveles y volúmenes básicos de esta actividad.
¿Qué busca la reforma agraria chilena? Busca romper una estructura de subdesarrollo que tiene raíces propias y que obedece a causas autóctonas americanas que significan la perpetuación de estructuras arcaicas.
No se equivocan los economistas modernos cuando consideran que una reforma de estructuras agrarias es previa a todo avance industrial tecnológico. El razonamiento es válido. Y las reformas son válidas para todos los países en estado de subdesarrollo. Lo que nos lleva a verificar que en todos los lugares ha existido, en diferentes épocas, un mismo fenómeno: la sujeción de las masas campesinas a un tipo de feudalismo. Feudalismo ha existido tanto en Europa, Rusia, China, Japón, como en América Latina y, en cierto modo, su clima y medio han sido la extensión geográfica, el dominio del señor feudal y la adscripción del campesino a la tierra.
El feudalismo latinomericano, perpetuado por el "pongaje" e inquilinaje, nace de la encomienda para resolver los problemas de la posesión de la tierra por los conquistadores hispánicos. Los indios se convierten por la fuerza en campesinos y servidores de los nuevos señores feudales. El indio debe trabajar en forma gratuita para el conquistador, a cambio del proceso civilizador a que será sometido, pues la legislación indiana obliga al hispano al compromiso de someter al indio a la lengua, la fe, las costumbres, el trabajo, el sistema de vida europeo. No hacemos aquí crítica; sería absurdo. En todos los tiempos y las épocas ha habido amos y siervos, pueblos dominantes y sometidos. Pero lo que interesa destacar es cómo nació en América Latina y en Chile el sistema de explotación del agro.
La vida pública y privada rural del período colonizador gravitó en torno de pequeños núcleos familiares occidentales rodeados de indígenas, donde el padre de familia ejercía y desplegaba toda clase de facultades omnímodas: empresario agrícola, juez, jefe militar y educador, señor supremo de siervos, esclavos y servidores. En ese proceso de arraigamiento, nació el nuevo régimen de tenencia de la tierra.
Podríamos sintetizar diciendo que la sociedad hispanoamericana, blanca y mestiza, se sobrepuso a la sociedad indígena. El orden social surge así de la amplitud del marco geográfico que explica la constitución de las grandes haciendas y latifundios, la presencia de grandes señores feudales, asesorados por ministros, mayordomos, caporales, capataces.
Yo no estoy analizando aquí tampoco el proceso civilizador de "aculturación" del sistema que, en todos los tiempos, se ha repetido cuantas veces una raza ha invadido y ocupado tierras ajenas e impuesto su civilización. Sólo deseo establecer cuáles fueron las instituciones feudales nacidas de la conquista hispana y del período colonizador, la firmeza de las estructuras y cómo han llegado ellas a nosotros casi intactas a través del sistema de explotación agrícola del inquilinaje, que adscribe de cierto modo al campesino a la tierra y le paga su trabajo en raciones y regalías antes que con un sueldo.
Y nos preguntamos cómo han podido sobrevivir aquí en Chile esas estructuras agrícolas feudales que no responden ni social ni económicamente a las necesidades de nuestra época, y que han ido arrastrando por imposición del medio y de la fuerza de la costumbres. Esto constituye un anacronismo de nuestra vieja herencia feudal. Quizás ello se perpetúe, porque nuestros inquilinos han estado mentalmente esclavizados a estas viejas estructuras feudales y son ellos los que defienden hoy la ración de galleta negra, la ración de porotos, los talajes, el goce del suelo, la casa, las raciones de chacra y trigo que desde el tiempo de la Conquista vienen recibiendo, manteniéndolos marginados de la vida nacional, de nuestra cultura, de nuestra sociedad, en estado de subocupación, de desinterés, abulia, apatía; yo diría, en sonambulismo, social.
Esto es francamente desalentador y podemos asegurar que no sólo cabe romper las estructuras de tenencia de la tierra semiimproductiva, de gran extensión, mal trabajada o abandonada a veces, sino tambien cabe destruir las estructuras que ligan al campesino y adscriben al inquilino a la tierra.
Por ello, es preciso liberarlo de esas cadenas, a fin de despertar de una vez las energías potenciales del campesinado chileno.
Los profundos cambios que reclama el siglo en que vivimos no deben llevarnos a la simpleza de renegar del pasado. Sabemos que el orden estructural de nuestra sociedad fue condicionado por el agro y, en las antiguas formas feudales, se plasmaron nuestras nacionalidades y los sentimientos e ideas locales y regionales; en suma, nuestras formas sociales y económicas estuvieron adecuadas a necesidades históricas, pero su perpetuación constituye hoy un verdadero lastre para nuestro desarrollo y un peligro para nuestra psicología.
Nuestra Revolución en Libertad viene a liberar y acude hacia el campesino para incorporarlo de lleno a la comunidad nacional. Viene a desatarlo de las ataduras semifeudales sobrevivientes que le amarran al pasado y que le impiden actuar con su pleno potencial humano. Le ofrece la tierra a cambio de su trabajo; pero sin regalársela y sin robársela a su prójimo y con el fin de convertirlo en propietario.
Para alcanzar el desarrollo es preciso, previamente, quebrar y transformar las estructuras impuestas por un orden histórico superado.
No tenemos por qué ir muy lejos. Las causas de nuestro desarrollo se relacionan directamente con nuestras estructuras agrícolas. En América Latina, el 60% de la población vive aún sobre el agro; en Chile, el 30%, lo que es, en relación con otras naciones, un avance.
Pero es necesario avanzar más. Es preciso liberar energías hoy desperdiciadas e impulsar el proceso de producción agrícola; y, por ello, la reforma agraria se transforma en motor del desarrollo del sector agrícola, sin cuyo despertar se haría imposible todo verdadero desarrollo industrial.
Lo que pretendemos es superar el subdesarrollo y pasar, de una economía agrícola estancada, a una economía industrial.
Esto presupone transformaciones de nuestras arcaicas estructuras agrícolas y una ruptura con el pasado, con el fin de liberar y despertar nuevas energías humanas. La incorporación de nuevas fuerzas sociales a los procesos del desarrollo, como lo será, entre otros, el acceso de 100 mil nuevas familias campesinas a la propiedad y a la producción, va a permitir esta coyuntura e iniciar así la etapa de desarrollo. Porque al reorientar e intensificar el sector agrícola e incorporar a él nuevos empresarios y dotarlo de una mayor capacidad de consumo, nuestra reforma actuará como factor de expansión económico, permitiendo iniciar un auténtico desarrollo industrial, motor de todo desarrollo integral.
Se dice que, al formar nuevos propietarios agrícolas, vamos en contra de la corriente del siglo, que tiende a despoblar el campo y aumentar la extensión de la propiedad mediante el proceso de mecanización.
Pero esto es relativo. La organización en cooperativas ha permitido, en Europa, el manejo, en grande, de pequeñas extensiones agrícolas, y si es verdad que esto ha producido una merma de trabajadores en el campo, no ha habido éxodo, por cuanto se ha planificado simultáneamente el desarrollo industrial a nivel regional, a fin de absorber la cesantía y producir un aumento de la renta "per cápita" de esos sectores rurales más retrasados. Bastaría con dar ejemplos.
La afirmación anterior, válida para Estados Unidos, en su fabulso desarrollo tecnológico-industrial, no lo es para nuestro país, donde tenemos que los campesinos pertenecen históricamente a otra etapa evolutiva, en la que no alcanzan aún la propiedad que los emigrantes anglosajones obtuvieron desde su llegada a Norteamérica.
Creer que podría ocurrir en Chile este fenómeno de desarrollo agrícola sin haber pasado nuestro campesino por la fase evolutiva que lo lleve a la propiedad, que lo libere de sus trabas históricas, no resiste el más simple de los análisis históricos.
Voy a terminar haciendo una advertencia. Estamos encarando la reforma agraria, dejando atrás un pesado lastre. Es el lastre que significa la perpetuación de formas de trabajo y estructuras semifeudales, que denominamos inquilinaje. Este sistema no puede mantenerse. En esta operación revolucionaria, no podemos dejar ese quiste maligno en el cuerpo social de nuestra agricultura.
Yo quiero llamar la atención hacia esa contradicción evidente. No porque el inquilino, en su desconocimiento de la dinámica del siglo, defienda una situación neutral, nosotros debamos ampararla.
Bajo ese aspecto se hace evidente e imperioso cambiar este orden de cosas que mantiene adherido al inquilino a la tierra bajo una forma de servidumbre totalmente inoperante para la dinámica económica e incluso atentatoria a su propia dignidad.
En tal sentido, presentaremos, en compañía del Honorable Diputado señor Lorenzini, un proyecto que permita dar un paso mayor hacia la liberación del campesinado, con el fin de incorporar en forma masiva a los inquilinos del país, si no es a la tierra, puesto que no hay tierra para todos, por lo menos, a la propiedad de un pedazo de suelo donde puedan ellos construir su casa, a fin de convertirse también en propietarios y formar a la vez modernos villorrios agrícolas.
Nada más, señor Presidente.
"
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