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El señor ÁVILA.-
Señor Presidente , no me voy a extender en consideraciones acerca de la descentralización, porque es la gran ausente en el proyecto.
El texto que nos ocupa refuerza algunos conceptos ya conocidos e introduce una corrección democrática a la elección de los consejeros regionales. Estas autoridades, curiosamente, venían siendo elegidas bajo la modalidad que impera en Estados Unidos respecto de sus presidentes, esto es, a través de representantes. Este rol lo desempeñaban los concejales, quienes, en una segunda instancia, después de haber sido investidos por el favor popular, quedaban con la potestad para elegir a los consejeros regionales.
Ahí se estaba produciendo un nivel de perversión francamente preocupante. En muchas partes se abrieron auténticas subastas, con el propósito de favorecer determinados nombres. Quienes son elegidos bajo una modalidad asentada en la corrupción naturalmente no ofrecen ninguna garantía de comportamiento digno y apegado a las normas de probidad imperantes en nuestra legislación.
Con la decisión que hoy adoptemos dejaremos atrás un mecanismo híbrido de elección que arrojó una experiencia lamentable para el sistema institucional del país.
El texto posee un mérito: suscitar debates acerca de la descentralización. Pero se trata de discusiones bizantinas. Hay dos conceptos: la descentralización y la participación, que llenan la retórica política de los últimos tiempos. De pocas cosas se habla con más abundancia que de estos dos aspectos consignados en nuestra legislación, pero se encuentran allí como un decorado, ya sea constitucional o legal.
Al final de su intervención, antes de que lo "desconectaran", el Senador señor Gazmuri efectuó una afirmación que apunta a lo medular del problema. Decía que mientras no contáramos con un nuevo Texto Constitucional difícilmente tendríamos la capacidad como Estado para producir un reordenamiento a lo largo y ancho del país.
Lo que sucede es que esta es una institucionalidad cautiva por una Carta Fundamental que impide el pronunciamiento de la ciudadanía acerca de materias que resultan fundamentales para el buen desarrollo del país en todos sus aspectos.
Se da el caso absurdo, como todos sabemos, de que muchos alcaldes, para determinar si los bares deben abrir a una hora u otra, pueden convocar a consultas populares. Claro que las efectúan a su modo. Pero, más o menos, se cumple con la idea de que haya una elemental participación en los asuntos comunales. Sin embargo, cuando se trata de materias relativas al desarrollo de la nación en sus ámbitos más centrales, la ciudadanía se ve privada de emitir un pronunciamiento.
En fin, no podría ser de otro modo.
Esta Constitución tiene un origen fascista. Y ello no constituye un epíteto gratuito que se le formula a la suprema creación de algunos talentos muy iluminados que en su minuto trabajaron en el tema. Fue prácticamente una copia de las actas constitucionales que a la sazón tuvieron vigencia en Argentina, en Brasil, en Uruguay. Y estas, a su vez, fueron el fiel reflejo de las actas del Gobierno de Pétain, en Francia, para la época del dominio nazi.
Cuando un país se gobierna sobre la base de un texto que tiene el germen del fascismo instalado en su esencia, todo lo que se desprenda de allí no puede sino apuntar a un poder central por excelencia.
Por ello, durante todos estos años ha sido un verdadero calvario ir lentamente aflojando los nudos autoritarios existentes en la Carta Fundamental.
Pero la situación no da para más.
He dicho más de alguna vez que como conglomerado de Gobierno, como Concertación, nos hemos ido cocinando en nuestra propia tinta a lo largo ya de dos decenios.
El punto está en que la Constitución no le sirve ni siquiera a sus propios creadores, porque nos deja en una condición de minusvalía respecto de otras naciones en un mundo globalizado.
Las constituciones no deben significar una tranca para el desarrollo. Tampoco pueden ser el origen de una institucionalidad pétrea en un mundo esencialmente dinámico y donde es indispensable enfrentar los problemas con gran flexibilidad desde todo punto de vista, pero, fundamentalmente, con oportunidad y agilidad. Esto no lo puede tener una institucionalidad que presenta las características que antes señalé.
En fin, esa discusión da para largo.
Yo solo deseo poner énfasis en un punto. Me hubiera gustado mucho que estuviese presente el Subsecretario de Desarrollo Regional y Administrativo para que se hubiera referido a él.
Observo que en el diseño que lleva a cabo el proyecto estamos instalando una suerte de bomba de tiempo, un área de discordia, por el choque de competencias que necesariamente en su minuto llegará a producirse.
El texto de la iniciativa crea el cargo de presidente del consejo regional como una autoridad distinta del intendente.
El señor LARRAÍN .-
¿En qué proyecto está eso? ¡A lo mejor Su Señoría se equivocó de discusión!
El señor ÁVILA.-
¡Cómo en qué proyecto!
El señor LARRAÍN.-
Eso no figura en el articulado.
El señor PROKURICA ( Vicepresidente ).-
¿Quiere solicitar una interrupción, Senador señor Larraín?
El señor LARRAÍN .-
No.
El señor ÁVILA.-
En realidad, me está haciendo una sigilosa observación, que atenderé una vez que culmine mi intervención.
En todo caso -por si algún asidero pudiere tener lo que me acaba de manifestar el Honorable señor Larraín -, de existir una disposición como la que cito, me parece que generaría un foco de conflicto por las competencias en pugna que chocarían una vez que cada una de esas autoridades desarrolle la función que estima propia de su cargo.
En resumen, señor Presidente , el tema de la institucionalidad en Chile es el principal obstáculo para la descentralización del país. Y esto se resuelve con una nueva Constitución.
Como se trata de lo que denominé una "corrección democrática", naturalmente apoyaré la elección directa de los consejeros regionales. Y quedaremos a la espera, como siempre, de que las medidas que apunten a una auténtica descentralización sean debidamente consideradas, pero no como hasta ahora, bajo impulsos espasmódicos del Estado, sino mediante la solución de fondo, cual es, llamar a una nueva Asamblea Constituyente para que en el futuro nos rija la Carta Fundamental del Bicentenario.
He dicho.
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