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El señor GAZMURI.-
Señor Presidente , con razón se ha dicho que este debate es, sin duda, de carácter histórico. En efecto, después de casi 120 años de vigencia de la Ley de Matrimonio Civil, se abre por primera vez en el Senado una discusión sobre el divorcio vincular.
No es la primera ocasión en que el Parlamento se enfrenta a esta materia. Incluso, cuando se aprobó el Código Civil surgieron algunas voces en cuanto a que tal texto legal no incluía una disposición en tal sentido, la cual sí contemplaba el Código Napoleónico, que fue la inspiración del nuestro y de la Ley de Matrimonio Civil.
Ya en 1914 el Diputado Frigolett elaboró un proyecto de acuerdo que no fue acogido.
Si uno revisa la historia legislativa del siglo pasado, podrá apreciar que con frecuencia se presentaron iniciativas legales en la Cámara de Diputados, ninguna de las cuales tuvo mayor éxito. En 1924 hubo una moción del Diputado Hernán Figueroa Anguita . En 1927 se vuelve a plantear otra. En 1933 se presenta una moción apoyada por figuras importantes de la Cámara de Diputados en aquella época, como don Pedro Enrique Alfonso, don Humberto Álvarez, don Fernando Maira , algunos de los cuales fueron después Senadores. En los años 60 se reanuda la discusión acerca del tema. La Diputada Inés Enríquez intenta generar en Chile un gran debate sobre la necesidad de establecer una forma de resolver el problema de las rupturas matrimoniales irremediables. En 1969 y 1970 se formularon diversas iniciativas sobre el particular por Parlamentarios de distinto signo político. La Cámara Baja registra una de los Diputados Naudón y Carlos Morales, y otra, en 1971, del Diputado Osvaldo Gianini .
Sin embargo, a pesar de que uno podría suponer que se trataba de una necesidad con bastante fuerza en la sociedad, ninguna de tales mociones logró superar siquiera el trámite en la otra rama del Congreso.
Sin duda, la reiterada dificultad para enfrentar tan relevante materia se debió al considerable peso que ha ejercido durante toda la vida política del país la Iglesia Católica, que ha mantenido una posición irreductible -respetable, pero irreductible- al respecto, afirmando la indisolubilidad total del vínculo matrimonial, sin aceptar ninguna excepción, y siguiendo dos líneas de argumentación que se han repetido en el debate desarrollado en el Senado. En primer lugar, las propias convicciones de la Iglesia Católica, consagradas finalmente en el Derecho Canónico y en su doctrina sobre el matrimonio. Esta última, como ya se ha indicado aquí, es relativamente reciente en la larga historia de esa Iglesia, pues fue establecida sólo en el siglo XVI durante el Concilio de Trento. Y en segundo término, afirmando el carácter indisoluble absoluto del vínculo matrimonial, el cual se desprendería del Derecho Natural, cuya interpretación se reserva la máxima jerarquía católica.
Debo decir que sobre el punto existen, por cierto, opiniones muy diferentes en la sociedad chilena. Están las de diversas iglesias, fundadas en los mismos principios esenciales de la fe católica, algunas de ellas con una sólida tradición teológica, como la Anglicana y la Luterana, que interpretan el Derecho Natural de una manera distinta de la que lo hace el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. También hay abundante teología, incluso de origen católico, para no hablar del conjunto de corrientes humanistas en nuestra cultura y en nuestra sociedad, que consideran que, sin perjuicio de la definición de matrimonio contenida en el Código Civil -a la cual me referiré enseguida-, el carácter indisoluble del vínculo bajo toda circunstancia no resulta razonable a la luz de la ética que debe presidir las relaciones matrimoniales o entre hombres y mujeres.
No obstante lo anterior, como la vida es más dura que cualquier dogmática, se han encontrado fórmulas para resolver el problema de las rupturas matrimoniales irreparables. La solución -por así llamarla- chilena, constituida por nuestro actual mecanismo de nulidad, que opera sobre la base de un engaño colectivamente aceptado, es la más perversa de todas.
La Iglesia Católica también ha buscado soluciones para remediar tal situación entre sus fieles, y la que encontró, después del Concilio Vaticano, consistió en ampliar y flexibilizar extraordinariamente las causales de nulidad, que eran muy pocas y que se han ido extendiendo de manera notable durante el último tiempo en el Derecho Canónico, al punto que un ilustre prelado del catolicismo chileno ha llegado a decir que, a su juicio, el 40 por ciento de los matrimonios celebrados bajo la legislación católica podría adolecer de algún vicio de nulidad.
Por lo tanto, la primera afirmación que quiero hacer en relación con el proyecto es que aquí no está en discusión ni nuestra concepción de la familia como núcleo fundamental, ni la relevancia del matrimonio en la sociedad contemporánea en general y en la chilena en particular. Y lo digo con mucha fuerza, porque se ha reiterado el argumento de que una legislación sobre divorcio vincular finalmente debilita la institución familiar y el matrimonio. Eso no es así. No se halla en discusión la concepción del matrimonio civil. De hecho, la iniciativa que nos ocupa no modifica el Código Civil, que lo define como "un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente".
Es decir, se consigna en la ley civil la aspiración de la sociedad, que además es el anhelo natural de quienes acuden a contraer el vínculo: que el matrimonio se prolongue por toda la vida.
Y se mantienen también, sin alteración, los preceptos que todos los que nos hemos casado tuvimos que escuchar de parte del oficial del Registro Civil en cuanto a los derechos y deberes que otorga este contrato solemne.
Asimismo, el artículo 1º del proyecto establece que "La familia es el núcleo fundamental de la sociedad", y agrega que el matrimonio es la base principal -no la única- de la familia.
Por consiguiente, reitero que aquí no está en discusión, ni la naturaleza del matrimonio en la legislación civil, ni la importancia de la familia en el orden de la sociedad.
Y la definición actual de la institución la comparte, a mi juicio, el ciento por ciento de los chilenos, incluidos, desde luego, todos los que profesan la fe católica. No existe contradicción alguna entre la naturaleza del vínculo matrimonial consagrado en el Código Civil -que se mantiene en la iniciativa en análisis- y la del matrimonio aceptado en el Derecho Canónico y la doctrina católica.
Otro asunto digno de considerar en cualquier política tendiente a fortalecer a la familia -que siempre es un debate útil de hacer y de profundizar- se refiere a que, como toda organización social, constituye una institución sujeta a mutaciones, transformaciones y nuevas exigencias, y que en el mundo moderno y contemporáneo se ha visto enfrentada a tensiones y problemas muy distintos de los de otras épocas.
De manera muy tímida, y a partir del siglo XIX, el matrimonio comienza a evolucionar, en sus fundamentos sociológicos y éticos, respecto de lo que fue durante largos períodos de la historia de la Humanidad, en por lo menos dos aspectos.
El primero es la idea del libre consentimiento como un elemento central. Esto no siempre fue así. Conocemos un gran número de uniones por conveniencia, por tradiciones familiares o por lazos patrimoniales. Y el segundo alude a la idea, también muy moderna -es del siglo XIX-, de que la base de la convivencia está constituida por el amor. En mi concepto, ello hace que el matrimonio moderno sea más sólido en una dimensión, pero más frágil en otra.
A lo anterior se agregan nuevos fenómenos surgidos durante los siglos XX y XXI. Entre ellos, cabe mencionar la igualdad de géneros; la creciente igualdad de la mujer, que afecta notablemente la distribución de roles al interior de la institución del matrimonio y la familia; la afirmación cada vez más poderosa de que los niños también son sujetos de derecho, lo que a la larga provoca transformaciones muy profundas en las relaciones entre diversas generaciones y especialmente entre padres e hijos; y, por último, como fenómeno también característico del siglo XX, el extraordinario proceso de urbanización que experimentan Chile y el mundo, lo cual lleva a que muchos de los elementos tradicionales de las familias conservadoras, más bien agrarias, reciban el impacto de tales cambios, con las consecuencias que derivan de ellos, como tensiones sociales y de otro tipo. Eso hace que la institución familiar, y, por tanto, el matrimonio, estén sometidos a nuevas presiones. Y cualquier política de familia, en una sociedad como la nuestra, debería atender a todos esos factores.
Sobre este punto algunos señores Senadores ya han hecho algunas reflexiones. Sólo quiero decir que en Chile existe una tendencia notable al decrecimiento de matrimonios. La cifra es muy impresionante: entre 1980 y 2002 disminuyeron en 25 mil anualmente, pues en 1980 se celebraron 86 mil, y en 2002, sólo 61 mil. A su vez, en los últimos 22 ó 23 años el número de nulidades -nulidades fraudulentas- se multiplica por dos.
No será la iniciativa en debate la que solucione tales problemas, sino que habrá de hacerlo la sociedad a través de procesos múltiples. Entre otras cosas, las políticas públicas deberían dar condiciones de estabilidad, de seguridad económica y ciudadana a las nuevas familias.
Por lo tanto, lo que ha provocado discusión acerca de la ley en proyecto es cómo resolver socialmente las rupturas irreparables y la forma en que los cónyuges deberán mantener sus responsabilidades sobre los hijos y, a su vez, podrán contraer nuevamente el vínculo matrimonial.
Valoro el trabajo de la Comisión de Constitución, ya que por primera vez se logra traer a la discusión en la Sala una iniciativa que incluye el divorcio vincular.
Hay elementos que rescato del proyecto, que básicamente se refieren a la gran preocupación que trasunta sobre los derechos de los hijos, en el sentido de que queden debidamente resguardados en todas las rupturas matrimoniales; a la afirmación de la protección del cónyuge más débil, y a las fórmulas genéricas para resolver las rupturas irreparables, que son la separación jurídica, la nulidad y el divorcio vincular. Este último comprende las tres modalidades -que también considero un gran avance-: la falta imputable al otro cuando hay delitos muy severos contra los deberes conyugales, el mutuo consentimiento y el término efectivo de la convivencia.
Sin embargo, en su articulado específico es una iniciativa todavía imperfecta, engorrosa y, en algunos aspectos, contradictoria. Y, por consiguiente, vamos a plantear -formalmente lo haré- también distintas indicaciones durante su discusión particular.
En esta oportunidad, deseo referirme sólo a algunos de los aspectos que considero particularmente imperfectos.
El primero tiene que ver con el Capítulo II, donde se tratan los requisitos de validez del matrimonio y se fijan nuevos impedimentos para su realización, que vienen recogidos fundamentalmente del Derecho Canónico, los cuales no me parece que deban establecerse en la ley civil.
A mi juicio, respecto del matrimonio civil corresponde colocar los impedimentos más graves, más evidentes, demostrables sin género de dudas. Y, en particular, hay dos que son muy impropios de una legislación civil.
Primero, el número 4º del artículo 5º -todos se encuentran consignados en este precepto- señala que no podrán contraer matrimonio -o sea, un carácter inhabilitante del mismo, y que, por tanto, después permite reclamar la nulidad- los que "carecieren de suficiente juicio o discernimiento para comprender o comprometerse con los derechos y deberes esenciales del matrimonio;".
Lo señalado otorga a la ley y, en consecuencia, al Estado, intromisión en un asunto en el cual un Estado laico no debería intervenir. Es muy difícil que alguna autoridad pueda definir si al momento de contraer matrimonio los cónyuges tenían suficiente juicio o discernimiento para comprender o comprometerse con los derechos y deberes esenciales del matrimonio. Ello puede ser razonable en el Derecho Canónico, donde las partes voluntariamente se someten a tribunales a los que dan la facultad para injerencias muy profundas en su vida privada. Otorgar este derecho a la autoridad pública me parece claramente reñido con los principios básicos de un Estado laico y puede vulnerar severamente la intimidad de las personas.
Hay un segundo impedimento, establecido en el artículo 8º, número 2º -que, además, tiene mala redacción, pero no me referiré al aspecto formal-, que expresa: "Si ha habido error acerca de alguna de sus cualidades personales [de los contrayentes] que, atendida la naturaleza o los fines del matrimonio, ha de ser estimada como determinante para otorgar el consentimiento,".
Lo anterior entrega al Estado la capacidad para juzgar si los contrayentes tenían las calidades personales requeridas por la naturaleza del vínculo matrimonial. También considero este impedimento completamente impropio de una legislación civil.
Estas prohibiciones, claramente, no están puestas allí por azar, sino para permitir después -cuando se abordan las distintas maneras de resolver las rupturas matrimoniales- establecer y ampliar las causales de nulidad.
Tengo la opinión de que las causales de nulidad en la ley civil deberían ser muy determinadas, tendrían que existir impedimentos muy claros, fácilmente discernibles, lo más objetivos posible, y no los que he mencionado.
Me parece que el esfuerzo que ha hecho la Comisión, en cuanto a lo expuesto, es impropio. Otra cosa es que los católicos se sometan al Derecho Canónico. En tal caso, ni yo, ni nadie, ni menos la ley podría tener injerencia respecto de ello. Pero esos son actos libres, que no emanan ni de la ley ni del Estado, sino de las convicciones más íntimas de las personas y de su relación voluntaria, en este caso, con la Iglesia Católica.
Por tanto, creo que durante la discusión particular se debe hacer una restricción severa de las causales de nulidad. Pienso que aquí estamos hablando no del matrimonio, sino del tipo de Estado que queremos, de la relación que establece éste con los ciudadanos, y en donde no puede tener intromisiones indebidas en la conciencia individual ni en la intimidad de las personas. Esto me parece un principio esencial de un Estado laico y democrático.
En segundo lugar, considero...
El señor BOMBAL ( Vicepresidente ).-
Señor Senador, le solicito que redondee la idea, pues ha terminado su tiempo.
El señor GAZMURI.-
Muy bien, señor Presidente.
Decía que hay que resolver lo relativo a los plazos, que me parecen excesivos, se trate del divorcio por mutuo consentimiento o por cese de la convivencia. Eso se verá en la discusión particular, pero pienso que tres y cinco años son períodos excesivamente largos.
Finalmente, deben someterse a un escrutinio mucho más severo, detallado y técnico todos los procedimientos que se proponen en materia de conciliación y de mediación. Es preciso tener en cuenta cuáles son la naturaleza específica y la utilidad de estas figuras jurídicas, para que quede también debidamente resguardada la libertad esencial de las personas.
He dicho.
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