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El señor NOVOA .-
Señor Presidente , estamos convocados a votar un proyecto que modifica la Ley de Matrimonio Civil y que propone establecer en Chile el divorcio vincular, incluso a través de la petición de uno de los cónyuges y a pesar de la oposición del otro.
Para fundamentar mi voto, considero necesario reafirmar cuál es la médula de la iniciativa, en torno a la cual gira el debate que ha preocupado al Senado y ha concitado el interés de la opinión pública.
El punto central radica en permitir que quienes hayan celebrado un matrimonio plenamente válido contraigan uno nuevo, dando por terminado el vínculo anterior.
Durante el debate, que se ha prolongado por años, se ha esgrimido una cantidad de argumentos para favorecer una ley de divorcio, la que, en opinión de sus partidarios, resolvería diversas dificultades que la legislación vigente ha sido incapaz de abordar.
Se quiso hacer aparecer a la institución del matrimonio indisoluble como la causa de una cantidad de males, y a quienes la defendían y defienden, como personas absolutamente desvinculadas de la realidad.
"No se puede ignorar que muchos matrimonios fracasan", nos decían, como si no supiéramos cuán duro y frecuente es ese hecho.
"Hay que proteger a la mujer", "Hay que terminar con la farsa de las nulidades", "Hay que hacerse cargo de las consecuencias de las rupturas", eran los argumentos repetidos hasta el cansancio y hasta lograr convencer a una mayoría de los chilenos de que ninguna de esas cuestiones encontraba un cauce de solución en la legislación y de que, por ello, era preciso establecer el divorcio vincular.
Nada más falso que lo anterior.
Desde luego, no hay quien desconozca que muchos matrimonios fracasan, ni tampoco alguien -al menos que yo sepa- que esté por obligar a mantener la convivencia a aquellos que no pueden llevar a cabo una relación matrimonial en forma normal. Nadie pretende, mediante una coacción legal, mantener unido lo que se ha roto.
Tampoco hubo nunca discrepancia en cuanto a la necesidad de dar un cauce jurídico a las separaciones, a establecer normas que permitan proteger a los hijos cuando tienen lugar las rupturas conyugales o a resolver las dificultades de tuición, patrimoniales u otras que surgen entre marido y mujer cuando un matrimonio fracasa.
Nuestra legislación ha contemplado, y contempla, abundantes disposiciones para enfrentar las graves consecuencias de las rupturas matrimoniales. Las preceptivas sobre alimentos, separación de bienes, liquidación de la sociedad conyugal, menores e institución del divorcio, temporal o perpetuo, reconocen la realidad de los fracasos y se hacen cargo de corregir, en la medida de lo posible, los daños que aquéllas originan.
Que dicho ordenamiento puede y debe ser mejorado, resulta evidente. Pero ésa no es la preocupación principal de quienes propician una ley de divorcio, como no lo es tampoco terminar con el fraude de las nulidades matrimoniales.
De lo que se trata en este proyecto es de abordar un aspecto del problema, el único que la institución del vínculo indisoluble no puede solucionar, cual es permitir que quienes han celebrado válidamente un matrimonio con la intención de formar una familia y vivir juntos para siempre contraigan, cuando fracase esa unión, otro con el mismo valor y con igual propósito. Y así, sucesivamente.
En otras palabras, se trata, como han dicho los partidarios del divorcio, de reconocer el "derecho a rehacer la vida".
La controversia reside, entonces, en ese único pero importantísimo punto. Y quise explicitarla para graficar en forma clara que los legisladores nos hallamos frente a una disyuntiva muy nítida: o reconocemos ese "derecho a rehacer la vida", lo que supone aceptar que el matrimonio deja de ser una unión permanente, para toda la existencia, ya que para contraer el segundo necesariamente habrá que terminar con el primero; o no lo reconocemos, al menos con la plenitud y fuerza que entrega el vínculo indisoluble.
Desgraciadamente, no es posible atender el reclamo, o derecho, de quien quiere contraer un nuevo matrimonio, habiendo válidamente celebrado uno anterior, sin debilitar con ello, de manera inevitable, la institución que nos ocupa.
Varios señores Senadores que me antecedieron en el uso de la palabra han descrito acertadamente la situación como un conflicto de derechos o intereses. Un choque entre un bien individual que se persigue y el bien común, cual sería la institución del matrimonio indisoluble.
La disyuntiva no es fácil. Porque hay que reconocer que ese bien individual lo buscan muchas personas, ya que el drama de los fracasos matrimoniales es frecuente, y, además, porque la legislación pertinente se haría cargo, también, de dar un marco jurídico más sólido -dentro de la solidez relativa con que deberemos considerar a partir de ahora la unión conyugal- a las parejas y familias que los divorciados volvieran a formar.
No obstante la dificultad que presenta definirse frente a una disyuntiva tan importante como ésta, que incide en los aspectos más íntimos pero a la vez esenciales de las relaciones humanas, en conciencia creo firmemente que el matrimonio indisoluble es la mejor opción para servir de base a una sociedad que permita un desarrollo más pleno y feliz de quienes la conforman.
Muchas razones me mueven a reafirmar mi opción por el matrimonio indisoluble, aun en momentos en que la institución matrimonial se halla de alguna manera desvalorizada, tanto por las rupturas, hoy más frecuentes que antes, como por el hecho de que en muchos casos ni siquiera existe interés en formalizar las uniones de pareja.
La primera de ellas dice relación a que, a mi juicio, el matrimonio para toda la vida es la forma de unión entre un hombre y una mujer que más se aviene a la naturaleza humana.
Los seres humanos nacemos indefensos. No tenemos, a diferencia de otros animales, la posibilidad de valernos por nosotros mismos casi inmediatamente después de nacer. Un niño o una niña no cuidado y alimentado en los primeros años de vida se halla condenado a morir.
Del mismo modo, la naturaleza humana, a diferencia de los demás animales, exige para que una persona se desarrolle como tal condiciones que suponen una vinculación más estable con sus progenitores. El hombre, como ser racional y espiritual, requiere aprender, educarse, desarrollar la afectividad, conocer valores, formar y fortalecer su espíritu. El desarrollo del intelecto, de la afectividad y de la espiritualidad, características distintivas de los seres humanos, toma un tiempo importante de nuestra vida. Así quedamos preparados para enfrentar la existencia por nosotros mismos, para, hacia el final de ella, depender nuevamente de otros.
Ese ciclo de vida, dado por la naturaleza, exige un núcleo que cobije al ser humano y lo acompañe siempre. Ésta es la primera razón, la más elemental, la que surge de observar la naturaleza del hombre aun en la individualidad de cada ser.
La existencia de diversos núcleos familiares, la separación de los hijos de sus padres, la ausencia de una vida en común, no se avienen con las mejores condiciones que demanda el desarrollo pleno de la persona. Y ello, como lo veremos más adelante, se encuentra ampliamente demostrado por toda la evidencia empírica sobre el particular.
Sabemos que ese núcleo completo y estable que necesita la naturaleza humana para su pleno desarrollo muchas veces no se logra y que de ello resultan situaciones individuales y sociales que se deben atender. Pero buscar la solución para esos casos, ¿justifica debilitar o romper la forma de unión que más se aviene con ella?
La segunda de las razones dice relación también a la naturaleza humana, pero considerada desde la perspectiva de que el hombre es un ser social.
Nadie en la Sala ha negado que la familia es la base de la sociedad. Todos han señalado que quieren fortalecer la familia. Tampoco se halla en discusión, por lo menos en este Hemiciclo y a raíz del proyecto de ley en estudio, que se busca robustecer la unión estable entre un hombre y una mujer, de manera que ellos y sus hijos puedan desarrollarse en la forma más completa posible. En consecuencia, afortunadamente, por ahora no hay necesidad de argumentar en torno a que el bien deseado es vigorizar la familia ni respecto de qué entendemos por ella.
Los partidarios del divorcio pueden creer legítimamente que fortalecen la familia al sostener que buscan dar a la nueva unión que se forme el mismo nivel de reconocimiento legal que a aquellas que se configuran por primera vez.
No desconozco la buena intención que los motiva. Sin embargo, me parece que, en su intento por reconocer a quienes han sufrido una ruptura matrimonial "el derecho a rehacer su vida" mediante la celebración de un matrimonio con la misma fuerza y validez que el anterior, para lo cual la legislación debe declarar "disoluble" al primero, dan un duro golpe a la estabilidad familiar.
Baste señalar que el contrato matrimonial, base de la familia, podrá ser disuelto por la voluntad de una de las partes y que muchos colegas objetan que el proyecto ponga trabas o dificulte esta causal de disolución, que en la antigüedad se llamaba "repudio" y que se ejercía, normalmente, cuando el hombre repudiaba a su mujer, la abandonaba y la dejaba en la indefensión, como probablemente volverá a ocurrir ahora, mal que les pese a quienes creen estar defendiendo a los más débiles.
La ruptura unilateral del vínculo difícilmente puede ser considerada una solución que fortalezca a la familia.
De igual forma, dentro de la lógica del divorcio vincular, y tal como lo señaló un señor Senador que me antecedió en el uso de la palabra, "es obvio que la causal de mutuo consentimiento es un punto de partida indispensable".
El problema radica en que ese mutuo consentimiento, que no se da en un ambiente de normalidad sino en medio de una crisis muy fuerte, como es la ruptura de un matrimonio, a menudo o muchas veces olvida que hay hijos que sufrirán las consecuencias de ella. Este mutuo consentimiento, siendo preferible al caso de las rupturas litigiosas y escandalosas, hace perder también fuerza al matrimonio y, con ello, debilita a la familia.
Tal como lo señaló un señor Senador de nuestra bancada, "una unión que puede terminarse en cualquier momento es por definición inestable, carece de toda certeza en cuanto a su permanencia en el tiempo y, por lo mismo, no puede sustentar la entrega total entre los cónyuges y de éstos a los hijos".
Pueden darse muchos argumentos a favor del divorcio, pero no es sostenible aquel que pretenda justificarlo diciendo que con ello se fortalece a la familia.
Existe una especie de "pecado original" en esta discusión, cual es no reconocer que cuando hay un fracaso matrimonial, cuando no sólo se acaba el amor sino que la convivencia se hace imposible, se producen daños irreparables. Frente al daño generado, la legislación puede buscar mitigaciones, compensaciones, fórmulas para sobrellevar mejor o peor la situación; puede estimular algunas conductas y desincentivar otras, pero no hacer milagros.
Así como ha de reconocerse que la institución del matrimonio indisoluble deja sin solución plena la aspiración legítima de quienes quieren contraer un nuevo vínculo, los partidarios de privilegiar ese derecho deben reconocer también que el divorcio vincular debilita la fuerza del matrimonio y, como lo demuestran estudios realizados en diversos países, no fortalece a la familia.
Esa constatación me lleva a desarrollar mi tercera argumentación a favor del matrimonio indisoluble, cual es la negativa experiencia que han tenido todos los países, sin excepción, después de haber dado paso al divorcio vincular.
Como se ha señalado reiteradamente en este debate, resulta difícil aceptar que los partidarios del divorcio hagan caso omiso de las elocuentes cifras que demuestran cómo se han debilitado el matrimonio y la familia, según estudios realizados en naciones desarrolladas.
Conforme ya se expresó, en Bélgica, a menos de 10 años de vigencia de la ley de divorcio, las rupturas aumentaron de 15 a 60 por ciento; en Canadá, de 14 a 45 por ciento; en Inglaterra, de 17 a 54 por ciento.
Con la instauración del divorcio, nada se consiguió en esos países en materia de fortalecimiento de la familia. Al contrario, creció la tasa de divorcios y, con ello, se incrementaron y agravaron los problemas sociales que las rupturas llevan consigo.
En efecto, muchas más mujeres han empeorado su nivel de vida, ya que normalmente ellas quedan en situación económica desmedrada, con el agravante de que deben hacerse cargo de los hijos.
Evidencias empíricas señalan que cada vez son más los hijos provenientes de familias destruidas que tienen problemas de rendimiento escolar, de aprendizaje y de adaptabilidad social.
Por cierto, la institución del matrimonio indisoluble no es garantía de que no habrá rupturas, por lo que los problemas ya indicados se dan también, y con mucha frecuencia, aun cuando la legislación no contemple el divorcio vincular.
El punto estriba en que el divorcio vincular no remedió las rupturas ni sus negativos efectos; al contrario, como lo demuestran esos datos, que no han sido rebatidos, la debilidad del vínculo produce más rompimientos, con lo cual aumentan los dramas sociales y humanos ya descritos.
Las cifras que he señalado son el reflejo de una realidad dolorosa que nos debiera hacer meditar en torno a la necesidad de fortalecer la familia y no debilitarla, por muy buenas que sean nuestras intenciones.
Esta reflexión en cuanto a fortalecer la familia me lleva al cuarto argumento para defender mi posición frente a este proyecto de ley.
Creo firmemente que la ley, junto con hacerse cargo de la realidad y de regular las conductas sociales, tiene también el rol de orientar dichas conductas hacia las exigencias o necesidades del bien común. Ella puede incentivar algún tipo de conductas y desincentivar otras.
En esta materia, resulta claro que hay una forma de organización social, la del matrimonio indisoluble, que estimula o debiera estimular las conductas tendientes a mantener el vínculo contraído.
Es evidente que los problemas que se pueden suscitar en una vida en común son múltiples. Si no nos formamos en la convicción de que el matrimonio es uno y para siempre, la tendencia a buscar el divorcio como solución a los problemas que nos depara la vida prevalecerá por sobre aquellas otras conductas que nos imponen sacrificios y renunciamientos para evitar la ruptura del vínculo.
Al abandonar ese rol iluminador de la legislación y aceptar que el matrimonio no sea para toda la vida, se produce un doble efecto: no sólo aumentan los divorcios, sino también los casos de uniones informales.
Deseo agregar que, en estricto rigor, el matrimonio no es una institución creada por el Estado: es una institución emanada de la naturaleza humana, producto de una larga evolución en la cual el hombre fue buscando la manera más adecuada para prolongar la especie, desarrollarse plenamente como ser humano y organizarse socialmente.
Frente a esta institución, el Estado debe regular sus efectos, fundamentalmente los que tengan trascendencia social. El matrimonio, así como el ideal de familia que uno busca crear, al igual que toda obra humana, como todo proyecto, como toda ilusión, puede frustrarse y fracasar. El Estado también debe regular los efectos de ese fracaso; pero al hacerlo no puede desconocer la esencia propia de la institución que está regulando. Y me parece inconveniente dar a las personas una señal en el sentido de que se pueda interpretar que es posible entrar en este vínculo y salir de él a semejanza de cualquier otro contrato, o incluso con menor fuerza obligatoria, como ocurriría si se aceptara el divorcio unilateral sin mayores restricciones, según proponen algunos.
Las anteriores son las razones que me mueven a votar en contra de la idea de legislar. Lo hago por consideraciones estrictamente relacionadas con la mejor forma en que, a mi juicio, debería organizarse la sociedad. En esta posición no hay para nada envueltas consideraciones de tipo religioso, ya que, si se tratara de ello, no creo que sería legítimo imponer las convicciones religiosas, por respetables que sean.
Tampoco existe en mi argumentación nada que pueda ser estimado una descalificación hacia quienes sostienen una posición distinta, ni menos un reproche inmoral. Asimismo, no creo que asumir una u otra postura debiera dar motivo a descalificaciones recíprocas.
Entiendo que quienes votan a favor de este proyecto lo hacen en el convencimiento de que el bien que persiguen es superior a los efectos negativos que esta normativa pueda traer a la sociedad. Ello me permite exigir de su parte el mismo respeto a mi posición.
Antes de concluir, me referiré a dos aspectos que, si bien serán materia de la discusión particular, tienen una naturaleza que amerita su consideración en el debate general.
Uno dice relación a la norma de la iniciativa que pretende dar validez civil al matrimonio religioso. Opino que ella es inconveniente, pues nada agrega a la fuerza indisoluble que pueda tener aquél, según sea la confesión de que se trate. Y creo que podría debilitar la institución del matrimonio, ya que por una parte se expresa que el matrimonio religioso producirá los mismos efectos que el civil, pero por otra se fija una serie de requisitos que en la práctica significan volver a celebrar un matrimonio civil.
El segundo punto se refiere a la conveniencia o inconveniencia de establecer la opción para que algunas personas escojan entre un matrimonio indisoluble y otro que no lo sea.
Los argumentos dados para justificar una institución que contemple esa opción se basan en el respeto a la libertad individual.
Si el divorcio vincular persigue como uno de sus fines reconocer el derecho a rehacer la vida, ¿por qué no reclamar del Estado, invocando esa misma libertad personal, el derecho a optar por un matrimonio indisoluble?
Vale decir, los que se oponen al divorcio reciben o recogen de los partidarios de él argumentos para establecer una opción.
Por su parte, los partidarios del divorcio consideran que éste debería imponerse en nuestra legislación, por los innumerables beneficios que trae consigo. Sin embargo, señalan que sería una presión ilegítima exigir a los cónyuges, al momento de contraer matrimonio, optar por una fórmula u otra. No me parece que eso sea consistente con las bondades que se proclaman.
Por mi parte, creo que no debería existir tal opción. El matrimonio es una institución fundamental de la organización social. Siendo así, no considero conveniente que sus efectos sean distintos, según la voluntad de los contrayentes.
Se quiere establecer la posibilidad, ante un matrimonio débil, de optar por uno más fuerte. ¿Pero qué impediría que en el futuro, sobre la base del mismo planteamiento de la libertad individual, se incorporara una alternativa que debilitara aún más el matrimonio, o que se establecieran formas muy contrarias a lo que nuestra sociedad quiere?
A mi modo de ver, la institución del matrimonio es una sola y debe ser regulada con coherencia interna. Y si en definitiva el Senado aprueba el divorcio vincular, no es adecuado consagrar formas distintas de matrimonio, porque lo debilitarían todavía más.
Por las razones expuestas, votaré en contra de la idea de legislar, ya que el concepto central del proyecto, que es establecer el divorcio vincular, deterioraría a la familia.
He dicho.
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