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El señor MUÑOZ BARRA.-
Señor Presidente , la vuelta de la inestabilidad política a Latinoamérica transforma en urgente la necesidad de terminar, de una vez por todas, la discusión constitucional en Chile; esto es, que por fin después de más de veinte años tengamos una Constitución aceptada en sus bases esenciales por una clara mayoría de la población.
No digamos que Chile es distinto, porque así se pensó entre 1924 y 1932 y en los años setenta, y nos hundimos -como recordaremos- en el marasmo latinoamericano al estilo de los peores ejemplos de éste.
Tampoco es válido el argumento de que a pesar de esta discrepancia el país ha funcionado perfectamente. Incluso los más audaces sostienen que ello es así gracias a las llamadas "barreras autoritarias" de la Constitución de 1980.
Creo que ha llegado la hora de hablar en consenso. El país ha funcionado muy bien, no por las instituciones, sino porque no ha habido que recurrir a ellas. Pongo un solo ejemplo, pues en algún momento incluso corrió el rumor de que estuvo a punto de producirse: un país donde dos personas pueden convocar al Consejo de Seguridad Nacional, que incluye al Presidente de la República , y hacer aprobar dentro de dicho organismo una reprensión al Parlamento o al propio Primer Mandatario, es absolutamente "de Ripley". Si alguien piensa que semejante Presidente de la República puede gobernar, cae en un error.
Por ello, en el exterior existe unanimidad para apreciar como antidemocrática la constitucionalidad chilena; aunque, al mismo tiempo, es errónea la creencia generalizada en el extranjero de que los militares siguen gobernando el país.
Tampoco resulta serio ni institucional que el Presidente de la República no pueda, por ejemplo, destituir a oficiales, no obstante que falten gravemente a su deber de acatamiento a la civilidad. Cuando se nos dice que la inamovilidad es relativa, resulta otro error, porque ¿alguien se imagina que el Consejo de Seguridad Nacional sea convocado, y que también concurra el propio afectado, para destituirse a sí mismo?
Lo que ha mantenido la institucionalidad chilena es la prudencia política que, si se hubiese tenido en 1973, no obstante todos los defectos de la Constitución de 1925, ciertamente no habría ocurrido un golpe militar. Fue la misma unidad de los civiles la que logró salvar la institucionalidad entre 1932 y 1958, período en que hubo serias amenazas a ella.
Las malas soluciones institucionales se advierten en los períodos de polarización, y rara vez cuando existe un gran consenso básico en la sociedad, donde la contienda política no alcanza grados de polarización que la hagan peligrar.
Si miramos lo ocurrido a partir del plebiscito de 1988, los problemas políticos que hemos vivido han sido propios de toda transición y, fundamentalmente, se refieren al reacomodo de las Fuerzas Armadas en sus funciones habituales y a las secuelas producidas por su intervención en política. Incluso, algunos de ellos han sido bastante tensos, pero se han resuelto sin que al respecto nada tengan que ver las instituciones.
Las dificultades más graves han sido provocadas justamente por las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional. Pero, como señalaba, las autoridades civiles y militares, con gran prudencia, evitaron conflictos mayores.
Sin embargo, ahora la política chilena ha mostrado un cambio fundamental. Desde el plebiscito de 1988 hasta la elección parlamentaria de 1997, las únicas incógnitas radicaban en saber por cuántos votos ganaba la Concertación y en qué circunscripción se producía doblaje a su favor, determinándose así la mayoría en la Cámara de Diputados, pero no en el Senado, donde la Oposición, en los asuntos más trascendentales, contaba primero con la unanimidad de los Senadores no electos y, luego, con la mayoría de ellos.
En la elección de 1997 se produjo un llamado de alerta a la Concertación que, lamentablemente, no supimos responder. En ese momento se registró un incremento en los votos nulos, blancos y abstenciones. Y después, en las municipales de 2000, hubo gran ganancia de alcaldes para la Oposición, debido a los defectos de la ley electoral respectiva, hoy corregidos, y a grandes errores de la Concertación.
Ahora se han ido acortando las cifras, y aunque la Concertación gana todavía en los comicios municipales y parlamentarios, nadie está en condiciones de pronosticar el resultado de las próximas elecciones municipales y, peor aún, el de la presidencial del 2005, y cómo éste va a repercutir, a su turno, en las parlamentarias conjuntas con ella. Esto ya ha provocado rencillas políticas entre las coaliciones y, dentro de éstas, las que, en la medida en que se acerque la fecha correspondiente, se irán agravando.
Todo indica que no estaremos excesivamente expuestos a los problemas económicos que afectan al resto de Latinoamérica y, en general, al mundo en vías de desarrollo, como se le dice comúnmente. Pero tampoco estamos indemnes de las consecuencias sociales que podrían producirse y, más que eso, de que penetren nuevamente en nuestra sociedad los peores virus del subdesarrollo, que son el populismo y la demagogia, sean de Izquierda o de Derecha .
Por otra parte, si ya estamos superando los peores problemas de la transición, no parece lógico que se deje rezagado este punto de las reformas, que es el único que nos está faltando para cerrar un capítulo complejo de la historia chilena. Y que no se nos diga que a la gente no le interesa el tema, porque ello va en contra del principio mismo del régimen representativo, adoptado por Chile y por todas las democracias del mundo.
No puede exigirse que cada ciudadano sea tan experto como para ser plenamente capaz de asignar a este tipo de asuntos la importancia que realmente revisten. La prioridad que la población otorga a otros problemas se halla más vinculada con su inmediatez y su figuración en los medios informativos, que con su real importancia.
En todo caso, las encuestas indican un apoyo abrumador a las reformas constitucionales. Y, entre otras materias. quienes hoy se oponen a ellas no tienen ningún problema en hacerse los desentendidos frente a opiniones contundentes de la población respecto del divorcio y otros temas valóricos. Felizmente, el proyecto relativo al divorcio va caminando a pasos seguros y definitorios.
En este esquema, aparece casi como la última oportunidad que tiene el país de solucionar uno de sus grandes motivos de discrepancia.
Los grandes defectos de la Constitución del 80 que aún subsisten son los mismos que se han estado planteando desde que ella se dictó hasta nuestros días, y que sólo han sido objeto de rectificaciones, pero no de cambio total. Se refieren básicamente a la composición del Tribunal Constitucional, y a la integración y sistema de elección del Parlamento, a las composiciones y funciones del Consejo de Seguridad, al papel de las Fuerzas Armadas en la institucionalidad, y al sistema de remoción de sus Comandantes en Jefe.
Hubo un aspecto que provocó gran controversia, y que fue la intervención de los Senadores institucionales para la formación de una mayoría en la Mesa de esta Corporación. De ahí que se haya puesto el acento en el tema, e incluso se proponga el término inmediato de los designados no electos como tales por la ciudadanía, punto que, personalmente, pienso que podría discutirse si hay un arreglo global en otro asunto muy relacionado, y en el que no hay aceptación por parte de la Oposición. Me refiero al sistema binominal.
La verdad es que no pueden desconectarse, porque forman un solo todo.
En efecto, con el sistema binominal, único en el mundo, ha ocurrido que en la práctica la mayoría de los Parlamentarios no son electos; son designados por las directivas de los Partidos Políticos.
Las opciones que se ofrecen a la ciudadanía en la mayoría de los casos, tanto en el de Diputados como en el de Senadores, se reducen a escoger dentro de cada coalición a una de las dos opciones que se le presenten.
Como en el Senado en el futuro predecible se empatará entre la Alianza y la Concertación en todas las circunscripciones, y sólo excepcionalmente podría esto último alterarse, cada coalición tiene un Senador seguro. Así ha ocurrido por segunda vez en las circunscripciones impares, y todo parece indicar que sucederá lo mismo para la próxima elección senatorial en las pares y Región Metropolitana.
Además, todo indica que en la Cámara de Diputados nos estamos acercando también al empate, y de ahí a la ingobernabilidad hay evidentemente un solo paso. Peor todavía si en materia de Senadores institucionales y vitalicios, donde la mayoría, que hoy es más proclive a la Oposición que a la Concertación, resulta de la tendencia contraria.
Se ha producido incluso, especialmente en la última elección, una nueva degradación de la voluntad popular. En varias circunscripciones, por acuerdo de los partidos u otras circunstancias, termina resultando que, dentro de cada coalición, postula realmente al cargo un solo candidato, con lo cual la elección se traduce en una mera aprobación o referéndum del electorado a lo negociado con las cúpulas partidistas.
Es curioso que en un país que se declara tan partidario de la libre competencia, ésta sea cada vez más escasa en la política. Y después queremos que la gente se interese en la política, para limitarse sólo a refrendar lo que los dirigentes políticos han acordado.
Se nos dice que al sistema binominal se debe la tranquilidad política que vive el país. Ya hemos desechado el argumento, pero queremos agregar que ello es tan poco efectivo como que el original sistema binominal, que fue modificado en la negociación política de 1989, prohibía las alianzas de partidos, y son éstas las que procuran el virtual empate político parlamentario que tanto gusta a algunos.
En segundo lugar, es cierto que ha desplazado a esas corrientes políticas pequeñas que solían complicar enormemente las fórmulas de Gobierno y corromper los usos políticos. Pero si en Chile se produjera, como ha ocurrido en tantos países, una erosión violenta y repentina de las fuerzas tradicionales e irrumpiera una nueva bajo la fórmula de un caudillo populista, esa marea no la detiene para nada el sistema binominal y, al revés, la favorece para introducir incluso afanes dictatoriales.
Se agregan también como argumento en contra de modificar el sistema binominal los inconvenientes que tenía el sistema de la cifra repartidora vigente en Chile hasta 1973. Hagamos la salvedad de que si hubiera habido un sistema de alianzas como hoy, se habrían producido efectos muy parecidos en cuanto a la estabilidad de las alianzas que hay actualmente con el sistema binominal.
Así fue como se dio la elección parlamentaria de marzo de 1973, entre la CODE y la UP, gracias al resquicio aceptado por el Tribunal Calificador de Elecciones de los partidos federados y confederados. Sólo que al interior de la coalición había bastante más movilidad que hoy día, por el mayor número de candidatos por circunscripción.
Esta misma corrección al sistema binominal permitiría naturalmente por sí sola un cambio importante.
Otra posibilidad es, en cambio, un sistema proporcional limitado. Es un problema de los técnicos electorales producir la fórmula adecuada, pero no creo que haya nadie que esté postulando la vuelta de lo que hubo en Chile hasta 1971.
Lo que sí me parece claro es que no vale para nada la pena eliminar a los Senadores no electos por la ciudadanía si no se corrige el sistema binominal. Ello se traduciría en un Parlamento empatado, con los graves riesgos indicados.
No solucionaríamos nada si no enfrentamos los dos problemas, ya que simplemente trasladaríamos la discusión de los Senadores institucionales y vitalicios al sistema electoral, continuando la misma pugna que hoy tenemos.
He dicho.
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