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- rdf:value = " El señor RÍOS (Vicepresidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Gazmuri.
El señor GAZMURI.-
Señor Presidente, una vez más nos hallamos frente a un proyecto de reforma –en este caso, de una ley orgánica constitucional- que, sin perjuicio del debate técnico-jurídico sobre si se requiere o no una enmienda de la propia Constitución, reviste una importancia decisiva para regular uno de los Poderes Públicos más importantes hoy en Chile y en el mundo moderno, como es la municipalidad.
Quisiera observar, en primer lugar, que siempre resultan muy complejos nuestros debates sobre aspectos que dicen relación a los elementos fundamentales de la institucionalidad política. Ha ido ocurriendo, en los casi diez años de transición, que se superponen unas reformas a otras. La que nos ocupa es la tercera que en ese período se estudia respecto de los sistemas de elección de las autoridades municipales. Y así ha sucedido en otros ámbitos de la institucionalidad política.
Estimo que nos encontramos frente a un dilema de fondo, que no es fácil de resolver. Y deseo expresar una breve reflexión sobre ese punto general antes de entrar en la discusión particular de la iniciativa.
En el país se enfrenta la dificultad de que la Constitución Política carece de uno de los fundamentos esenciales que una Carta debe presentar para ser efectivamente no sólo legítima desde el punto de vista formal, sino también eficiente desde el punto de vista social, político y cultural, que es el de que exista en torno a ella un acuerdo sustantivo de la mayoría ciudadana. Se trata de un elemento central de todo análisis político. Una Ley Fundamental resulta estable en la medida en que concita –repito- el apoyo de una mayoría sustantiva de la ciudadanía y de la nación.
Y aspectos centrales de la Carta no cumplen con esa condición por su origen. Porque las mayorías ciudadanas expresadas ya en siete elecciones generales, desde el plebiscito de 1988 a esta parte, han triunfado con planteamientos que introducen, conforme a los programas respectivos, reformas profundas a partes del texto, y, sin perjuicio de ello, esos aspectos centrales se han mantenido inmodificados: los que nosotros llamamos “enclaves autoritarios”. Por lo tanto, la Constitución plantea una cuestión de fondo, cual es la de que no suscita, en puntos esenciales, un acuerdo ciudadano mayoritario.
Lo anterior tiene que ver con las modalidades de nuestra propia transición. Ha faltado aquí lo que se ha registrado en muchos países después de trastornos institucionales graves, que es el ejercicio de un nuevo acuerdo constitucional. Y tengo la impresión de que en el tiempo venidero ése será un desafío mayor de la institucionalidad política. No creo que el asunto se resolverá en torno del proyecto en análisis, pero es la única manera de enfrentar una serie de debates institucionales con una visión de conjunto y, en consecuencia, de llegar a un acuerdo también de conjunto y de no seguir el camino de las reformas parciales, que no dan coherencia al sistema político.
Hemos llegado, con buenas razones, por ejemplo, a calendarios electorales como los que rigen para el año en curso y los siguientes, que son francamente absurdos. No son razonables, en una sociedad moderna, tres comicios generales en tres años: en 1999, de Presidente de la República; en el 2000, municipales, y en el 2001, para la renovación total de la Cámara y de la mitad de los Senadores electos. Es algo irracional, que, a mi juicio, conspira gravemente contra una tendencia en la democracia chilena y en muchas democracias modernas, en cuanto a la participación electoral. Se genera una suerte de agotamiento de la participación cívica. Y se ha llegado a ese itinerario por un conjunto de reformas sucesivas y parciales. Estamos amenazando al sistema político, entonces, con debilidades e incoherencias muy de fondo.
Deseo hacer presente esa reflexión porque me parece que, después de casi diez años de transición, lo que era comprensible por la naturaleza de las tensiones políticas que Chile vivió en los años setenta y ochenta, ya no lo es al terminar los noventa. La sociedad ha evolucionado mucho y, por ende, pienso que se debería demostrar la madurez ciudadana y política suficiente para ver cómo se recrea –no propongo ninguna fórmula al respecto- un nuevo y mayoritario gran acuerdo constitucional. Si no, el sistema político será inevitablemente muy débil, y no por responsabilidad de un sector u otro.
Finalmente, también demuestra la experiencia política contemporánea que, cuando los sistemas políticos no son sólidos, la democracia no se consolida y la ciudadanía, de una manera u otra, se aleja de la participación política, que es la base de una democracia sana.
Creo que detrás de este debate hay otro elemento lo quiero plantear aquí también, que traspasa nuestra discusión: entre las fuerzas políticas del país, todavía no llegamos a un acuerdo sustantivo respecto de algunos de los principios universales de la democracia moderna.
Estimo que éste es un tema muy de fondo: aún existen en la sociedad chilena sectores políticos que tienen graves resistencias a aceptar algunos de los principios universales de la democracia moderna, tal como se ha practicado y se conoce en Occidente.
Y cito:
La libre expresión de la ciudadanía.
El gobierno de las mayorías, manifestado en los órganos del poder electivos.
Presidencia de la República. Tenemos en el país un sistema que efectivamente permite que ella exprese a las mayorías. En ese aspecto, en la Constitución del 80 hemos mejorado la del 25, que posibilitaba que un Poder tan importante en Chile como la Presidencia de la República fuese obtenido por una minoría ciudadana. Y eso por cierto, no es toda la explicación- contribuye a la explicación de la inestabilidad a que llegó el sistema político en nuestro país durante los años 60 y 70, que terminó con la destrucción de la democracia.
Expresión de las mayorías en el Parlamento como el lugar por excelencia de la manifestación de la soberanía popular. Ello no se da en este Congreso. Por tanto, tenemos la paradoja de que las mayorías ciudadanas expresadas en siete u ocho elecciones generales no se pueden manifestar en el hogar de la democracia representativa, que es el Parlamento, lo que incluye, por cierto, el pleno respeto a las minorías y la factibilidad de la alternancia en el poder.
Y estos elementos, que son como el abecé de cualquier democracia moderna, todavía no pueden ser considerados principios compartidos por todos, inclusive por quienes hoy día nos encontramos en esta Sala.
En consecuencia, a raíz de este proyecto, me parece que aquí cabe una reflexión sobre una tarea pendiente que tenemos en el país. Y sólo quiero levantar mi voz para decir que esto deberemos enfrentarlo en conjunto durante el próximo período.
Otro elemento central de las democracias contemporáneas -y se ha desarrollado felizmente en Chile- es la importancia creciente de la descentralización del poder político, la relevancia del poder comunal y del gobierno regional.
Sobre la base de esos criterios generales, comparto la reforma propuesta, por las razones que se han dado.
Evidentemente, la función del alcalde es muy distinta de la del concejo, y también de la de los concejales. Al alcalde lo hemos constituido en nuestra legislación -y sobre eso sí hay acuerdo- como el órgano ejecutivo del poder comunal, dotado de muy amplias atribuciones. Y al concejo, como un órgano que tiene funciones importantísimas en cuanto a la aprobación del presupuesto municipal, la dictación de diversas normas, la fiscalización, en fin. El concejo es también un órgano representativo de la comunidad que debemos fortalecer. Pero se trata de órganos con competencias diferentes; por tanto, sus mandatarios tienen calidades diversas. Y, sin duda, el que la elección sea conjunta no fortalece el actual sistema municipal, pues no permite que la ciudadanía distinga claramente con su voto, por una parte, a quien va a dirigir la comuna por el período correspondiente, y por otra, a los mejores ciudadanos para cumplir la función fiscalizadora y las otras que la ley entrega al concejo.
Incluso, a nivel de las campañas electorales, prácticamente todos los candidatos a concejales lo son a alcaldes. Basta leer la propaganda. He visto a muy pocos candidatos decir: “Fulano de tal: vote por él para concejal”. Porque ésa ya es una manera de obtener menos votos, pues todos los demás postulantes manifiestan: “Fulano de tal: vote por él para alcalde”.
Así, en las comunas tenemos treinta a cuarenta candidatos a alcaldes, supuestamente. Y eso no es razonable. No constituye un mecanismo que permita informar bien a la ciudadanía. No es un sistema transparente para decidir sobre políticas públicas. No fortalece la democracia. Inclusive, fomenta conductas políticas complicadas, pues quien sabe que no será alcalde tiene que hacer una propaganda como postulante a ese cargo. Y, a mi juicio, ello no es sano.
Tampoco es bueno para los pobres candidatos que no van a ser electos, porque -como se ha dicho muchas veces aquí- el concejo queda constituido, entonces, por ciudadanos que son alcaldes frustrados. Y eso no genera -se ha sostenido también acá, y lo han repetido varios señores Senadores- un buen clima en el trabajo de un órgano tan importante como el concejo municipal.
Por consiguiente, creo que el principio establecido por la ley en proyecto es del todo indispensable para una decisión informada de la ciudadanía; para que los partidos y los independientes seleccionen a los mejores hombres a los efectos de ocupar cargos distintos, sea de alcalde, sea de concejal; y, por tanto, para tener el mejor gobierno comunal posible. Y esta cuestión es fundamental en un país donde también hay un acuerdo -y en eso, sí, muchos estamos contestes aquí- para hacer un municipio con cada vez mayores atribuciones, poderes y capacidad para resolver en forma más directa y más cercana a las comunidades locales una variedad cada día mayor de problemas.
Si queremos, pues, un municipio sólido todos decimos aquí que es una tendencia que deseamos favorecer en el país, al mismo tiempo debemos tener un sistema de elección de la autoridad municipal lo más claro, transparente y adecuado posible, para que la ciudadanía sepa efectivamente qué está eligiendo.
En consecuencia, expreso mi pleno apoyo al proyecto que se plantea, incluido el tema de la segunda vuelta, para que tengamos un alcalde con un respaldo popular indiscutido.
Al respecto, existe quizá un problema técnico: en lugar de 51 por ciento, podría ser 40, en fin. No sé. Se trata de un tecnicismo. Pero el principio básico es separar la elección de dos cargos distintos.
El sistema existente es como si la ciudadanía eligiera al Senado y éste al Presidente de la República, y todos nos presentáramos en las diversas circunscripciones como candidatos a la Primera Magistratura. No creo que sería una buena forma de elegir al Primer Mandatario. ¡Tal vez a muchos señores Senadores les gustaría bastante…! Pero no me parece lo mejor para la sociedad chilena y para la información ciudadana.
Estimo que tenemos aquí, como Senado lo digo muy claramente, un dilema. Porque es evidente que en estas legislaciones existe también un cálculo partidista. Estos sistemas favorecen mayorías o minorías. La cuestión radica en si vamos a hacer una legislación y un régimen municipal a la medida de los partidos o a la medida del fortalecimiento de las instituciones y de la participación de la ciudadanía.
Me parece que ése es un tema central. Porque debemos fortalecer instituciones que efectivamente gocen de la mayor legitimidad posible. Y en esas instituciones con la mayor legitimidad posible tendrán que competir los partidos políticos, con sus propuestas y sus hombres.
A mi entender, los partidos políticos son fundamentales en una democracia. Yo jamás entraría en un discurso antipartidista, lo que hoy día es muy fácil de hacer en Chile. Porque, finalmente, si destruimos los partidos destruimos una de las bases del sistema democrático. Habremos de reformar los partidos políticos, en fin; existen problemas allí. Sin embargo –reitero-, estoy muy lejos de cualquier discurso antipartidista.
Sí creo que, en materias de este tipo, debemos legislar mirando la fortaleza de las instituciones y no los pequeños cálculos del interés inmediato de los partidos. Porque, además, sabemos -la vida contemporánea lo demuestra- que las mayorías y las minorías, en una democracia madura, son muy cambiantes. En una democracia imperfecta (y con esto termino), como lo es la nuestra, más bien tienden a rigidizarse los sistemas de representación. En una democracia con mayor madurez se generan las mejores condiciones para que también minorías y mayorías puedan ser fluctuantes y, por tanto, para que se dé en la práctica la alternancia en el poder, que, en el largo plazo, es igualmente un elemento de fortificación del sistema democrático.
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