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El señor DÍEZ ( Presidente ).-
Corresponde ocuparse en el proyecto, iniciado en moción del Honorable señor Piñera, que modifica los Códigos de Justicia Militar, Penal, Orgánico de Tribunales y de Procedimiento Penal, y la Ley Nº 12.297, sobre Seguridad del Estado, a fin de abolir la pena de muerte, con informe de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento.
-Los antecedentes sobre el proyecto figuran en los Diarios de Sesiones que se indican:
Proyecto de ley: (moción del señor Piñera).
En primer trámite, sesión 62ª, en 16 de mayo de 1995.
Informe de Comisión:
Constitución, sesión 55ª, en 30 de abril de 1996.
El señor DÍEZ (Presidente).- En discusión general el proyecto.
Ofrezco la palabra.
El señor PIÑERA.-
Pido la palabra.
El señor DÍEZ ( Presidente ).-
La tiene, Su Señoría.
El señor PIÑERA.-
Señor Presidente , el tema de la conveniencia o inconveniencia de tener, establecer o abolir la pena de muerte ha sido tratado largamente en la historia de la humanidad, y también, en varias oportunidades, en nuestro país. Empero, hasta el día de hoy, aún subsiste en Chile la pena capital.
El último país que abolió la pena de muerte fue España. La discusión fue notable (si algún señor Senador está interesado en analizarla, la pongo a su disposición).
Nuestra sociedad ha estado permanentemente cruzada por este debate. Y ha habido múltiples esfuerzos a lo largo de la historia de Chile por abolir la pena máxima, la cual se ha ido restringiendo gradualmente.
Sin embargo, y consecuente con lo que es el Estado de Derecho, considero que una de las preocupaciones fundamentales del constituyente es, precisamente, consagrar el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica de la persona, que se encuentra establecido en el artículo 19, número 1º, de la Constitución.
Por otra parte, diversos tratados internacionales, a los cuales Chile ha adherido, condenan en forma expresa la pena de muerte o, en su defecto, restringen ésta a casos tan precisos que, por su excepcionalidad, no deberían desviarnos del propósito fundamental que se persigue con el presente proyecto, cual es la abolición total y definitiva de la pena capital en nuestro país.
Estoy plenamente consciente de que la cuestión ha dividido a la humanidad a lo largo de la historia y de que en el debate han intervenido argumentos de carácter religioso, filosófico, moral, político y jurídico. Sin embargo, una justa ponderación de todos los hechos, y analizándolos especialmente en una perspectiva histórica y de evolución, me lleva a concluir -y por tanto a hacer la proposición respectiva- en la conveniencia de eliminar en Chile la pena de muerte.
Quiero mencionar, dentro del ámbito de los argumentos religiosos, que en la última Encíclica del Papa Juan Pablo II , "Evangelio de la Vida", hay un cambio en la posición que tradicionalmente ha sostenido la Iglesia Católica sobre la materia. Allí se plantea: "existe tanto en la Iglesia como en la sociedad civil una tendencia progresiva a pedir su total abolición." (de la pena de muerte) "El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que tenga cada día una mayor concordancia con la dignidad del hombre, y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad" y la vida de los hombres.
Complementa esa Enc��clica algo que está señalado en el Catecismo de la Iglesia Católica -debió ser modificado a propósito de esa nueva posición asumida por el Papa Juan Pablo II - al establecer que "la pena que la sociedad impone tiene, como primer efecto, el de compensar el desorden introducido por la falta. La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse".
Continúa la·Encíclica expresando: "en la actualidad es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo mismo salvo casos de absoluta necesidad," -estoy leyendo en forma textual- "es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo," -concluye el Sumo Pontífice- "gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir inexistentes.".
Los aspectos señalados precedentemente constituyen, sin duda, una evolución muy significativa en lo que es la postura tradicional de la Iglesia Católica sobre la legitimidad de la pena de muerte -podríamos remontarnos a los pensamientos de San Agustín y Santo Tomás , que en estas materias eran distintos-, pues se está planteando que dicha sanción debe reservarse únicamente para aquellos casos en que no exista ninguna otra forma de defender a la sociedad. Tal como lo mencioné anteriormente, el Papa Juan Pablo II considera casi inexistentes esos casos en las sociedades modernas. Por tanto, no se trata de una pena que debe ser aplicada excepcionalmente, como era el pensamiento anterior; se trata de una sanción que, por su excepcionalidad, debe tender a ser erradicada definitivamente de los ordenamientos jurídicos en que se encuentra consagrada.
Finalmente, dentro de este contexto de argumentos de carácter religioso, los cuales se han aducido en el Honorable Senado, sin duda la Encíclica "Evangelio de la Vida" constituye una posición nueva o un paso más en esta constante evolución de la Iglesia Católica en materia de respeto a la vida y, en consecuencia, de abolición de la pena de muerte.
De hecho, San Agustín condenó en forma expresa la pena de muerte, simplemente por significar, de acuerdo a su opinión, que la sociedad se estaría atribuyendo un derecho de Dios, único Señor de la vida.
Desde esta perspectiva, la pena de muerte es uno de los temas del Derecho y de la sociedad occidental con mayores connotaciones morales. Por lo tanto, cualquier postura al respecto debe fundarse, necesariamente, en la concepción que tengamos sobre el hombre, el Estado, la sociedad y el Derecho.
Yendo a argumentos que se han dado en la doctrina del humanismo, que entiende que la vida del hombre es un valor sagrado y que, por consiguiente, debe respetarse a toda persona como un derecho inviolable y, por ende, absoluto, esto no sólo significa respetar su condición de ser humano, sino también reconocer el derecho a su mayor realización espiritual y material.
Grandes pensadores, como el profesor Carnelutti, quien ha dedicado su vida al análisis de estos asuntos, señalan que al matar a un hombre no solamente se corta una vida, sino que se anticipa el término fijado por Dios para el desarrollo de un espíritu, es decir, para la conquista de una libertad. En consecuencia, ningún otro, cualquiera que sea la razón, puede disponer de una vida humana sin usurpar el poder de Dios.
Por otra parte, el considerar al hombre como una persona, como un ser social, también nos ayuda a entender la relación de éste con el Estado. El Estado constituye, en último término, una creación de los hombres destinada a organizar su vida en común. Sin duda, ello implica limitaciones a cada persona individualmente considerada; pero también significa restricciones al Estado. De acuerdo a esta doctrina, la vida humana constituye el principal límite a las esferas de competencia del Estado.
El Estado tiene el deber de consagrar la vida de las personas. Ello implica que el derecho a la vida no sólo debe ser asegurado, sino también respetado y defendido por el ordenamiento jurídico que dicho Estado, en uso del poder constituyente originario que le es propio, se ha conferido. Todo esto se justifica en el hecho de que la persona no sólo es anterior a la existencia del Estado, sino que constituye un fin en sí misma.
De lo precedente se concluye que el Derecho, como técnica para regular la convivencia entre los hombres y de éstos en la sociedad, no puede disponer de un valor como la vida humana. El Derecho tiene como finalidad esencial consagrar el orden, la seguridad y la paz entre los hombres; pero, para ello, jamás podrá pretender cumplir sus fines atentando contra la vida humana, que es sagrada y superior al Derecho mismo y que constituye su fundamento último.
Consecuente con esto, señor Presidente, es factible concluir que el Estado no puede disponer del derecho a la vida argumentando la defensa de la sociedad o la protección del mismo Derecho. La sociedad no puede ser defendida atacando a quienes le dan su razón de ser, ni mucho menos el Derecho protegido violando sus principios elementales.
Concluyo diciendo que el derecho a la vida no es un derecho que el Estado pueda conceder graciosamente por buena conducta. Tampoco, en consecuencia, es un derecho que el Estado pueda retirar por mala conducta. En mi opinión, el derecho a la vida constituye un límite infranqueable para la soberanía del Estado, y por consiguiente, un límite a lo que el Estado pueda hacer a cualquier ser humano, independientemente de los delitos o faltas que éste pudiera haber cometido.
Ahora, yendo al aspecto estrictamente jurídico-penal, creo que tampoco es conveniente desde este punto de vista mantener la institución de la pena de muerte, ya que ésta (también es la opinión de muchos juristas y pensadores) no cumple cabalmente con ninguno de los tres objetivos que debe tener una pena: su carácter retributivo, su carácter rehabilitador y su carácter ejemplificador.
En relación al carácter retributivo de la pena de muerte, la condena a una efectiva pena de presidio perpetuo, sin duda, constituye un elemento del cual una sociedad puede disponer para retribuir, cualquiera que haya sido la gravedad del delito cometido. Y quiero informar al Honorable Senado que he presentado un proyecto de ley -ya está en trámite en la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia- que rigidiza las condiciones para otorgar la libertad bajo fianza en casos de condenas a cadena perpetua.
Actualmente -y es muy importante tener presente esto-, la cadena perpetua, modificada en los términos que voy a exponer, es indudablemente un elemento que permite retribuir el daño causado por el reo sin necesidad de proceder a su eliminación como persona. Y para dar cumplimiento a lo anterior, es relevante tener en cuenta que los condenados por delitos que merezcan dicha pena sólo pueden obtener su libertad condicional en la medida en que se dé pleno cumplimiento a lo que establecen el decreto ley que regula la libertad condicional y el reglamento respectivo, que reservan dicho beneficio solamente para los condenados a presidio perpetuo que hayan cumplido tres condiciones copulativas -esto es, que deben ser simultáneamente satisfechas-: primero, que el condenado haya cumplido, a lo menos, 20 años de pena efectiva; segundo, que durante toda su permanencia en el establecimiento penal haya observado una conducta intachable, y tercero, que durante tal período haya aprendido un oficio.
Señor Presidente, insisto en que estas tres condiciones deben cumplirse simultáneamente.
Ahora bien, yo he presentado un proyecto de ley que hace aún más rígidas y severas las disposiciones que permiten conceder la libertad condicional en caso de condenas a presidio perpetuo, y que va a ser conocido más adelante por el Honorable Senado. Ello no obstante, me parece indudable que, desde el punto de vista de la retribución -es decir, del castigo al reo-, una cadena perpetua en los términos en que está establecida en la legislación actual, o en términos más rígidos a que podría llegarse con eventuales modificaciones, constituye, en mi opinión, más que suficiente castigo, cualquiera que haya sido la falta cometida por el reo.
Recordemos que, en esta materia, el objetivo de la pena no es la venganza. La pena, además de su carácter retributivo, tiene un fin rehabilitador. Y es indudable que una persona sólo puede ser rehabilitada en la medida en que tenga la oportunidad para serlo, y ello sólo se consigue si el condenado puede seguir viviendo. Y, por lo tanto, adquiere total dramatismo el hecho de que los condenados a la pena de muerte no tienen oportunidad alguna de rehabilitarse, lo cual se hace aún más difícil de aceptar cuando se considera que bien puede existir error humano en la aplicación de dicha pena, pues, en tal caso, revertir el error se haría absolutamente imposible.
En seguida, y tratando de resumir al máximo mi intervención, debo señalar que, en mi opinión, la pena de muerte tampoco cumple el papel ejemplificador que se le establece en el Derecho Penal. Así lo demuestran múltiples antecedentes de que dispongo. Hay un estudio de Naciones Unidas, uno del Gobierno norteamericano y otro de la Comunidad Económica Europea que, luego de comparar los ejemplos de países que han tenido y que han abolido la pena de muerte o de países que no la han tenido y que la han establecido, llegan a la conclusión de que no es posible determinar que el efecto ejemplificador de esta pena incida en la comisión de delitos de extrema gravedad.
Pero, junto a estas razones, hay vivencias que me hacen mucha fuerza. Quisiera mencionar -me lo recordó el Senador señor Hormazábal - que, por ejemplo, en el caso de Caín, no hubo pena de muerte, sino una pena distinta, una marca que lo acompañaría por toda su vida, muy parecida a lo que es una cadena perpetua. Por otro lado, en la única oportunidad en que Jesucristo, de acuerdo con los Libros Sagrados, tuvo que plantearse frente a la pena de muerte, en el caso de la mujer adúltera que iba a ser lapidada -tal era la sanción que correspondía según el derecho judío-, también tomó una posición distinta, manifiesta en sus célebres palabras: "El que tenga la conciencia libre de pecado, tire la primera piedra".
Tales son las consideraciones que me llevaron a presentar el proyecto, que propone modificaciones al Código de Justicia Militar, al Código Penal, al Código Orgánico de Tribunales y al Código de Procedimiento Penal, a fin de lograr que se produzca la abolición total y absoluta de la pena de muerte en nuestro país.
Antes de terminar mis palabras, quiero decir que si en lugar de debatir si abolimos o no abolimos la pena de muerte en Chile, estuviéramos debatiendo si la restablecemos o no la restablecemos, probablemente las posiciones de algunos señores Senadores serían distintas. Hay muy pocos países -y tengo en mis manos todos los antecedentes pertinentes- que están avanzando en la dirección contraria. Luego, si tenemos hoy la oportunidad de abolir la pena de muerte y no lo hacemos, en la práctica estaremos dejando de dar un paso adelante, cosa que, en estas materias, es muy equivalente a dar un paso hacia atrás.
Por el contrario, con la aprobación de las reformas propuestas se estaría dando un paso importante para adecuar nuestro ordenamiento jurídico a los principios contenidos en los diversos tratados internacionales sobre derechos humanos suscritos por nuestro país, y que en la actualidad son leyes de la República. Pero, además, dicha aprobación constituiría un avance en el largo camino que diversos países, incluyendo el nuestro, han iniciado, destinado a consagrar la valoración de la vida, aun de aquellos que voluntariamente se han puesto al margen de nuestra institucionalidad, por sobre cualquier otro principio.
A mayor abundamiento, creo que la abolición de la pena de muerte en nuestro país no solamente se justifica desde un punto de vista ético, religioso o moral. Yo considero que no es una pena legítima. El Estado no tiene el derecho de disponer de la vida humana. Y, por otra parte, estimo que, además, la pena de muerte no es efectiva desde el punto de vista de los tres objetivos que, conforme a lo señalado, debe cumplir toda pena, cuales son, la retribución, la rehabilitación y la ejemplificación.
Finalmente, señor Presidente, me parece que la iniciativa constituye también un paso adelante en el objetivo de dar pleno cumplimiento al mandato divino que dice: "No matarás".
He dicho.
El señor DÍEZ (Presidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Huerta.
El señor HUERTA.-
Señor Presidente, este tema ya se ha tratado en el Parlamento. Necesita un estudio amplio, un debate muy completo, y hay muy pocos Senadores en la Sala en este momento. De modo que solicito segunda discusión.
-Queda para segunda discusión el proyecto.
El señor LETELIER.-
¿Me permite, señor Presidente?
El señor DÍEZ ( Presidente ).-
Tiene la palabra Su Señoría.
El señor LETELIER .-
La iniciativa contiene una disposición que deroga otra del Código Orgánico de Tribunales, que se refiere a acuerdos de los Tribunales Superiores de Justicia. Me parece que, en este caso, debió haberse pedido informe a la Corte Suprema.
El señor DÍEZ ( Presidente ).-
Así es, señor Senador , pero no encuentro el artículo preciso...
El señor HAMILTON .-
Es el artículo 74 de la Constitución, señor Presidente .
El señor DÍEZ ( Presidente ).-
Sí, señor Senador, pero lo que busco es el artículo del proyecto que haría necesaria la consulta.
El señor HAMILTON.-
¿Me permite, señor Presidente?
El señor DÍEZ (Presidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Hamilton.
El señor HAMILTON .-
El artículo 74 de la Constitución dice: "Una ley orgánica constitucional determinará la organización y atribuciones de los tribunales que fueren necesarios para la pronta y cumplida administración de justicia en todo el territorio de la República. La misma ley señalará las calidades que respectivamente deban tener los jueces y el número de años que deban haber ejercido la profesión de abogado las personas que fueren nombradas ministros de Corte o jueces letrados.
"La ley orgánica constitucional relativa a la organización y atribuciones de los tribunales sólo podrá ser modificada oyendo previamente a la Corte Suprema.".
Aquí no hay ninguna disposición que se refiera a la ley relativa a la organización y atribuciones de los tribunales. Es lo mismo que si, en un artículo cualquiera, cambiáramos la pena asignada a determinado delito. Esa materia no requeriría ser consultada a la Corte Suprema. Sí tendríamos que consultarla si estuviéramos entregándoles o quitándoles atribuciones a determinados tribunales de la República, o sometiendo a los jueces a requisitos que no están contemplados en la actual ley orgánica sobre organización y atribucionbes de los tribunales.
Por lo tanto, no me parece necesario, en este caso concreto, recurrir al informe de la Corte Suprema, salvo que se desee conocer su opinión o una doctrina que podría ser interesante, pero ello no derivado de la obligación constitucional respectiva.
El señor DÍEZ ( Presidente ).-
En cualquier caso, se ha pedido segunda discusión, de manera que en esa oportunidad se aclarará la situación planteada por el Honorable señor Letelier. Entretanto, la Mesa tendrá tiempo para revisar las disposiciones pertinentes del Código Orgánico de Tribunales.
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