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- rdf:value = " El señor PABLO (Presidente accidental).-
Tiene la palabra el Senador señor Jerez.
El señor JEREZ.-
Señor Presidente:
En pocas ocasiones rendir homenaje de despedida a un hombre probo, luminosamente alegre y culto, sacrificado odiosamente por la barbarie anárquica, es también la triste oportunidad para celebrar las altas virtudes cívicas y patrióticas que animan la vida de los seres superiores, las que, por este absurdo y monstruoso delito que conmovió de ira y dolor a toda la nación, constituyen una escuela superior de formación de los grandes ideales que dan sentido, grandeza y destino a un país. La historia es así de compleja, arbitraria y paradójicamente fortuita e inexorable: porque muchos han debido contribuir a la superación del espíritu humano con dolorosos y conscientes sacrificios, que son el testimonio del carácter, en los , momentos en que paga con su vida el valor de sus convicciones y de sus deberes, y porque otros muchos, que esperaron vivir y aleccionar a los demás con su ejemplo silencioso, disciplinado y humilde, debieron entregar, con estrépito, su sangre a las acciones inesperadas de la monstruosidad, probando así que en las obras de la paz, de la justicia y de la ley se realizan los constantes y magnánimos avances que sustentan la libertad, la democracia, la cultura y la perfección, a que aspiran desde siempre y para siempre los seres humanos de toda la Tierra, aunque viejos atavismos, despreciables costumbres y mezquinos intereses desgarren todavía con fuerza y oscuridad a los hombres y a los pueblos.
Un asesinato fruto de la ignominia.
El asesinato del Comandante Araya, como antes el del General Schneider, son fruto de la ignominia presuntuosa que se deja embargar por gratuitos y abominables espejismos de pretendidos valores que jamás nacerán ni prosperarán en manos de quienes se aferran a la defensa de intereses, a la infamia y a la cobardía, que no conocen el diálogo abierto y responsable de las ideas, principios e ideales ni creen en él, y que abusan de la legítima serenidad ciudadana y de su voluntario acatamiento de la Constitución y de las leyes, a fin de propiciar un desgarramiento de la comunidad que ellos enfrentarán sin salir de sus escondrijos, convirtiendo a jóvenes y niños en asesinos del azar.
Chile, sí, Chile, es también una nobilísima y ejemplar historia patria de buenas y generosas acciones que ha ganado dos nuevos maestros que confirman públicamente su adhesión a los más preciosos principios de la verdadera civilización y de la justa ley; pero Chile prefiere que sus héroes y sus maestros vivan y fructifiquen en la empresa nacional de la paz, de la superación disciplinada del servicio a los hombres. ¿Tendría sentido y valor hablar de los esfuerzos superiores, si han de consistir en el despilfarro inicuo de la vida y de la sangre, y si, en vez de mostrar a la juventud y a los descendientes el progreso de la ciencia, del arte y de la fraternidad humana, hemos de enseñarles una absurda sucesión de crímenes que nada prueban, excepto el detestable predominio momentáneo que la barbarie intenta imponer cada cierto tiempo como la forma obscura de la convivencia?
La gran escuela de formación superior, que Chile posee como tesoro en sus hombres de la cultura y de las armas, halla todavía en regiones nuestras, abandonadas y descuidadas, el camino de otras tareas del desarrollo superior que debemos emprender. Es en estas empresas principales donde queremos que se ejerciten, se midan y se realicen los jóvenes y los ciudadanos de nuestra patria haciendo desaparecer las concepciones recesivas de la vida marginal, ahogada en su propia impotencia, por ausencia de posibilidades, en su sombría falta de perspectivas y de tareas y en su aferramiento a los mínimos niveles de vida, y poniendo freno a quienes pretenden convertir sus intereses de castas en un dique que impida la liberación de nuestro pueblo y el sitio señero a que nuestra patria está llamada.
Los hombres que, como el Comandante Araya, escogen el mar como escenario de su vida y de sus ideales se elevan y adelantan a sus contemporáneos, porque se anticipan al encuentro del infinito. Desde el comienzo de los siglos se configuró la hermandad que hoy une a quienes exploran la inmensidad del universo, con los primeros navegantes que enfilaron la proa de sus rústicas embarcaciones al oriente infinito del mar.
¿Por qué un hombre de tan elevada estirpe, de una bondad caballerosa y viril, sin un acto indigno en su vida profesional y humana que pudiera haberle granjeado un solo enemigo justificado, leal y sin dobleces con sus compañeros de trabajo, ejemplo para sus subalternos, fue escogido como víctima de una acción tan impura y deleznable? ¿Qué ocurre?
Es hora ya de que todos los chilenos tengamos la lucidez y el coraje de detenernos un instante a meditar.
Las perspectivas de convivencia.
Hace muy pocos días, al llamado de Su Eminencia el Cardenal Silva Henríquez, se abrió una perspectiva de convivencia básica, elemental, entre seres civilizados como somos los chilenos. Y quienes creemos que la paz se afianza en la justicia y que el sectarismo ahuyenta apoyos a la patriótica tarea de liberación nacional, acogimos ese llamado con sincera voluntad. Nadie se atrevió a oponerse abiertamente y, en todo caso, cuando hubo oposición ella se expresó velada de escepticismo.
Han pasado pocos días desde entonces y ya parece que el sacrificio del eminente marino hubiese sido en vano. ¿O es que no existió, realmente, la intención de dialogar, o es que no somos capaces los políticos chilenos ni siquiera de la lucidez y generosidad que se precisa para evitar un choque sangriento entre chilenos, el que, si llega a ocurrir, no sólo nos hará retroceder en cincuenta años, ni tan sólo entregará al supuesto vencedor un país ingobernable, sino que, además -desgraciado además-, nos dejará como nación, expuesta a los mayores y evidentes riesgos que a país alguno pudiera amenazar en cuanto a su independencia y soberanía?
Un holocausto que induce al país a asumir sus responsabilidades.
El asesinato del Comandante Araya, un chileno de uniforme, un hombre al que el destino colocó al costado de quien conduce a Chile en una etapa decisiva de su acontecer, ofende a la nación toda y a quien la nación le entregó la autoridad para gobernar con la ley; a éste, que los chilenos llaman cada seis años el primer ciudadano, al Presidente de la República de Chile. Por consiguiente, se le ha ofendido de muerte con el asesinato de un hombre ejemplar. Ciudadanos que concibieron, escribieron e impusieron la ley y a ella se sometieron libremente y que, por lo tanto, repudian la violencia, el fanatismo siniestro, el sectarismo destructor; ciudadanos que estuvieron y están dispuestos a sacrificios que impliquen y produzcan progreso y bienestar; ellos, los ciudadanos chilenos, esperan no sólo que se castigue el crimen infame del Comandante Araya, sino que quienes gobernamos nos despojemos toda, mediocridad, de toda pretensión y de toda pretextada enemistad, para centrar nuestros esfuerzos en sacar a la nación de la confusión que ha empezado a corroer a nuestra juventud, a nuestros conciudadanos, a nosotros mismos y a la nación entera, de suerte que el asesinato del Comandante Araya deba ser transfigurado, por una sola y desgraciada vez, en holocausto que decida e impulse a Chile a asumir sus responsabilidades históricas de paz y justicia, de educación y progreso, de ciencia y de vida.
Muchos pretenden, a veces, no creer en el destino de las naciones y en la decisión de los ejemplos superiores; pero, en la eterna y renovada lucha de la luz contra las tinieblas, de la justicia contra la opresión, siempre habrá quienes aspiran, por la noble naturaleza de su carácter, a superar todo desgarramiento y toda enemistad, sin justificación histórica o humana, y para ello, dotados de sencilla serenidad, ponen en las leyes justas de su patria y en el cumplimiento de su deber la entera fuerza de su espíritu, aunque mantener tan justas obligaciones les cueste la vida y el daño a su propia sangre. No hay en tales hombres odiosidades triviales, pequeños rencores o la futilidad del placer de ser superior a los demás; no obran con rigor para obtener el aplauso y el halago de su prójimo; no pretenden que su muerte constituya un acto supremo y distinto. Una calma, estoica y sencilla convicción pública es la virtud de que no se jactan; y; llegados que son los instantes aciagos, los momentos del enfrentamiento con su propia conciencia, sin aspavientos ni retórica estridente, convierten su sacrificio en pasión trágica por los valores que sustentan y nutren su vida y la de sus compañeros de ideas o de trabajo.
El ejemplo del Comandante Araya.
Este ha sido el destino, la vida, el ejemplo que el Comandante Arturo Araya ha dejado a Chile, a la Armada y a los suyos, Pero él, desligado ya de cualquier lazo terreno, sobrevive en el corazón de sus congéneres y en la memoria de los descendientes, y puede todavía, en el futuro que aguarda a toda vida humana, señalar, con virilidad y con espíritu, que el hombre vence el azar y transfigura los obstáculos en estímulos para más elevadas realizaciones, y entrega su vida, si fuere menester, a fin de que los que quedan comprendan que crear y obrar cada vez me-jor no es empresa de cobardes, ni de infantiles espejismos, sino de ciudadanos que juntos y con esfuerzo y sacrificio han de lograr más altos, más sabios y más legítimos niveles de humanidad.
Arturo Araya, como otros valientes, en el recuerdo que la nación le dedica, seguirá proclamando, con la honra de su muerte preclara y con el ejemplo de su vida disciplinada, que Chile no nació para ser un país desolado por la barbarie, por la ambición o por la codicia; que mejores leyes nos deben gobernar y adiestrar en el ejercicio de nuestra soberanía y de nuestra convivencia; que la inteligencia, como atributo de las personas y como fuerza del corazón, es parte integral de nuestra voluntad de conciencia, de común desarrollo y de común plenitud; y que, en tanto no nos perturben intereses antipatrióticos, hemos de concentrar nuestras energías en la transformación inteligente y responsable de nuestra patria, con el fin intransable de que Chile sea una tierra moderna, de sabiduría, de educación, de bienestar y de paz.
Debemos mirar al mar.
Arturo Araya puede y debe reposar con su tranquila entereza de marino y de ciudadano, porque, cueste lo que cueste en esfuerzos y aprendizaje, nosotros superaremos las debilidades, despreciaremos los conos y consagraremos las tareas que hagan de Chile una moderna nación pacífica y justa que integre, con los países hermanos del orbe, una humanidad que cumpla su verdadero y valioso destino.
Desde que Homero cantó a los héroes de Occidente y les enseñó la grandeza del mar, y desde que Ercilla vinculó esencialmente el destino de Chile al Pacífico, desde entonces, que para nosotros es desde siempre, fue el mar la gigantesca fuente planetaria en que se forjaron, con desprecio de las comodidades y de los peligros, generaciones de marinos y científicos que, poco a poco, como la Armada y las universidades, aprenden a reconocer en los océanos la cuna materna donde han de colmarse los afanes hermanos de dominar la Tierra para convertirla en sede única de todos los hombres. El Comandante Araya quería regresar a su mar, a su gente, a su tarea silenciosa y disciplinada. Bárbaros sin nombre ni estirpe segaron su vida, su derecho a su destino, a los regocijos de sus tareas, de su familia, de su servicio. Si no fuera porque otros han de seguir su ejemplo y él transformarse en maestro de jóvenes marinos, es verdad que la vida humana carecería de valor y de sentido. Pero a mi amigo, el Comandante Araya, han de imitarlo, y por ello superarse, jóvenes de la Armada y jóvenes del saber que probarán, quienesquiera que sean los obscuros e indignos que se opongan, que la paz, que la honradez de la paz y que la belleza de la paz vencerán todos los obstáculos que se empeñan en impedir el triunfo del hombre sobre la incultura, la mala fe y la injusticia. El mar, que venceremos y respetaremos sabiamente, lo demostrará, amigo mío, Comandante Araya.
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