-
http://datos.bcn.cl/recurso/cl/documento/588573/seccion/akn588573-po1-ds68-ds69
- bcnres:tieneTipoParticipacion = bcnres:Homenaje
- bcnres:tieneEmisor = http://datos.bcn.cl/recurso/persona/3539
- rdf:type = bcnres:SeccionRecurso
- rdf:type = bcnres:Participacion
- bcnres:tieneCalidad = http://datos.bcn.cl/recurso/temporal/1292
- bcnres:tieneReferencia = http://datos.bcn.cl/recurso/persona/3539
- rdf:value = " El señor PABLO.-
Honorable Senado:
Esta tarde queremos rendir homenaje a dos artistas nuestros, a Lucho Córdoba y a Olvido Leguía, con ocasión de cumplir, este año, el primero de ellos, 50 años de labor escénica ininterrumpida, y también como forma de dar expresión pública, desde esta alta tribuna, a la razón por la cual, tanto el Ejecutivo como el Congreso Nacional, en forma unánime, han contribuido a aprobar la ley 17.678, que tuve el alto honor de patrocinar, por la cual se otorga a ambos artistas, en conjunto, un galardón equivalente al Premio Nacional de Arte, al cual ellos no pueden optar, no por ausencia de méritos, pues el país se los reconoce sobradamente, sino por no tener la nacionalidad chilena, a pesar de ser chilenos de corazón.
Al rendir este homenaje, doy excusas si me extiendo en algunas consideraciones acerca de la importancia del Teatro para nuestro país y para nuestro pueblo, consideraciones que no tienen, ni podrían tener, la pretensión de abordar el tema a cabalidad.
Aunque parezca extraño, deseo empezar afirmando que veo una relación muy próxima entre la Política y el Teatro. No proviene ella de que estime que el político deba dejar de ser sincero, a la manera de aquellos "histriones" de la Antigüedad, tan hábiles en la simulación de sentimientos que no eran los suyos. No, Honorables colegas.
"Ser sincero es ser potente", recuerda el verso de Rubén Darío; y el político, como todo aquel que se encuentra empeñado en un quehacer creador, para lograrlo, para no pasar de ser uno de tantos, tiene que empezar por ser auténtico, y esto no se logra sin una gran dosis de sinceridad.
Por lo demás, desde un ángulo moral, ello es también un deber irrenunciable de todo representante popular.
Si digo que el Teatro y la Política están próximos, es porque a través de la historia han sido, muchas veces, los actores los encargados de hacer oír la voz del pueblo a los poderosos. Ha sido en el Teatro en donde se ha imprecado a los tiranos, cuando el Parlamento no existía, no era libre o había sido acallado.
La dictadura siempre se cuida de los actores y del Teatro, estableciendo la censura y persiguiendo a los autores.
Lo que más temen los tiranos es la sátira, la comedia, la obra teatral que cubre de ridículo al objeto de sus burlas.
Los que han seguido la senda de Aristófanes causan verdadero pavor a los que abusan del poder.
El lenguaje de la comedia es el lenguaje del pueblo. Lo entiende todo el mundo y, entre risas, recoge la acidez de la crítica, hasta el menos sutil de los ingenios.
Esta proximidad entre la tarea denunciadora del comediante y la función fiscalizadora del parlamentario, me inclina, entre muchas otras razones, a sentir admiración y respeto por todos aquellos que han hecho del Teatro su profesión.
Por desgracia, muchas veces en nuestra patria, no se ve el agradecimiento que debe inspirarnos la gente de Teatro. Prejuicios seculares impiden ver en el cómico la dignidad de un auténtico vocero popular.
El propio don Pedro de Valdivia, quien viera, sin duda, en España algún misterio medieval o disfrutara de algún diálogo de Gómez Manríquez o Juan de la Encina en su juventud, nunca pensó que las ceremonias indígenas de los araucanos pudiesen servir como manifestaciones de la teatralidad.
Hubo de pasar bastante tiempo antes que se tolerara en los teatros chilenos la presencia de actrices para interpretar papeles femeninos.
Desde la Colonia se registran espectáculos teatrales en los atrios de los templos. Y el matrimonio del Gobernador Marín de Poveda, celebrado en Concepción en 1693, dio ocasión para demostrar que ya entonces había autores chilenos. En esa oportunidad, se representaron catorce comedias, entre las cuales figuró una que trata de las hazañas de Caupolicán y que su autor anónimo tituló "El Hércules Chileno".
Durante el siglo XVII proliferaron las obras inspiradas en "La Araucana" de Ercilla, en las cuales se trataba de las hazañas de los conquistadores.
Empresarios como Antonio Aranaz, Ignacio Torres, José de Cos Irriberi, figuran frecuentemente en la historia de las veladas nacionales del siglo XVIII.
El Edecán-Comandante de don Bernardo O'Higgins, don Domingo Arteaga, junto con habilitar lugares especiales para el espectáculo teatral, estableció su propia compañía, en la esquina de las calles Bandera y Compañía, local del antiguo Instituto Nacional, ubicado en el mismo solar que hoy es recinto del Congreso Nacional.
Se representó "Guillermo Tell", de Le-miére, con una introducción de don Bernardo Vera y la obra de Camilo Henrí-quez titulada "La Camila", obras a todas luces "tendenciosas", como se diría hoy día.
Arteaga tuvo un éxito inesperado, y de no mediar la intervención de las autoridades, deseosas de velar por la "moral pú-
blica y ciudadana", este movimiento favorable al Teatro habría sido más importante aún.
Pero si el chileno concurría asiduamente al teatro, no mostraba igual interés por la actuación escénica. En la Compañía de Arteaga figuraba un solo actor chileno, Juan Velasco, a quien se puede considerar el pionero entre los intérpretes nacionales.
El temor a pisar un escenario ha sido un prejuicio nacional, y ya sería hora de que lo abandonáramos totalmente. Creo que este prejuicio nos ha impedido recompensar como corresponde a esos profesionales que mantienen vivo, en el Teatro, nuestro espíritu de libertad.
Para un cristiano, el Teatro tiene la más honda significación. El drama litúrgico medieval tiene el carácter de una Biblia para el pueblo, de un tratado teológico para los humildes.
No puede extrañarnos que Jacques Maritain se sintiera arrebatado de entusiasmo ante la obra de Henri Ghéon, "El Triunfo de Santo Tomás", "una obra hecha a la manera del tiempo viejo, compuesta para la escena, en prosa mezclada con versos". No es raro que ese filósofo admire una obra de arte que, junto con proporcionar un deleite estético, entrega una enseñanza. Porque el cristiano no aboga por un arte puro, angelista, desligado de la realidad. "El arte por el arte" -dice Maritain- "no significa el arte por la obra, que es la fórmula correcta, lo que significa un absurdo, esto es, una supuesta necesidad del artista de ser solamente un artista, no un hombre, y por el arte se separa de sus fuentes de aprovisionamiento y de todo alimento, combustible y energía que recibe de la vida humana."
Este vínculo permanente del arte con la realidad se hace particularmente notorio en la comedia. El actor cómico construye, en cierto modo, caricaturas. No obstante, se trata de caricaturas que reproducen de manera abultada los defectos y las imperfecciones del hombre y de la sociedad. No de cualquier hombre ni de cualquier sociedad, sino de la de su tiempo.
Exagerando los defectos, la comedia corrige...
De ahí que, cuando pedimos reconocimiento para el actor por su función social, no estamos excluyendo al cómico. Por el contrario, nadie como él cumple mejor esta tarea de depurar la sociedad y las costumbres.
No han sido muchos los cómicos que en Chile se han destacado en la farsa, el saínete o la comedia. Quienes han descollado, tienen el mérito de haber penetrado muy profundamente en el corazón del pueblo.
Comúnmente, se piensa que la vida de un cómico tiene que ser alegre y que, por el contrario, la de un actor trágico debe hallarse atormentada por insondables pasiones. Contribuye a esta antojadiza visión, el hecho de que el actor cómico suele ir adquiriendo, con los años, el rostro de sus personajes. Frecuentemente resulta difícil tomarlo en serio.
Aunque hay una evidente exageración en la tradicional historia del "payaso" que nos relata Leoncavallo, la vida del actor cómico, al igual que la de todo actor chileno, es dura y difícil. Este país no se muestra generoso con sus artistas. El afecto, la cordialidad, el aplauso que el chileno prodiga a los actores, no se traduce en hechos concretos. El actor sigue viviendo en medio de nuestra sociedad como un trabajador "independiente", a la usanza de los antiguos artesanos de la Edad Media, salvo aquellos que cobijan nuestros planteles de enseñanza superior en sus propios teatros universitarios.
El empresario teatral chileno no es un poderoso inversionista que compra el trabajo de los actores, sino que es más bien un compañero de labores que arriesga sus ahorros en una verdadera aventura económica. No le es fácil obtener crédito para afrontar momentos difíciles, ni es frecuente que el Estado o las municipalidades le presten ayuda efectiva.
Cuando un actor obtiene una subvención fiscal, debe afrontar la tramitación burocrática y, muchas veces, aceptar imposiciones que perjudican el buen resultado de la empresa. Aparecen los eternos "recomendados" que tienen que ser incorporados al elenco y que no siempre contribuyen a un mejor resultado artístico.
Cuando termina la temporada, el balance económico, por lo general, arroja pérdidas y la empresa debe disolverse. El único resultado que suele recogerse a favor del artista son los aplausos, las alabanzas de la crítica y, en ciertas ocasiones, la oportunidad de dar a conocer a un nuevo talento.
Para dedicarse en Chile a la carrera profesional del teatro, no se puede hacer prevalecer el espíritu de lucro. Se debe estar dispuesto a una permanente vida de privaciones, sin otro fin que la posibilidad de gozar de algunos momentos de gloria.
Esta vocación de los actores les aproxima a muchos que, como ocurre frecuentemente en la política, sienten que deben servir a la comunidad, posponiendo toda legítima aspiración económica. A unos y a otros, el público, que una vez los aplaudió, los juzga con poca justicia. Piensa que el brillo del éxito momentáneo es el signo de la prosperidad material vitalicia.
Cuando muere un viejo actor que por razones de edad o de salud debió alejarse de la escena, el público se entera, con pesadumbre, de la pobreza y hasta de la miseria en que vivió y en la que deja a sus hijos.
Por cierto, no es igual la suerte de los actores que han logrado incorporarse a uno de los teatros universitarios. Allí se ha eliminado la incertidumbre económica de la empresa teatral y se disfruta de un sistema previsional que protege de la miseria, aun cuando con ello el artista no alcance el rango que se merece. Desgraciadamente, son muy pocos los actores de teatros independientes que pueden incorporarse a los elencos universitarios. El justo orgullo profesional les impide aceptar un nuevo inicio de la carrera desde los primeros peldaños del escalafón burocrático. Formados en una tradición de siglos que establece una jerarquía que va desde "partiquino" a "primer actor", no se amoldan al trabajo en equipo del teatro oficial. A muchos los separa de sus probables compañeros la diferencia de una generación. Esta diferencia es un obstáculo real para la integración.
En la actualidad, poner remedio a la situación constituye un esfuerzo de tales proporciones que ningún Gobierno se ha atrevido a afrontarlo.
Sería necesario diseñar toda una política cultural, modificar viejos hábitos del chileno, hacer cuantiosas inversiones en infraestructuras y equipamiento...; iniciativa que, en un país en desarrollo, siempre queda en el último lugar de las prioridades...
Entre los hombres que han dejado una vida en el escenario hay uno cuya fama ha traspasado nuestras fronteras y con quien estamos en deuda todos los chilenos.
De sus 70 años de vida, cumplidos recientemente, ha permanecido cincuenta sobre los escenarios nacionales, puede decirse sin interrupción. A su lado no sólo han actuado intérpretes chilenos de larga experiencia, como Jorge Quevedo, Pepe Guixé, Américo Vargas, Pury Durante, Pepe Rojas, Jorge Sallorenzo, Yoya Martínez, Julita Pou o Elena Moreno. Se han iniciado en el Teatro muchos jóvenes que ahora dan vida a grupos escénicos importantes, como Jaime Celedón, Nissim Sharim, Héctor Lillo, Chaty Peláez, Silvia Piñeiro, Humberto Duvauchelle, etcétera, quienes, si bien procedían de academias universitarias, en su mayor parte nunca habían tenido la oportunidad de actuar profesionalmente durante una temporada.
Como se habrá advertido, me estoy refiriendo a Lucho Córdoba, cuya compañía es la que se ha mantenido más tiempo en trabajo, sin subvención alguna y viviendo solamente de la "taquilla". Ejemplo que no se ha dado ni siquiera en España.
Hijo de actriz, al morir su madre, doña Lelia Fernández, en 1922, abandona su modesta ocupación en la Compañía de Electricidad, para incorporarse como "partiquino" en la Compañía de Arsenio Perdiguero.
Lucho Córdoba, o sea Luis Garreaud, como es su nombre verdadero, pudo haber elegido la carrera diplomática, como su padre. Pudo haber vivido confortablemente ejerciendo su profesión contable, pues fue un buen alumno del Instituto Comercial de Valparaíso. Si lo hubiera hecho, habría terminado como hombre acomodado y acaso nunca se hubiera casado con Olvido Leguía, su esposa y compañera inseparable de su labor teatral, a quien también alcanzan estas palabras de homenaje. En tal caso, no nos ocuparíamos de ellos en este lugar.
Eligió, porque sentía que tenía que darse al público, en el rasgo de generosidad que es propio de los artistas de verdad, la azarosa carrera del actor.
Fue galán joven en la Compañía de Perdiguero y en la de Serrador-Mari, en Buenos Aires. Viajó por toda América cosechando aplausos, pues, como lo han señalado los críticos, Lucho Córdoba irradia y cautiva rápidamente al auditorio.
De vuelta a Chile, integró la Compañía de Alejandro Flores y Leoncio Aguirrebeña. Fue Flores quien, lo mismo que Gustavo Campaña, lo animó a "formar" compañía propia.
El joven galán hizo venir de España a Olvido Leguía, actriz española que visitara Chile con Ernesto Vilches y Margarita Xirgú en diversas ocasiones. Se formó la Compañía Leguía-Córdoba, que debutó en el Teatro Victoria el 15 de noviembre de 1934. Siete días más tarde, Lucho Córdoba se casaba con Olvido Leguía, en medio del júbilo de sus compañeros de escena.
La acogida que el público chileno brindó a ese matrimonio de actores que actua-ba en el Victoria, los llevó a arriesgarse en una empresa que muy pocos habrían tenido el valor de enfrentar. Contrataron, en 1938, el Teatro Imperio y realizaron la hazaña de permanecer en él durante 18 años. Todavía estarían allí, si no se hubiese demolido el antiguo local.
El Imperio no fue sólo el Teatro de Lucho Córdoba: fue la sala que ocuparon, por generosidad de la Compañía Córdoba-Leguía, otras empresas teatrales. Allí actuaba Flores, y hasta el Teatro Experimental ocupó la sala para ofrecer una obra de Pirandello.
Viendo actuar a los "profesionales", como entonces se los llamaba, Pedro de la Barra, Agustín Siré, el escenógrafo Héctor del Campo y tantos otros universitarios, fueron compenetrándose del "oficio" teatral. ¿Dónde, si no, habrían podido aprender, sin salir de Chile?
Hay que valorar estas influencias, para comprender mejor la importancia de la vida de teatro de Lucho Córdoba.
Nunca tuvo prejuicios contra el nuevo teatro que se inició con el estreno de "La Guarda Cuidadosa", que originara el Teatro Experimental de la Universidad de Chile. Ni prejuicios ni resentimientos, porque Córdoba es un hombre de gran cultura.
Cada vez que pudo, ofreció obras de gran relieve en su teatro de comedias. Su versión de "El Avaro" de Moliere fue estimada hasta por críticos del "Time" de Nueva York. Admirador de don Jacinto Benavente, Córdoba puso en escena "Los Intereses Creados". Autor él mismo ha regocijado con más de 50 comedias originales al público de Chile y Perú, pues Luis Garreaud no olvida que nació en Lima, aunque tenía apenas seis meses de edad cuando se radicó en ésta, su verdadera patria.
Las comedias satíricas de Lucho Córdoba, algunas escritas en colaboración con uno de sus actores, Ainérico Vargas, tienen el mérito de haber sido el espejo de nuestros defectos y un estímulo a nuestras virtudes.
Como autor, no crea obras destinadas a satisfacer el principio del "arte por el arte". Siempre hay en sus comedias una enseñanza para el pueblo, para la clase media y hasta para los que hemos abrazado la carrera política.
Su crítica, sin embargo, es risueña, liviana como la espuma de la champaña. No hiere, conmueve. Hay en el humor de Lucho Córdoba mucho de chaplinesco: la risa surge en medio de las lágrimas.
Este hombre, que el 23 de julio último cumplió setenta años, ha merecido honores. Merece mucho más.
Lo que jamás ha pedido ni pedirá es ayuda económica para su empresa teatral...
Con el solo apoyo de su esposa ha contribuido, como nadie en el teatro profesional chileno, al desarrollo de nuestro arte escénico. Si alguna vez disfrutó de una situación económica desahogada, fue por las claras dotes de su talento, jamás por la explotación de sus compañeros. Durante años, fue su compañía la que más dignamente remuneraba a los actores.
En Lucho Córdoba se resume todo lo mejor que puede decirse de los actores y del teatro chileno.
El matrimonio de artistas, que ha recibido reconocimiento de todos los sectores del país y del extranjero: Orden al Mérito Bernardo O'Higgins, Título de Ciudadano Ilustre y la Medalla de Oro de la Municipalidad de Santiago, la Gran Cruz de Isabel la Católica, del Gobierno Español, Diploma y Medalla de Oro del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, entre muchas otras distinciones ha sido honrado en estos días con la condecoración de la Orden al Mérito por Servicios Distinguidos, en el grado de Comendador, por el Gobierno del Perú y por la Municipalidad de Lima.
Ellos han recibido también este mes, por la vía de una ley aprobada en forma unánime por el Ejecutivo y por el Congreso Nacional, un estímulo equivalente al Premio Nacional de Arte, que testimonia y simboliza el cariño y admiración que por ellos tienen todos los chilenos.
Vaya a ellos el homenaje agradecido que les rindo, en nombre de los Senadores democratacristianos.
"
- bcnres:esParteDe = http://datos.bcn.cl/recurso/cl/documento/588573
- bcnres:esParteDe = http://datos.bcn.cl/recurso/cl/documento/588573/seccion/akn588573-po1-ds68