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Señor Presidente, Honorable Senado:
Siglo y medio es un espacio de tiempo que debe conmemorarse, más aún si corresponde a la vida independiente de una nación hermana, a cuya gesta emancipadora Chile entregó generosamente todo lo que podía dar.
Lima, capital del Virreinato del Perú, había sido el centro de la Conquista y de la Colonia y fruto de la hegemonía del poder español sobre la granítica civilización incásica. Desde allí, como de la cumbre de Los Andes, bajaron por todas las vertientes las fuerzas capaces de forjar con audacia los pueblos iberoamericanos.
Perdido el apogeo de la metrópoli, desintegrada su energía, madura ya la nueva raza, centellantes nuevas concepciones sociales y políticas que empujaban a la liberación y la independencia, una a una por las mismas vertientes en que descendieron, en acción casi simultánea y apenas concertada, desde el Norte y desde el Sur, los patriotas de América convergieron al viejo centro virreinal, el primero en el dominio y el último en el desarraigo de España.
Así, el 28 de julio de 1821, Perú declaró su independencia. Fue el brigadier don José de San Martín -que, por mandato del Director Supermo de Chile, General don Bernardo O'Higgins, dirigía la Expedición Libertadora- quien, convencido del anhelo de esa nación, pudo proclamar: "El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa, que Dios defiende".
Casi un año antes, el 20 de agosto de 1820, bajo la bandera de Chile, había zarpado de Valparaíso la Expedición Libertadora. La escuadra, compuesta de 25 barcos, 9 de ellos malamente armados, al mando del Almirante Tomás Cochrane, conducía las tropas y pertrechos de las fuerzas militares a las órdenes de San Martín. Poco después, como una de las primeras glorias de nuestra Armada, el 5 de noviembre, era tomada al abordaje la fragata Esmeralda, que, junto con otros barcos de la flota española, se protegía al amparo de los fuertes del Callao. Innumerables serían los recuerdos de hechos semejantes j pero, más que eso, debemos resaltar el espíritu noble que los inspiró.
Hubo un pueblo, nuestro pueblo, incipiente en su desarrollo como nación, que, sin embargo, tuvo conciencia de la razón de su sacrificio en aras de la liberación de sus hermanos y vecinos, y fue capaz de afrontar, no sin problemas, una empresa sobrehumana. Cuando la colaboración de las Provincias Unidas del Plata se margina de la empresa y el propio San Martín vacila, el acuerdo de un Senado como éste, adoptado el 22 de diciembre de 1819, en el Tribunal del Consulado, que era su sede, a pocos pasos de aquí mismo, expresa en nombre de Chile "que se active cuanta diligencia hubiese pendiente a efectos de que al regreso de la Escuadra y facilitada o no la venida del señor General don José de San Martín, se ejecute la expedición teniendo presente que si debemos sostener la Escuadra conservando el Ejército para una guerra puramente pasiva, el país se consume y se agotan los recursos; y así, aunque llegue el caso de que el General y sus tropas ultramontanas no puedan ayudarnos, nosotros debemos, arrostrando todos los riesgos y sacrificios poner en planta el proyecto expedicionario."
Jamás se pretendió violentar la voluntad de quienes debieron decidir por sí mismos su destino, y la acogida del pueblo peruano a la Expedición Libertadora desde su desembarco en Paracas, así lo demostró. El propio O'Higgins había expresado textualmente: "Todo va combinado de modo que la libertad del Perú se haga sin sangre."
Fue limpia y cristalina la acción solidaria de Chile, y por ello el transcurso del tiempo no debiera permitir que se carcomiera la valoración del recuerdo que en justicia merece.
Celebrar este sesquicentenario de la Independencia del Perú hace vivir, más que hechos pasados, acciones de hoy y perspectivas de futuro. Guardadores de los principios de autodeterminación y no intervención, comprobamos, en paralelo, que anteriormente nuestras naciones eran más abiertas y solidarias. La esquematización nacional enmarca muy rígidamente el gran flujo y reflujo que podría derivarse de un más libre intercambio entre los pueblos; sin embargo, parece advertirse un avance hacia una supranacionalidad institucionalizada, que en alguna forma viene a sustituir.la relación espontánea que antes existía.
Después de un tiempo de recelo, que no puede seguir inspirándonos, la integración, la intercomunicación de experiencias, el enfrentamiento conjunto de los problemas comunes, significan un cambio de espíritu y el propósito de búsqueda de iguales caminos.
Las posiciones compartidas por Chile y Perú respecto de las doscientas millas marinas, el Pacto Andino y la Comisión Especial Coordinadora para Latinoamérica, entre tanta otra coincidencia básica en la orientación de nuestras políticas, vuelven a restaurar la fe en la concepción de quienes nos dieron libertad, y, desde luego, confirma que al intercambiar nuestras razones de ser en el más absoluto respeto a la personalidad de cada cual, a los rasgos que le son propios, encontraremos una sola alma que las anima.
Ciento cincuenta años atrás un imperio político-económico determinaba la suerte de nuestros pueblos, y por ello surgió el afán de liberación de la metrópoli condicionadora y absorbente. En el esquema contemporáneo, nuevas formas de imperialismo requieren -simultáneamente y con urgencia-, en una auténtica expresión de soberanía, la nacionalización de las riquezas básicas y un desarrollo económico-social compatible con la dignidad de nuestros pueblos Es la hora que estamos viviendo. América Latina va tomando conciencia de que, como tal, es algo y es más; y de que una estructura común comienza a construirse en concordancia con el espíritu de quienes gestaron su independencia. Al recordar el sesquicentenario de la independencia peruana, como inspiración para el tiempo que viene, tengamos presente que ahí convergieron las voluntades de San Martín y Bolívar, de Sucre y O'Higgins, y que, por sobre todo, se expresó la hermandad del pueblo chileno que hoy desea sinceramente al pueblo peruano, a su Gobierno y a sus representantes la prosperidad plena y la más amplia satisfacción de sus anhelos. Así lo interpreta la Democracia Cristiana.
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