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- rdf:value = " El señor AYLWIN.-
Señor Presidente, después de la clara, completa y sistemática exposición hecha por el Honorable señor Fuentealba sobre el contenido de la iniciativa, sólo deseo agregar algunas observaciones de carácter general, relativas a algunos aspectos involucrados en ella.
En primer lugar, quiero destacar la trascendencia del proyecto. Durante muchos años los intelectuales chilenos, los artistas y los hombres que crean obras de valor espiritual, han solicitado a los Gobiernos el patrocinio de una ley modificatoria de las normas vigentes en esta materia, porque la protección de sus derechos intelectuales es absolutamente inadecuada en la legislación actual. A pesar de sus clamores y del hecho evidente, que todos podemos advertir, de que generalmente son objeto de verdadera explotación por los sectores empresariales que divulgan la creación artística, lo cierto es que hasta ahora no se había intentado seriamente legislar sobre la materia.
La actual Administración se hizo eco de esas justas aspiraciones de los intelectuales chilenos, que con su ingenio contribuyen al desarrollo cultural del pueblo, y ha preparado un proyecto serio y acabado, que consigna las diversas materias que tienen incidencia en el problema que estamos discutiendo. La iniciativa reactualiza las normas existentes en nuestra legislación sobre el particular y las completa, con el fin de defender los justos derechos de los intelectuales.
Tal legislación ha tomado como base, en la elaboración hecha por el Ministerio de Educación Pública, las leyes sobre derechos intelectuales vigentes en numerosos países, tanto del ámbito occidental o capitalista como del régimen socialista; las legislaciones de Alemania Oriental,
República Federal Alemana, Yugoslavia, Inglaterra, Checoslovaquia, Francia, Suecia e Italia, como asimismo de Perú y Venezuela, y la reciente ley de Brasil. Además, los tratados internacionales de Washington, de 1946; la Convención Universal del Derecho de Autor, de 1952, y la Convención de Roma, de 1961, han sido la fuente de inspiración de este proyecto.
En realidad, en esta materia entran en juego tres clases de intereses que deben ser considerados por los legisladores.
Por una parte, se encuentran los intereses del autor, el creador de la obra intelectual, quien, con justicia, tiene un derecho sobre la creación que le es propia, que es fruto de su genio, de sus condiciones intelectuales, científicas o artísticas.
Por otro lado, está en juego el interés de la sociedad. En verdad, una creación intelectual, por genial que sea su autor, no es sólo fruto de la mente de un hombre. Ese hombre pertenece a la comunidad. Ha podido crear esa obra como fruto de la asimilación de una cultura propia de su tiempo. Ha podido intuir las corrientes históricas del medio en que le correspondió vivir. Y una vez que el autor deja de existir, y aún antes, esa creación suya deja de ser una cosa propia sólo de él, pues es un aporte que pertenece a la comunidad entera. Yo no veo a un heredero de Cervantes o de Shakespeare reclamando el derecho de propiedad sobre "Hamlet" o "El Quijote". Estas son obras que pertenecen al patrimonio común de la humanidad. Toda creación artística o intelectual, en alguna medida, pertenece a ese patrimonio común, enriquece a toda la comunidad. Ni siquiera la patria del autor puede pretender que sea de su dominio, pues la creación del intelecto no reconoce límites, ni fronteras, ni nacionalidades. La cultura es internacional por su naturaleza.
Por último, está en juego el interés de los que podríamos llamar los empresarios de difusión de la creación intelectual: el editor que publica el libro; la empresa que difunde la obra teatral, que la transmite por radio, que la convierte en filme, que la da a conocer al público, que la vende, todo lo cual le permite obtener un provecho económico.
¿Cómo conjugar estos distintos intereses en juego? El principio tradicional del derecho liberal del siglo XIX no se abocó a este problema y lo dejó entregado al principio de la libertad contractual, es decir, al acuerdo entre los interesados. Sin embargo, es evidente que el libre juego de la oferta y la demanda funciona a favor de los sectores empresariales que utilizan la creación intelectual para divulgarla y obtener provecho de ella, encareciéndola para la comunidad y la sociedad, pagando un vil precio al autor de la creación intelectual. Es decir, el libre juego de la libertad contractual conduce 'a que la sociedad, por una parte, y el autor, por otra, sean sacrificados a los intereses de quienes explotan comercialmente la difusión de las obras.
Por consiguiente, a fin de hacer justicia y resguardar el bien común, toda legislación sobre la materia debe ser protectora de los derechos del autor y de la sociedad. Esta es la filosofía esencial del proyecto, que en las relaciones entre estos tres intereses persigue, reconociendo lo que es legítimo al sector empresarial que contribuye a difundir la obra y a permitir que llegue al público, proteger al mismo tiempo adecuadamente los intereses del autor creador y los de la comunidad en general.
Dentro de ese cuadro de ideas, me atrevo a formular algunas observaciones al proyecto, las cuales coinciden en gran medida con las que hemos oído mencionar al Honorable señor Fuentealba. Por ejemplo, estimo que las normas contenidas en los artículos 10, 12 y 13, sobre duración y protección del derecho de autor, más allá de la vida de éste, son excesivas. A mi juicio, 50 años después de su muerte es mucho. La Convención Universal sobre Derechos de Autor, celebrada: en Ginebra en 1952, cuyos acuerdos fueron ratificados por Chile, estableció que tal protección debe durar no menos de 25 años después de la muerte del autor. La legislación de la Unión Soviética prevé una protección de 15 años; las de Liberia y Polonia, de 20 años. En mi concepto, la creación del intelecto humano pasa a ser patrimonio común de la humanidad. Se justifica que el autor tenga derecho a aquélla por toda su vida. Se justifica también que pueda transmitirlo a su cónyuge, hijos y demás herederos legítimos. No me parece igualmente claro que sea transmisible ese derecho a otros sucesores; pero en ningún caso se justifica que la creación intelectual sea objeto de lucro prolongado por quienes no han tenido ninguna intervención en su elaboración ni tienen vínculos consanguíneos estrechos con el creador.
Como dijo el Honorable señor Fuentealba, con frecuencia los sucesores son empresas comerciales. En la obra titulada "Derechos Intelectuales", traducida por Luis Grez Zuloaga y publicada por la Editorial Jurídica de Chile, el señor Henry Jessen expresa lo siguiente:
"El segundo aspecto condenable en la exagerada duración de la protección, es que sus mayores beneficiados no son, como se podría suponer, los herederos consanguíneos de los creadores intelectuales, sino sus sucesores comerciales, cuyo fondo de negocios se beneficia con la subrogación por parte del autor de sus derechos monopolísticos, lo que les permite oponerse, en cualquier momento, al uso de las obras, por razones que tal vez para ellos revistan importancia, pero que para la colectividad serán posiblemente fútiles o incongruentes."
Por este motivo, me he permitido formular indicación para reemplazar el plazo de 50 años de que habla el proyecto por otro de sólo 25 años, contado desde la muerte del autor de la obra. El convenio internacional sobre esta materia dispone que la protección de estos derechos no podrá ser inferior a este último lapso.
En segundo término, hay un aspecto que, a pesar de referirse puramente a la técnica jurídica, me parece importante recalcar.
El proyecto, siguiendo un lenguaje que a menudo utilizan los autores de derecho, que también considera Jessen en su libro sobre derechos intelectuales, se refiere, en su artículo 10 y en otras disposiciones, al "dominio público". Así, en el artículo 11 menciona cuáles son las obras que pertenecen al "dominio público".
Estimo que dicha expresión es ambigua y que no es la más aplicable en este caso. En derecho, "dominio público" es una parte del dominio nacional. El Código Civil nos dice que son bienes nacionales aquellos que pertenecen a la nación entera, y están constituidos por los bienes nacionales de uso público, de dominio público, cuyo uso pertenece a todos los habitantes, y por lo bienes fiscales o del Estado, cuyo dominio también pertenece a la nación entera, pero sobre los cuales no todos los habitantes tienen derecho de uso.
Pues bien, es evidente que la expresión "dominio público" hace pensar que estas creaciones intelectuales pertenecerían a la nación y quedarían, por consiguiente, en la condición propia de los bienes nacionales de uso público, que pueden ser usados por todos los habitantes, pero respecto de los cuales el Estado ejerce una tuición especial y para cuyo uso exclusivo o especial es menester una autorización o concesión suya.
La verdad es que, como dije antes, las creaciones intelectuales cuyo plazo de protección ha prescrito, que pertenecen a autores desconocidos o cuyos titulares renunciaron a la protección, no son de propiedad de la nación, no son bienes nacionales de uso público, sino bienes comunes que pertenecen a lo que yo he llamado "el patrimonio común de la humanidad", respecto de los cuales ningún Estado puede pretender prerrogativas especiales y sobre los que no procede la concesión u otorgamiento de un permiso especial para su uso.
Considero, en consecuencia, que en lugar de "dominio público", debe hablarse en este caso de "bienes de dominio común".
Otra materia respecto de la cual quisiera formular alguna observación es la relativa al contrato de edición. Sobre el particular no me extenderé mayormente, pues suscribo en general los conceptos recién emitidos por nuestro Honorable colega el señor Fuentealba.
Estimo que la definición consignada en el proyecto es defectuosa, porque, por una parte, no precisa claramente los derechos y deberes recíprocos impuestos por el contrato, ni las obligaciones correlativas que de él emanan, y, por otro lado, eleva a la categoría de esencial la exclusividad en la edición, elemento que, por la naturaleza del acto, no tiene por qué poseer esa categoría.
En mi concepto, en el contrato de edición es indispensable establecer, en primer término, la obligación del autor de entregar su obra y su derecho a exigir una remuneración; en segundo lugar, la obligación del editor de publicar la obra mediante su impresión o difusión a su costa, de remunerar al autor, y su derecho a percibir el beneficio de la publicación.
He formulado indicación para sustituir el artículo 48, que se refiere a esta materia, por el siguiente:
"Por el contrato de edición el» titular del derecho de autor entrega o promete entregar una obra al editor y éste se obli-ga a publicarla, mediante su impresión y difusión a su costa y en su propio beneficio y a pagar una remuneración al autor.
"El contrato de edición se perfecciona por escritura pública o por documento privado firmado ante notario, y debe contener:
"a) La individualización del autor y del editor;
"b) La individualización de la obra;".
Este punto es muy importante y no estaba considerado en el proyecto. A mi juicio, precisar el número de ediciones y la cantidad de ejemplares de cada una de ellas es una de las más fundamentales protecciones para el autor.
"d) La circunstancia de concederse o no la exclusividad al editor;
"e) La remuneración acordada al autor y su forma de pago; y
"f) Las demás estipulaciones que las partes convengan".
En seguida, muy brevemente, quisiera plantear algunas observaciones en cuanto a la transmisión del derecho moral.
En este orden de cosas, el proyecto, en los artículos 14 y 15, consigna una norma que, a mi juicio, resulta excesiva.
El derecho moral otorga al autor la prerrogativa de reivindicar la paternidad de la obra, de oponerse a toda deformación, mutilación o modificación hecha sin su previo consentimiento, de mantener su creación inédita, ele autorizar a terceros para terminar la obra inconclusa y de exigir que se respete su voluntad de mantenerla anónima o seudónima" mientras no pertenezca al dominio común.
El artículo 15 señala que este derecho es transmisible por causa de muerte y, aún más, agrega que "se transmite, en el orden aquí indicado, a los descendientes legítimos, al cónyuge, a los ascendientes legítimos y a los descendientes o ascendientes naturales".
Esto significa, en primer lugar, que no obstante reconocerse, como lo hace toda la doctrina, según nos dice el informe, que el derecho moral es inalienable, se permite su transmisión por testamento, lo que a mi juicio resulta contradictorio. En efecto, si no se puede enajenar entre vivos, no hay razón alguna para que se pueda en cierto modo "enajenar" para después de los días.
Es un absurdo la transmisibilidad por causa de testamento. Sólo es concebible que el derecho moral se transmita a ciertos herederos vinculados muy estrechamente al causante, como serían el cónyuge y los legitimarios, que también tienen comprometido un derecho moral en la creación intelectual, y en todo caso dentro de ciertos límites. El autor puede oponerse, en virtud del derecho moral que le asiste, a que se haga cualquier modificación a su obra sin su expreso y previo consentimiento; pero, ¿puede un nieto, un biznieto o un tataranieto decir "yo exijo mi consentimiento para que se introduzca tal o cual variación a esta obra, creación intelectual de un antepasado mío"? ¿Puede reivindicar ese derecho moral, en circunstancias de que tal vez el transcurso del tiempo exija adaptar la obra para darla a conocer y adaptarla a los gustos vigentes en determinado momento?
Sobre este punto, el autor citado, el señor Jessen, nos señala un caso digno de ser considerado. Se refiere a la opera Bo-ris Godunov, de Mussorgsky, que otro gran músico, Nicolás Rimsky Korsakov, rehízo casi por completo en cuanto a la orquestación. Con el criterio que señalé, la adaptación de Rimsky Korsakov, que permitió difundir esa ópera en gran parte del mundo, no habría sido posible, pues cualquier heredero de Mussorgsky podría haberse opuesto. Esto aparece manifiestamente contrario al interés general de la comunidad, de la sociedad.
Por tal motivo, me he atrevido a formular indicación para reemplazar el artículo 15 del proyecto por el siguiente:
"El derecho moral es transmisible por causa de muerte al cónyuge sobreviviente y a los sucesores ab intestato del autor; pero en ejercicio de la facultad contemplada en el número 2 del artículo anterior, ellos no podrán oponerse a modificaciones que no afecten al honor o reputación del autor".
Es decir, podrán oponerse a las modificaciones que de algún modo puedan afectar al derecho moral del autor, pero no a otro tipo de enmiendas.
Aparte las anteriores, he presentado otras indicaciones sobre las cuales no deseo detenerme. Sólo me interesa destacar que concuerdo con la observación de que el problema relativo a los derechos conexos con relación a los intérpretes y a los productores de fonogramas, debe ser re-estudiado. No parece el sistema más adecuado de protección el que reconoce a los productores de los fonogramas un porcentaje bastante alto de esos derechos conexos, y que para colmo, les entrega a ellos mismos la función de recaudadores del producto de esos derechos. Me parece que en el segundo informe puede estudiarse una fórmula que perfeccione el proyecto en esta materia.
Estas son las observaciones que deseaba formular en cuanto a la iniciativa en debate, y reitero mi opinión en el sentido de que ella constituye un valioso esfuerzo, digno de aplauso, porque viene a solucionar un serio problema, a mejorar de manera importante nuestra legislación vigente en esta materia, en beneficio de los intereses generales de la colectividad, y a hacer justicia a los intelectuales y artistas.
Nada más, señor Presidente.
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