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- rdf:value = " El señor FERRANDO.-
Señor Presidente, a poco más de 24 horas de conocerse las palabras pronunciadas por Pablo VI en las Naciones Unidas, corre por el mundo entero, por intermedio de las informaciones cablegráficas, de radio y de prensa, un aliento de hermandad y una esperanza de paz.
Por eso, me atrevo a levantar mi voz en este Honorable Senado, en nombre de la Democracia Cristiana, para recibirlas y hacernos eco, modestamente, de la resonancia que ellas deben tener y están teniendo en la conciencia del mundo entero, sin hacer diferencias de raza, color, pueblo, ideologías políticas o religiosas. Esas palabras tienen un eco que nace del hecho de que sus expresiones llegan hasta nosotros con un mensaje veinte veces secular. Por eso, él mismo se llamó, en medio de esa asamblea, el "mensajero que, al término de un largo viaje, entrega la carta que le ha sido confiada", mensaje recibido hace ya mucho tiempo por los hombres de buena voluntad, como conquista de la paz.
"Así tenemos nosotros conciencia de vivir" -decía Pablo VI- "el instante privilegiado, por breve que sea, en que se cumple un anhelo que llevamos en el corazón del pontificado desde hace casi veinte siglos."
Efectivamente, hace mucho tiempo que Pedro, el Pescador, está marchando a lo largo de la historia, en un duro y laborioso peregrinaje, buscando un coloquio con el mundo y el hombre, caminando desde aquel instante en que le fue encomendado el "Id, propagad la buena nueva a todas las naciones."
¡Dónde, señor Presidente y Honorable Senadores, mejor y en forma má« representativa que allí, en la sede de las Naciones Unidas, podía entregar ese mensaje, ya que quienes allí se sientan representan a todas las naciones! Allí, ante todos, llega el mensajero a entregar su mensaje, que nace de una experiencia histórica, que habla teniendo conciencia de hacer suya la voz de los que ya no están, como también la de quienes actualmente cumplen la misión del peregrinaje. Habla con la voz de los muertos caídos en las sangrientas guerras, que, al participar y caer en ellas, soñaron que su sacrificio sería fuente de concordia y, tal vez, fuente de la paz; habla con la voz de los que continúan la peregrinación, que han sobrevivido a la destrucción, con la voz de quienes condenan de antemano a los que pretenden renovar la guerra ; habla con la voz de los jóvenes de nuestros días, que avanzan confiados, esperando con justo derecho una humanidad mejor. Pero hace suya, en forma especial, la voz de los pobres, los desheredados, los desventurados, de quienes aspiran a la justicia, a la dignidad de vivir, a la libertad, el bienestar y el progreso.
Con esos antecedentes, levanta su voz en la solemne asamblea de los pueblos el que puede hablar con el eco de una experiencia dos veces milenaria.
Habla también con la sencillez propia del que no es más que un hombre, tal como quienes lo escuchan, que se llama "un hermano vuestro y uno de los más pequeños de entre vosotros, que representáis estados soberanos." Ese hermano no tiene poder temporal alguno ni pretende competir entre ellos. Se hace presente no teniendo nada que pedir, ninguna cuestión que plantear; tiene un deseo que formular, un permiso que solicitar: el poder servir con desinterés, humildad y amor.
Llega a la Asamblea de los Pueblos a reconocer lo que han hecho; concurre a reconocer y pedir que se proyecten para el porvenir, por intermedio de esa asamblea, las formas permanentes que permitan la paz.
Quiere que la pluralidad de los estados reciba el reconocimiento de alto valor jurídico y moral que cada nación soberana merece, para que así surja un sistema estable y ordenado de vida internacional. Porque esa asamblea debe sancionar el gran principio de que las relaciones entre los pueblos deben estar regidas por la razón, la justicia, el derecho, y no por la fuerza, la violencia o la guerra, como tampoco por el temor y el engaño.
Todo lo que en esa asamblea verdaderamente histórica señaló, con la sencillez propia de quien habla con la fuerza de la verdad, tuvo un momento cumbre.
Imagino con qué recogimiento todos los asistentes deben de haber oído la voz del Papa cuando imploró la paz. Me parece ver su figura blanca, con los brazos abiertos, implorar la paz, clamando: "Nunca jamás ios unos contra los otros, jamás, nunca jamás. Nunca jamás guerra, nunca jamás guerra. Es la paz, la paz, quien debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad."
Señor Presidente, Honorables Senadores, para eso nacieron las Naciones Unidas : para que no haya más guerra, /pero, sobre todo, para que reine la paz, y que esa paz se construya haciendo que el hombre viva con la dignidad que, como tal, le corresponde. Por eso corre por el mundo, comoi él lo dijo, la necesidad de las palabras de Isasías: "Y volverán sus espadas en rejas de arados, y sus lanzas en hoces."
Utilicemos los avances de la ciencia, no para la muerte, sino en instrumentos de vida para la nueva era de' la humanidad.
Solemne e inolvidable, en las anales de la organización de los estados y de América, este viaje del continuador de Pedro. Por primera vez, rompe la distancia que medía entre el Viejo Mundo y el Nuévo y pisa la tierra de este continente, para clamar por la paz en esa organización, con la autoridad moral que el mundo le reconoce, por una paz fundada en el amor, la justicia y la hermandad.
Quiero pensar que su presencia y sus palabras golpearán la conciencia del mundo y la nuestra para inducirnos a luchar por la paz que une a los hombres y abre el camino a la gran humanidad que no tiene fronteras, ni de razas, ni de continente ni de religión, pero que se conmueve ante el mandato de la buena nueva y se renueva frente al mandato de la paz por la buena voluntad.
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