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- rdf:value = " El señor FUENTES (don César Raúl).-
Señor Presidente, me refería al pensamiento de Albert Camus cuando sostiene que la sociedad no cree en el pretendido efecto ejemplarizador de la pena capital cuando establece una forma de ejecución absolutamente privada; porque dice que no puede ser ejemplar el asesinato que se comete de noche en la prisión, porque a lo sumo sirve para informar a los demás que sufrirán la muerte si llegan a matar, porvenir que también tienen prometido aquéllos que no matan.
Prescindiendo de la publicidad, se trata de un hecho conocido por todos y de tiempo en tiempo, proyectado bajo la imagen de una ejecución ablandada con fórmulas calmantes. Un futuro criminal que en la mañana ignora que en la tarde matará, ¿cómo podría tener presente en el momento del crimen una sanción cada día más abstracta? Hay que matar públicamente o confesar que la privación de la vida humana es tan repugnante que la sociedad no se siente autorizada a consumarla.
Porque, hablemos con franqueza, el valor de la vida humana no merece siquiera compararse con los medios empleados para extirparla. En realidad ¿qué importancia pueden tener los medios salvajes o más civilizados, el espectáculo, o la privacidad, sí ambos producen deliberadamente el instante que separa la vida de la muerte? ¿Qué se saca con humanizar la forma si se mantiene la misma sanción brutal? Desde el punto de vista de la función de la pena, la supresión de la publicidad le quita a la pena capital su finalidad útil y la deja marginada de las normas éticas del derecho, que no son moralmente neutras, sino que tienden a realizar valores de la naturaleza humana. La ejecución sin publicidad le quita a la pena de muerte el carácter edificante que muchos han pretendido ver en ellas. Teniendo claro que, por su propia naturaleza, es una sanción que impide la enmienda de quien la sufre, que niega la posibilidad de readaptarse, que desespera de la capacidad del hombre para su progreso espiritual, es forzoso preguntarse si previene la comisión de nuevos delitos, si sirve para eliminar la criminalidad. Porque el derecho penal moderno no ve en la aplicación de una pena una medida de justicia absoluta o metafísica, sino un instrumento para reeducar al delincuente, para prevenir o desalentar los hechos delictuosos del futuro o para defender a la sociedad, porque el Derecho Penal moderno abandonó y renegó con dignidad de la aplicación del principio "talional". Pero las finalidades de defensa y de prevención descansan en el efecto intimidativo y ejemplarizador de la pena de muerte.
Es frecuente escuchar argumentos superficiales y apriorísticos en defensa de la pena capital, afirmándose que el solo conocimiento del riesgo de perder la vida se transforma en una remora para obrar criminalmente.
Señores Diputados, nosotros que actuamos quizás como pocos, en la amplia gama del quehacer humano, sabemos que el riesgo de morir no frena ninguna empresa decidida a consumarse. En nuestros días, una serie de actividades entrañan verdaderos peligros; y quienes las ejercen hacen fe en su pericia para salir victoriosos, a pesar de que muchas veces ocurre lo contrario. Actividades deportivas, como las carreras de automóviles, el alpinismo, el boxeo y tantas otras, terminan con la vida de quienes las acometen; sin embargo, estos deportes se siguen y se seguirán practicando en el futuro.
Recientemente, una tragedia en una mina de carbón arrojó un saldo de una docena de muertos entre los mineros que trabajan en ella, y los obreros quizás los mismos que sufrieron la tragedia y escaparon con vidasiguen y seguirán trabajando en esa misma empresa y lugar.
Los accidentes que día a día leemos en las páginas de los diarios, y que nosotros mismos hemos presenciado en el camino carretero, no han sido ni serán capaces esto lo saben los Diputados, las personas que presencian el debate y los que leerán la versión de esta sesión de impedir el manejo descuidado, para cuya prevención ha sido necesario intensificar en nuestros caminos la vigilancia policial.
El riesgo de perder la vida no detiene las acciones que realmente se quieren llevar a cabo; la esperanza de salvar los obstáculos y la eventualidad de las desgracias contribuyen a ello. Si existiera absoluta certidumbre, la cuestión sería totalmente diferente.
Sí, señor Presidente; todos los hombres tenemos que morir, pero ninguno siente la condena mientras no sobreviene la certeza. Los homicidas, si lo son por ímpetu, no piensan en el significado de su acción, ni en el honor, ni en la muerte que les pueda aplicar un tribunal; si son premeditados, el estímulo que se despliega en la premeditación no tiene mayor probabilidad de ser paralizado en el terreno del delito con más fuerza que el de las otras actividades humanas.
Si analizamos más detenidamente la cuestión, observaremos que hay muchas situaciones criminales que hacen ostensible un desafío temerario, no ya a la pena de muerte, sino a la muerte misma.
En algunas entrevistas periodísticas, he recordado el reciente dramático suceso que terminó con la vida del candidato presidencial norteamericano senador Robert Kennedy. Sirhan Bicchara consumó su atentado en presencia de familiares y amigos de la víctima. ¿No es razonable pensar que en ese momento cualquiera hubiera podido ultimar al delincuente y por los medios más salvajes y crueles? El peligro cierto de su muerte no retuvo su acción brutal.
La muerte misma carece de potencia para detener el delito. ¿La tendrá la pena de muerte, que es el resultado de un juicio criminal? Y ¿qué significa el juicio, sino un procedimiento relativamente largo, de mucha duración en nuestro país, que tiene por objeto probar la existencia de un hecho penado por la ley y la participación culpable del reo y donde a éste se le debe dar la oportunidad de ser oído, de hacer valer los descargos que le permitan defenderse? ¿Es que el juicio criminal mismo no constituye para el delincuente la esperanza de liberarse de la máxima sanción
Señores Diputados, cualquier análisis sereno, detenido, consciente de la sanción penal y de la pena de muerte nos llevará a la clara conclusión de que el carácter imtimidativo y ejemplarizador depende, no tanto de la gravedad, como de la certeza de que la sanción seguirá al hecho delictuoso como necesaria consecuencia. Si frente a un hecho delictuoso su autor, ineludiblemente, experimentara la privación de su existencia, la pena de muerte podría recobrar el vigor intimidativo de que los antiabolicionistas hacen gala. Pero ello no es así. Para que lo fuera, la norma jurídica debería actuar mecánicamente, independientemente de los tribunales de justicia, desvinculada de los poderes públicos y del hombre, es decir en un plano utópico e ideal.
Muy vinculada al problema de la certeza se encuentra la cuestión de la frecuencia en que una misma pena se ejecuta. Una sanción criminal que se lleva a cabo de tarde en tarde pierde su fuerza intirnidativa ante la conciencia ciudadana. Una sanción criminal que se prodigue discriminadamente en forma diferente ante un mismo tipo de delito deja de ser la consecuencia necesaria de esa determinada infracción. En materia de pena de muerte los datos que nos entrega el sistema judicial chileno son claramente concluyentes. Al final del informe, los señores Diputados podrán leer las cifras estadísticas. A partir de 1900 y hasta la fecha, es decir, durante 68 años, se ha ejecutado a 51 personas en el país por delitos similares (casi todos robos con homicidios o solamente homicidios) y se ha dejado de ejecutar, conmutando la pena de muerte por presidio perpetuo, a 780 condenados por el mismo tipo de delitos. Los números son elocuentes y no necesito explayarme sobre ellos. En nuestro país la pena de muerte ha caído en el desuso. Tomemos en cuenta, por otra parte, que el Ejecutivo ha propuesto su restricción como un paso a la total abolición.
Claramente demostrado que la muerte no constituye un desaliento significativo para actuar, y mucho menos la pena capital, nos corresponde discurrir, ahora, sobre algunas cuestiones que se analizan muchas veces con cierta ligereza, haciendo infecundo el diálogo entre los abolicionistas y sus contrarios.
Lo primero consiste en determinar qué debe entenderse por efecto intimidativo de la pena capital. No se trata sólo de saber lo que hasta el momento hemos respondido. Se trata también de establecer si las otras penalidades vigentes, por ejemplo el presidio perpetuo, pueden reemplazar a la pena de muerte en la eficacia intimidativa que algunos quieren suponerle.
La experiencia, universalmente comprobada, nos indica que la supresión de la pena de muerte no produce un aumento de la delincuencia, como su reintroducción no produce una disminución de la misma.
El boletín entregado a la Sala, señor Presidente, contiene un análisis muy interesante del profesor francés Marc Ancel, encargado, por las Naciones Unidas, de realizar un estudio sobre esta materia, que es realmente importante y en el cual, como los señores Diputados habrán podido leer, se dan cifras muy claras en cuanto al aumento, mantención o disminución de la criminalidad, según sea derogada o introducida la pena de muerte dentro de la legislación penal.
Señor Presidente, no desearía leer esa parte del informe que los señores Diputados tienen a la mano; pero me parece muy interesante su revisión para formarse una idea cabal sobre la cuestión y para pronunciarse en definitiva sobre la materia. Por esto, quisiera, para los efectos del sistema de la exposición, que se insertara en mi intervención el párrafo de la parte expositiva del boletín que se individualiza con el número 2 de la página 5. Rogaría al señor Presidente que recabara el asentimiento de la Sala, una vez que haya número para proceder en la forma que he indicado.
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