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- rdf:value = " El señor GARAY.-
Señor Presidente, el 3 de este mes, se celebra el "Día del médico", para recordar que, totalmente consagrado por temperamento, amor y vocación a prevenir y curar las enfermedades, este profesional desempeña en la sociedad la más elevada función de cultura y de libertad de espíritu y que, preciso es reconocerlo, difícilmente se encontrarán otros ciudadanos que tomen la vida pública con el corazón del templario.
Los médicos se han purificado en el sacrificio. Basta recorrer la historia para comprender con cuánta amargura se ha ido construyendo la figura del médico. No es necesario mirar demasiado lejos: basta recordar lo ocurrido en nuestra patria, donde los médicos y cirujanos -algunos, clínicos insuperables- fueron despreciados; por la opinión pública y su ejercicio fue reputado digno de esclavos y villanos.
Consolidada la independencia del país, las autoridades trataron de organizar los estudios médicos contratado profesores extranjeros, para iniciar cursos que debían quedar anexados al Instituto Nacional. Durante 15 años, no hubo ningún joven que se sintiera capaz de romper la barrera del desprecio, no obstante que muchos poseyeron la conciencia de su propia vocación, corno expresión de la aptitud para servir a sus semejantes con celo e inteligencia.
Fue necesaria la visión de un hombre genial, da don Joaquín Tocornal, para comprender que no se podría realizar un progreso notable en la medicina de nuestra patria si no se la dignificaba socialmente. Hoy, a más de ciento treinta años de distancia, a muchos parecerá el hecho pueril y candoroso, pero, en la realidad, ése fue el paso decisivo que ha llevado a la medicina chilena por el camino de una parábola ascendente al alto nivel que ocupa en América, no sólo como ciencia y como arte, sino como ejemplo de la más alta ética.
Cuando Tocornal fundó, en marzo de 1833, la Escuela de Medicina, matriculó en ella a su propio hijo, don Francisco Javier, quien, con el correr de los años, sería Decano de nuestra Facultad de Medicina y un profesional cargado de saber y de prestigio. Bastó este simple hecho para que la juventud chilena se interesara en los estudios médicos y la universidad nos proporcionara profesionales de la más alta calidad. Pero, para el estudiante y el médico, en su vida cuotidiana, ¡cuántas privaciones, cuánto dolor acumulado, cuánto placer reprimido! Todo ello es necesario a fin de que, en el ejercicio diario, no sea solamente un clínico o un cirujano admirable, sino también predominen en él, sobre todo, las excelencias de su corazón, el más noble y el más generoso que se haya conocido.
Tras su amable sonrisa debe estar su alma, hecha para la bondad cordial, para la comprensión humana de todas las cosas. Debe conocer a sus pacientes con sus pasiones y debilidades, comprenderlas; perdonarlas y ser un guía para orientar al enfermo.
El progreso incesante de la medicina, que no es una simple evolución, sino una revolución gigantesca, que cada día permite prevenir en mayor número las enfermedades, formular un diagnóstico preciso e instituir un tratamiento oportuno y adecuado, ha logrado elevar en nuestra patria el término medio de vida de 27 años, que conocieron nuestros maestros hasta aproximadamente 60 años, nuestro actual promedio.
Pero todo ello se ha logrado con la entrega total del médico al servicio de la comunidad, sin egoísmos, mediante un estudio continuado que solamente termina con la propia vida del profesional. El caso de los médicos es ejemplar, porque siempre han puesto su voluntad e inteligencia al servicio heroico de nuestra patria. Y digo al servicio heroico porque ninguna otra profesión puede mostrar, en el país y en el mundo entero, un mayor número de mártires que ofrendaron su vida por salvar la de otros. Entre ellos están los nombres de Solís de Ovando, muerto en Salamanca en una epidemia de tifus exantemático; el de Marcos Macuada, quien combatió la fiebre amarilla en Tocopilla y el de centenares de médicos que fallecieron durante epidemias de viruela, de bubónica, de tifus. En el crisol del tiempo resplandece su gloria, limpia de equivocaciones y de flaquezas, Ayer no más recordábamos en esta Sala la egregia figura de Lorenzo Sazie y su noble muerte.
Es curioso que todavía transiten por la vida -ardua y cruel- envueltos a veces en una niebla de tensiones y desagrados, personajes tan desprovistos de amarguras corno nuestros médicos más modestos o más selectos, para quienes la ciencia, el progreso y el amor al prójimo han constituido su único camino de felicidad.
Por todo ello, impregnada la conciencia de mis Honorables colegas con estos hechos ciertos, he querido levantar mi voz para saludar en este día al médico de mi patria y para reiterar, una vez más, que seamos para bien de ella que la posición del médico se llegue a convertir en una versión de algo tan viejo como la actitud crítica extremada, nacida de la desilusión y de la amargura.
No se puede seguir anclado únicamente a los afectos, al respeto del pasado, a las tradiciones solemnes. Hay un imperativo de nuestro tiempo y un llamado del porvenir que escuchar para todas las actividades Humanas. Hay que esforzarse en dotar a la medicina de una pasión remozada, de un contenido actual...
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