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El señor COLOMA.-
¡No tantos: solo los necesarios! Pero no cinco minutos, sino diez.
Señor Presidente, no cabe duda de que, al leer el título del proyecto de ley, relativo a normas en favor de la probidad, naturalmente se tiende a una disposición positiva, porque nadie puede estar en contra de ese propósito. Pero la visión del Senador que habla no es tan optimista como la que se ha planteado aquí, en el Congreso, y tengo algunos reparos respecto de la filosofía que hay detrás de la iniciativa.
Aprovecho de recomendar un libro muy notable de Daniel Kahneman, único no economista que ha obtenido el premio Nobel de Economía, quien, a propósito del juicio y de la toma de decisiones, explica la dicotomía que particularmente se da en el cerebro de quienes tienen que resolver, entre ellos los políticos. Intervienen dos mecanismos: el sistema 1 -así se define-, que es el intuitivo, rápido, con respuesta para todo y en el cual el individuo se deja llevar mucho por lo que eso pueda suponer; y el sistema 2, mucho más lento, perezoso, en el que se da una segunda vuelta y se miden con mayor profundidad cuáles son, dentro de la sociedad, los efectos de las decisiones propuestas por el anterior. Y planteo esta reflexión literaria porque creo que algo de eso ocurre precisamente en el proyecto de ley.
Esta es una iniciativa que busca prestigiar la política. Y, básicamente, genera o instala, en un conjunto de prohibiciones o exigencias a los servidores públicos, la clave con la cual poder fortalecer la probidad y, con eso, la respetabilidad de la acción pública.
Es algo similar a lo que se intentó o se hizo, con éxito relativo -por la forma de resolver, no por el contenido-, en el caso de la ley de transparencia. Dicho cuerpo legal era necesario, existiendo un espacio de opacidad que había que cubrir en una sociedad moderna; pero se llegó a un extremo en el que no sé si hoy día necesariamente el propósito perseguido está ayudando a que el país funcione o más bien está generando problemas para tal efecto.
Antes de intervenir en la Sala me di la molestia de hacer averiguaciones con algunos Secretarios de Estado. Se me dijo, por ejemplo, que solo en los ministerios de Obras Públicas, de Vivienda y de Agricultura se registran 15 mil peticiones de información al año. La única labor de más de 200 funcionarios públicos es responder oficios de requerimiento de antecedentes.
Alguien podrá oponerme que se trata de algo muy relevante. ¡Claro! Al preguntar en el Ministerio de Vivienda qué fue lo último, me impuse de que un ciudadano pidió que le mandaran todas las normas legales en virtud de las cuales se le prohibía trotar desnudo en el Parque Metropolitano, perteneciente a la Cartera. Otro individuo pidió copia de los últimos 400 oficios enviados por la Ministra de Obras Públicas.
Entonces, al final, el concepto de transparencia, que es deseable, se transforma -al ser instalado como solución, pero sin un criterio para ser aplicado-, en una traba para el funcionamiento de las Secretarías de Estado que deberían resolver problemas o da lugar a una burocracia.
Mi temor, señor Presidente, es que algo equivalente pueda ocurrir con el articulado en estudio.
Observo en la iniciativa dos líneas gruesas, no solo una.
Comparto una de ellas, que es la precisión de cómo se debe generar la declaración de intereses y patrimonio. En ese sentido, creo que nos hallamos ante un buen proyecto, porque claramente es muy superior a la complejidad en que terminó el anterior. Basta leer las declaraciones que muchos entregan para darse cuenta de que no se entiende nada.
Pero la idea de legislar contiene otro elemento, que es la obligación de delegar a terceros la administración de bienes. Mantengo ahí una visión contraria, porque, desde mi perspectiva, los ciudadanos que nos dedicamos al servicio público no somos discapacitados, desde un punto de vista legal.
Cuando estudié Derecho, se contemplaban personas plenamente capaces y las incapaces. Aquí se ha inventado una tercera fórmula, en cuanto a una incapacidad del que ejerce una función pública para administrar sus bienes. Eso no es sobre la base de una determinada cantidad de ellos: es por ocupar un cargo.
Como se podrá ver en mi declaración de intereses, tendré que otorgar un mandato, al igual que en muchos casos, para administrar una acción del Club Hípico. No voy a autorizar a que la vendan, porque es de las cosas que me gustan. Y poseo acciones del capitalismo popular desde hace muchos años. Me veré en la necesidad de contratar a alguien para estos efectos.
Es un buen negocio, dicho sea de paso, para el mundo privado, porque existirá la obligación de que alguna entidad administre un patrimonio. Y ello dice relación con todos los presentes. A mí no me importa, desde una perspectiva de obtener alguna ventaja. Pero, filosóficamente, no sé si eso va a generar incentivos para que más personas entren al servicio público. No sé si se apunta en el sentido correcto de concluir que una actividad es noble, que existen autocontrol y disciplina, que hay gente seria, o bien, que somos tan, pero tan incapaces, o peligrosos, o ineptos, que tenemos que entrar en una excepción respecto de la administración de un bien.
A estas alturas de la vida, uno dice con más libertad lo que piensa. Probablemente resultará extraño, pero creo que esta no es la fórmula global de enfrentar la validación de la política. ¿Dónde está el eje de la desnaturalización de la actividad o del desprestigio, más allá del aspecto social, evolutivo? Obviamente, en un mundo menos dramático, con más consensos máximos, es más difícil una adhesión política tan incondicional como la de décadas anteriores. Y este es un fenómeno mundial. Pero parte de la legítima diferencia dice relación con noticias como la publicada recién hoy día en el sentido de que el Senado demoró cuatro años en despachar el proyecto sobre la televisión digital; o con la calidad de las leyes, que no pasan, muchas veces, por todas las exigencias de rigor y después tienen que ser modificadas; o con un despacho a la carrera en función de situaciones emocionales que se dan permanentemente y que suelen ser malas consejeras para legislar pensando en el Chile grande, en el del futuro, y no en el de la próxima semana.
Por lo tanto, coincidiendo con la primera parte de lo que aquí se busca, no comparto la filosofía de que la forma de enfrentar la vinculación con conflictos de intereses es declarar la incapacidad jurídica o mental de determinadas personas para administrar sus bienes.
Si fuera en función de montos, del tipo de legislación, ahí están las inhabilidades para determinadas votaciones. Pero mandatos obligatorios de un montón de funcionarios públicos -lo digo en el Congreso, porque lo estaba leyendo- y el encapsulamiento que se registra no constituyen, desde mi perspectiva, el tipo de respuesta que me nace.
Soy partidario de la libertad, de la dignidad. Soy un firme convencido de que el servicio público es un deber muy noble, que es preciso conducir siempre, obviamente; pero no es algo de lo que me tenga que sentir avergonzado por ser parte de un Congreso, en términos tales de ser necesario un sistema de administración completamente impropio de alguien libre, honrado, que no actúa en el giro del delito.
Quería por lo menos exponer mi punto de vista en la materia, señor Presidente , porque, en el caso de la transparencia, siento que me faltó más fortaleza para destacar, en su momento, los excesos que a veces origina una buena idea mal implementada. En la perspectiva del Gobierno, veo el tiempo y la dedicación que Ministros y funcionarios destinan a responder cuestiones que no tienen nada que ver con el sentido último de la transparencia. No quiero que ocurra ahora algo parecido. No me parece que sea la línea correcta.
Valoro lo de la declaración de intereses y patrimonio. Pero no estimo adecuado que el proyecto haya buscado velar por la probidad siguiendo la vía de generar un manto de duda permanente sobre la honradez o valía de quienes se dedican al servicio público.
He dicho.
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