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El señor RÍOS.-
Señor Presidente , en los últimos cincuenta años la variación del período de estudio, versus trabajo y luego descanso, ha sido significativa.
En la mitad del siglo pasado, la suma de los años preescolares, de estudio y de trabajo -al menos, en los sectores más pobres- no varió en relación con los actuales.
Si bien es cierto que el período de estudio era menor al de ahora, el laboral se extendía hasta los 65 años en un alto número de trabajadores, lo que se vinculaba a la previsión social del mundo obrero. En una proporción más reducida se encontraban sectores que, a través de normas legales previsionales diversas, lograban pensiones con menos años de trabajo.
El sistema, como es conocido, colapsó. La razón de ello presentó dos connotaciones muy definidas: la primera, la enorme injusticia de uno a otro sistema previsional en aquellos años, y la segunda, la inadecuada administración de los recursos.
En el primero de los casos, la llamada "previsión obrera", que comprendía básicamente el trabajo manual, sumaba a jubilaciones misérrimas la ausencia de la mujer en el mundo laboral, en casi ciento por ciento, lo que obligaba al propietario de tales pensiones a sostener un costo de vida francamente insoportable.
Pero eso no era todo. Las expectativas de vida eran menores que el número de años de trabajo requeridos para obtener la ansiada pensión. Es decir, una cifra significativamente alta de personas simplemente fallecía antes de completar el tiempo obligado para ingresar al sector pasivo.
A su vez, en otras áreas de actividad, como la parlamentaria, era posible jubilar a los 30 años de edad. Bastaba para ello lograr un escaño en el Congreso sólo por un período, agregando ocho años más de previsión o la demostración de "lagunas" laborales, incorporadas sutilmente por los expertos de la época, para que se acogiera la pensión de por vida, que siempre era inmensamente superior a la obtenida por el obrero a los 65 años de edad.
Existieron entidades previsionales que, sumadas al mecanismo anterior, permitían dibujar un mapa de injusticia pocas veces analizado por nuestros expertos sociales. Quién sabe si uno de esos ejemplos más decidores era la Caja de Previsión de los Herradores y Jinetes del Club Hípico de Punta Arenas, que reunía a 14 cotizantes. Los recursos, fuera de la escuálida cotización, le llegaban a través de innumerables leyes que la favorecían, con el prurito de "tener una actividad hípica en una zona extrema". No tengo información acerca de si se pensionaron todos sus afiliados.
En aquellos años, el Servicio de Seguro Social reunía a 65 por ciento del mundo laboral. Es decir, a la luz de los antecedentes sobre las expectativas de vida -no más de 62 años-, era evidente colegir que el obrero no tenía seguridad alguna de gozar de un período de descanso, pues fallecía antes. Y aquellos que lograban traspasar el promedio de vida nacional, aparte de recibir una pensión humillante, tampoco gozaban de una salud adecuada ni de una vivienda digna, ni menos de la necesaria recreación que ese grupo social requiere para disfrutar de dicho período.
Hoy, transcurrido medio siglo, tenemos a la vista un cambio de proporciones gigantescas. De partida, salvo el caso de las Fuerzas Armadas, el sistema previsional es uno solo. Si bien es cierto que las pensiones se ajustarán a los montos depositados en las cuentas previsionales individuales, las normas que lo rigen son iguales para todos. Sólo falta apostar -y ése será el gran paso social de nuestro futuro, considerando los enormes recursos que está recibiendo el Estado, además de la lógica extinción paulatina de las obligaciones asumidas con los imponentes del antiguo sistema- a la extensión del subsidio existente, denominado "pensión asistencial", a aquel sector pasivo de baja pensión por efecto de ser heredero del sistema antiguo y podamos otorgar un beneficio que permita contar, al igual que con un ingreso mínimo, con una pensión mínima.
En el hecho, tal pensión mínima, en parte, se está produciendo indirectamente, por la inyección -comprobada- de recursos económicos para la tercera edad. De partida, sus planes de salud han experimentado un considerable aumento en las coberturas requeridas. Por otro lado, el Ministerio de Vivienda ha instruido respecto de la construcción preferencial de hogares para ese grupo social etario, adecuando sus programas habitacionales en la perspectiva de ancianos sin casa, con formas de pago o arriendo del inmueble que satisfagan esta necesidad vital. Y a ello se agregan programas de atención que culminaron con la creación del Servicio Nacional del Adulto Mayor.
En verdad, existe un avance. Sin embargo, el hecho de que haya sido el Estado y no la persona el que asuma la responsabilidad de administrar libremente tales recursos provoca enormes quejas, molestias y -lo que es más grave- temores acerca de las expectativas que demandarán los años de vejez. Y, claro, tal inquietud se manifiesta en prácticamente el cien por ciento de la clase media, que percibe, en estos programas, una preocupación estatal por el sector modesto de la población, pero que la deja a ella un tanto "librada a su propia suerte".
A partir de la década de los treinta, el Estado irrumpe con fuerza en la organización familiar. En efecto, el factor volumen, que comienza a avizorarse en esos años, es recogido por él, pues en el ámbito privado no hay claridad ni actitud alguna en torno a administrar las necesidades que generaban esas magnitudes sociales, que atraerían mucho dinero para su administración.
Es importante reconocer al respecto que el Estado chileno ha sido por años impulsor de sistemas de administración social, aunque con resultados no siempre óptimos -como ya lo hemos dicho-, por la precariedad con que actúa en cuanto a la excelencia administrativa exigida en el ámbito pertinente.
Por ello, a partir de ese hecho, es necesario reconocer también que siempre el sector privado ha debido continuar el desarrollo de los programas iniciados por el Estado, incluso en otros ámbitos, como el de la industrialización.
Sobre lo anterior, vale la pena un par de reflexiones.
La primera -quién sabe si la más trascendente- está referida a la responsabilidad, compartida con el Estado, de la administración, con visiones políticas diversas, en relación con lo que pocas veces se considera: la familia.
Ninguna familia unida, fuertemente influenciada por principios y valores sólidos, tendrá con el adulto mayor un problema en extremo grave, menos ahora, cuando sus componentes más jóvenes se encuentran, en alta proporción, incorporados a un mundo laboral y profesional de la excelencia que está alcanzando el país.
Es importante señalar lo anterior, por cuanto cualquier sistema previsional, sea obligatorio o espontáneo, conlleva de manera indispensable el factor incertidumbre sobre su propio futuro.
Lo entendemos, entonces, como un seguro de riesgo que pretende dar mayor satisfacción al periodo de vejez, que culminará necesariamente en el fallecimiento del individuo.
Esa etapa nunca puede ser sólo responsabilidad de la persona que la está viviendo. Muy por el contrario. Un Estado que asume solo los problemas de quienes llegan a la tercera edad está marginando al principal de sus socios: la familia del causante.
Al respecto, la tantas veces oída frase "Mi viejo está muy mal porque tiene una pensión miserable y las autoridades nada hacen por él" es la más clara manifestación de una política estatal que siempre marginó a la familia de esas responsabilidades comunes.
Se extiende la tercera edad y surge en el horizonte la cuarta edad
La circunstancia de que medio siglo atrás la extensión de la vida contemplara dos periodos muy definidos, prelaboral y laboral -esto, debido a que la expectativa de vida superaba levemente los 62 años y, como expresé, el sistema de otorgamiento de pensiones para la mayoría de los trabajadores partía desde los 65 años-, hizo que se llegara tarde con las preocupaciones esenciales impuestas por un periodo de vida que cada día se extiende más y que la institucionalidad bautizó con el sugestivo nombre de "tercera edad".
En efecto, la etapa de vejez ha reunido, sin duda, el mayor número de inquietudes en la población. La actual sociedad forma parte de un conjunto de cambios profundos que han tornado más difícil la adaptación ciudadana a esta nueva realidad. En pocas palabras, el desarrollo, el avance de la tecnología y de la ciencia, y otra serie de circunstancias están "obligando" a la gente a preocuparse por su vida más allá del término de su periodo laboral.
Es verdad que quienes han llegado a esa etapa de la vida o están por hacerlo se encuentran con una nueva visión de la familia: más desunida, menos responsable, más dispuesta a deshacerse luego de ellos. Llegan a esta edad en hogares estrechos y sin ventilación adecuada; las más de las veces, con imágenes de los lugares donde nacieron -casi todos arribaron a las grandes urbes en un proceso sistemático migratorio a partir de los años sesenta-; con baja calidad de vida; con enormes inquietudes por los tratamientos de salud que deberán enfrentar, y, sumado a todo lo anterior, con pensiones bastante miserables.
Están enfrentando un quinto (veinte por ciento) de la extensión de su vida.
La sociedad actual -y estimamos que se mantendrá igual por varias décadas- organiza la vida en tres segmentos cada día más definidos: 30 por ciento de ella (hasta 24 años), niñez y estudio; 50 por ciento (hasta 65 años), etapa laboral, y 20 por ciento (a partir de los 65 años), sector pasivo. Todo esto, considerando las actuales expectativas de vida, que ya se encuentran en los 80 años.
De un somero análisis acerca de la participación del Estado y de la familia en cada una de estas etapas, podemos colegir que en la primera de ellas (24 años de promedio) entrega apoyo en servicios básicos; empero, es la familia la que adquiere relevancia en la conducción.
En la segunda etapa (la laboral), el Estado actúa en todo. Tal es la magnitud de su participación, que no estará ausente en lo principal de este periodo: el trabajo. No aceptará libertades contractuales, pues siempre considerará al trabajador incapaz para hacer frente a esa responsabilidad. La mayor demostración de este hecho es que el voluminoso Código del Trabajo engruesa permanentemente su articulado en una sola dirección: restar libertades individuales. Es en este contexto donde el mayor triunfo del individuo -logrado en al menos 300 años de historia-, su libertad individual, está perdiendo la batalla. Poderosos contingentes de funcionarios, ministerios, servicios públicos por doquier, además de tribunales especializados, han copado el ímpetu que posibilita al Estado mantener su presencia en la debilitada libertad individual.
Es que el periodo laboral representa el 50 por ciento de la vida (40 años en promedio) en esta sociedad. Por tal motivo, es natural, bajo esta doctrina, que el Estado se "engolosine" con dicha etapa.
Lo admirable es que, aun considerando que la falta de libertades para empleados y empleadores -incluyendo al principal de ellos, el mismo Estado- haya concluido en estos días en una paralización evidente de las contrataciones y -peor todavía- en un crecimiento abismante de trabajadores sin contrato -se estiman en unos 2 millones, cantidad imposible de controlar, a pesar del inmenso aparato estatal- que están siendo condenados por el propio Código del Trabajo a una vejez sin pensión, sin atención adecuada de salud ni vacaciones; tampoco desahucios ni subsidios estatales diversos (asignación familiar, vivienda y otros ligados a contratos o flujos estables de recursos que hacen a los beneficiarios sujetos de crédito), el Estado, con la complicidad política de la propia coalición y la ya conocida doctrina del "ceder para no perder" de otros, siga manteniendo la situación actual.
Un mayor análisis de lo que venimos exponiendo nos entregará más luces en este problema.
La idea del "patrón" irresponsable, abusador, que vive en una casa repleta de lujos, ajeno a la sociedad donde está inserto, es la imagen que tienen los legisladores preocupados por el mundo laboral. Sin embargo, la situación es diametralmente opuesta, pues, en estricta verdad, los empleadores que más trabajo entregan -80 por ciento- son los de las pymes. Es también en este sector donde se encuentra el mayor número -casi cien por ciento- de problemas contractuales.
La gran empresa tiene prácticamente nula participación en la aplicación de esta "justicia laboral". Y si analizamos el ciclo económico en los últimos veinte años, a pesar de todos los cambios que se han dado, veremos que la proporción del segmento laboral pyme sigue exactamente igual. Los porcentajes no han tenido ninguna variación. Y esto es lógico, pues ha sido, es y será más económico en este sector crear un nuevo empleo.
Es también real que 45 por ciento de los trabajadores de las pymes no tienen contrato. Las razones ya han sido expuestas. Y a ello se suma el hecho de que la deuda financiera vencida se encuentra asimismo en las empresas de dicho sector.
Ahora bien, si a lo anterior agregamos que tan sólo el 21 por ciento de las pymes sobrevivió diez años en su desarrollo y los informes sobre desempleo de los últimos siete años, concluimos que en 1999, con un crecimiento del 2 por ciento de la economía, la tasa de cesantía se elevó a 9 por ciento, cifra que no ha mostrado variación significativa hasta hoy, en circunstancias de que la economía alcanzó un crecimiento del 6,2 por ciento.
¿Podemos suponer que se produjo efectivamente una mayor contratación de mano de obra pero que ella se realizó, en un alto porcentaje, sin contrato?
Pareciera que hay fundamentos para sostener ese hecho, sobre todo cuando otros niveles económicos que miden el empleo, como el comercio, registraron en las ventas las alzas previstas para un país como el nuestro con sólo un 5 por ciento de desocupación.
Si lo anterior -muy delicado- se manifiesta en esta frondosa intromisión estatal, mucho más complejo es el problema al observarlo a partir de la doctrina política imperante, cuyo fundamento esencial se asienta precisamente en la libertad individual.
La sola mención de tal hecho nos lleva a sostener que la mala práctica antilibertaria en lo laboral, fuera de destruir parte importante de la sociedad, se da en un contexto distinto de lo principal. Pero es aún más delicada esta situación al comprobarse que, en las áreas del proceso social donde la libertad individual está demostrando éxitos admirables, queda a firme el éxito de tal doctrina, la cual deberá, en un período cercano, soportar la carga de tanto error en una etapa de la vida que, como ya hemos señalado, deberá asumir parte importante de la siguiente: la tercera edad.
La vejez, una inquietud no resuelta
De acuerdo con los tres últimos censos -1982, 1992 y 2002-, la población rural de Chile se encuentra en torno a los 2 millones 200 mil habitantes, habiendo aumentado en ese segmento el porcentaje de mayor edad.
A partir de los 60, y muy especialmente desde 1968 en adelante, año en que se produce la mayor emigración hacia la Capital (la televisión se extendía a todo el país), irrumpe la centralización con todas sus consecuencias. La más grave fue el desmembramiento de miles de familias. A lo anterior se une la enorme soledad de los más viejos, quienes quedaron en sus lugares de origen.
Ése es el primer paso, sin retorno, de la destrucción de la familia, que años después se incrementaría con la falta de preocupación social por su fortalecimiento y que culminaría con la información del último censo en el sentido de que 22 por ciento de mujeres son jefas de hogar.
Este último informe, que para muchos o muchas es un signo de la "fortaleza de la mujer chilena", no revela más que una crisis, de insospechadas proporciones, de la familia.
La falta de responsabilidad del hombre en una gran proporción de nuestra población, especialmente en la más modesta, permite el surgimiento de una responsabilidad femenina en el cuidado de los hijos que han quedado de uniones de hecho o de matrimonios débiles. El problema radica en que la mujer, ante la necesidad de sostener a sus hijos, debe trabajar y, por lo tanto, ausentarse del hogar, dejando a éstos en la soledad por largos espacios de tiempo.
Un alto porcentaje de la delincuencia surge, lamentablemente, de esos hogares sin preocupación de los padres o, simplemente, de la ausencia del progenitor.
Todo lo anterior va dando origen a una sociedad con debilidades extremas. Su crecimiento económico no basta frente a la falta de normas legales que permitan administrar mejor en lo laboral estas situaciones reales. Tampoco alcanza a los más débiles, a pesar de los enormes recursos de que dispone el Estado para cumplir con su responsabilidad subsidiaria. Todo esto incrementa a niveles dramáticos la desesperanza en el futuro.
En verdad, la persona mayor siente que no tiene ninguna arma de presión, tan socorrida en gobiernos como los recientes, para lograr un mejoramiento en la vida.
¿Qué hacer?
Los viejos sienten que a Chile se le divide en clases sociales, y la que surge para todos como primera preocupación es la clase media. Los mayores se sienten distintos a la división pública electoral de estos tiempos. Aun más: propugnan, sin decirlo, la división etaria más que lo social. Y tienen razón, porque ya el Estado ha impuesto obligaciones para que exista una razonable igualdad de oportunidades en las anteriores a ellos. En efecto, la educación está asegurada para el primer segmento, aquel que representa el 30 por ciento de la vida. En el segundo, al menos observan una voluminosa legislación donde, equivocadas o no, frente a sus ojos aparecen decenas o cientos de disposiciones que los protegen; pero en la vejez, nada especial.
Las noticias que se expanden en la diaria información dan cuenta de una vida dramática en la "tercera edad". Cada día el fantasma de la enfermedad -que de paso, por su costo, hace que pierdan sus escuálidos patrimonios- no los deja dormir tranquilos. Es que la salud, definitivamente, se ha transformado en el primer escollo de su calidad de vida futura. Tienen desconfianza, se sienten abatidos, carecen de esperanzas. Es una realidad dramática, que cada vez cobra nuevas víctimas. Por la extensión de la vida, ciertas patologías, antaño escasas, hoy son una realidad diaria. ¿Cuándo deberé enfrentarla?: es la pregunta que todos se hacen, cada día con más insistencia.
Sienten a la vez que la sociedad no entiende sus propias aprensiones y necesidades básicas de vida. La recreación, salvo contadas excepciones, tan necesaria para esta etapa de la vida, también está ausente en muchos de ellos.
Nos queda, entonces, construir un camino:
a.- En la salud, desarrollar en todas sus formas la geriatría. El Ministerio de Salud contará con la atención de todas las patologías más concurrentes en la tercera y cuarta edades. Se desarrollarán acciones comunes con la salud municipal. En cada consultorio de Chile existirá un área geriátrica, en lugares tales que permitan a los mayores llegar a ella sin complicaciones. Se buscará el ideal de salud, estableciéndose preferentemente consultorios y hospitales con esa especialidad.
Para lograr lo anterior, esa Secretaría de Estado deberá reformular sus programas de atención, así como el de becarios. Pondrá en marcha una "salud familiar" cuyo componente principal sean los adultos mayores; con ello constituirá una suerte de "sociedad común, familia-Estado", destinada a la atención y orientación de aquéllos.
b.- En la recreación, incentivar programas para los adultos mayores en las comunas existentes en el país. Habrá en todos los niveles -comunal, regional y nacional- "concursos familiares para el adulto mayor", que consistirán básicamente en promover la imaginación creadora en la elaboración de programas recreativos. Incorporaremos, en el marco de los proyectos financiables por los gobiernos regionales, aquellos destinados a la recreación comunal del adulto mayor. Debe considerarse que en el año 2020 habrá en el país 3 millones 700 mil habitantes mayores de 65 años; es decir, un 17 por ciento de su población. Las autoridades de todos los niveles deberán demostrar sus capacidades en la acción actual y preparación futura en sus respectivas comunidades ante la presencia de un alto número de personas de dicho estrato etario.
c.- En lo laboral, modificar las norma legales pertinentes a fin de permitir que el adulto mayor asuma, en completa libertad con su empleador, diversas modalidades de trabajo, que se adapten en mejores circunstancias y formas a su interés, esfuerzo físico, etcétera. Podrá considerar horas laborales determinadas, por día, semana o mes, distintas de las obligaciones de los trabajadores actuales. También podrá pactar remuneraciones libremente e incrementar o no su fondo previsional.
d.- El Estado subsidiará las pensiones que representen el 50 por ciento del sueldo mínimo, en la forma y monto que disponga la Ley de Presupuestos. La administración de este subsidio corresponderá al Ministerio del Trabajo y Previsión Social.
e.- Toda norma tributaria que tenga modificaciones en el transcurso de los años y que afecte a los pensionados carecerá de vigencia para ellos.
En ese aspecto, cabe recordar lo que ocurrió en las últimas votaciones referidas al proyecto de ley conocido como "Rentas Municipales II". Se incrementaron los impuestos territoriales, en circunstancias de que muchos de nuestros jubilados recogían los aspectos tributarios que los comprometían sin considerar nuevas alzas; y hoy, a través de una ley, los hemos implantado, sin tener ellos posibilidad alguna de ser afectados por ninguna enmienda sobre el particular.
f.- Deberemos procurar otorgar un subsidio a la calefacción en los hogares donde se encuentre un miembro de la tercera edad que por sus ingresos lo requiera. De esta forma incentivaremos la vida del anciano en el hogar familiar y apoyaremos sus inviernos junto a los suyos.
Finalmente
Esperamos en el futuro un programa real para la tercera edad, señor Presidente . Los viejos, en realidad, no pueden esperar. Lo que proponemos surge de la experiencia, de las realidades, de nuestra vida diaria, de nuestras visitas a los sectores más modestos. Es ahí también, en el sector medio, donde recogemos el drama del futuro.
He dicho.
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