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El señor LAVANDERO.-
Mucho se ha hablado en las pasadas sesiones acerca de la importancia de la familia, de la solemnidad que rodea el matrimonio y de los límites que deben fijarse al ejercicio de los derechos de las personas, lo que se ha traducido en la decisión del Senado de destinar varias sesiones a esta materia.
Quiero comenzar mi intervención destacando que, pese a esa atención, no se ha mencionado un asunto no menor, como es el que el proyecto que modificará de manera sustantiva la Ley de Matrimonio Civil -la cual data desde fines del siglo XIX- ha tenido que aguardar demasiados años para que nos hayamos decidido finalmente a enfrentar con decisión la materia de que trata. Ello, a pesar de que, desde la recuperación de la democracia, los estudios de opinión pública han venido mostrando el alto interés ciudadano por la posibilidad de establecer el divorcio, en particular cuando las estadísticas sobre el número de niños nacidos cada año fuera del matrimonio confirman la urgencia de mejorar la legislación y cuando sólo una ley como ésta apunta a proteger a la familia.
A estas alturas del debate, me parece evidente que ya todos los Senadores tenemos bastante formada nuestra opinión acerca de los méritos y defectos del proyecto de ley que nos ocupa, que merecidamente ha llamado la atención de la comunidad y de prestigiosas instituciones.
Sin embargo, deseo hacer algunas reflexiones -espero que sean un aporte-, así como fijar en conciencia mi postura como legislador respecto del tema, asumiendo responsablemente que mi opinión personal y mis valores pueden incidir en mi voto, pero no determinarlo, ya que mi gestión como Parlamentario debe estar siempre encaminada a solucionar las necesidades del pueblo y a responder a las expectativas pluralistas y no confesionales de la ciudadanía, incluso por sobre mi propia formación religiosa.
Quienes han rechazado la posibilidad de instituir el divorcio han recurrido al argumento de que el legislador no puede actuar exclusivamente según las opiniones mayoritarias de las personas, ya que de esa manera el día de mañana puede prevalecer una postura populista o errónea, y el Congreso tendría que proceder de acuerdo a ella y dar fuerza legal al error.
Concuerdo en que tal afirmación encierra ese peligro; pero, sinceramente, no creo factible que ese criterio se aplique a nosotros al momento de cumplir nuestra función parlamentaria. Como individuos, hombres y mujeres, cada uno de nosotros sabrá actuar según sus valores. Así podremos sostener con firmeza que nuestras convicciones son las verdaderas. Nuestra responsabilidad no es asumir la labor de establecer cuál es la verdad única de la sociedad e imponer a ésta la obligación de actuar de acuerdo a ella; ni -mucho menos- fijar sanciones a quienes incurran en conductas u opiniones que no se avengan a esa verdad absoluta, a veces intolerante.
Como lo dice exactamente el término que acabo de emplear, eso implicaría construir una sociedad fundamentalista o aquella que la Humanidad vivió en los tiempos en que los reyes eran instalados en el poder por los designios del Dios del Nuevo Testamento, y en la cual no solamente se reverenciaba a un solo Dios, sino que, además, quien no fuera católico era condenado por hereje y entregado a las garras de la Inquisición o, por lo menos, a un destino inevitable en las llamas del infierno.
Sin embargo, señor Presidente , Chile ha dejado de ser una sociedad fundamentalista. Espero sinceramente que nunca vuelva a ser, intolerablemente, ni política ni intolerablemente religiosa. Hoy vivimos en una sociedad más democrática, donde las mayorías deciden quién gobierna; cada ciudadano tiene la facultad de exigir que se respeten sus derechos, y los gobernantes no pueden disponer de las personas como les plazca.
Precisamente por esa razón abolimos la pena de muerte -asunto bastante más solemne que el matrimonio-, y con el mismo argumento hemos de aprobar el divorcio. Afirmo esto porque los Parlamentarios somos representantes de la ciudadanía y no sus dueños.
Por supuesto, debemos intentar ser líderes de opinión y asumir la responsabilidad de conducir a la gente en el sentido que nos parece correcto; pero, también, cumplir con nuestro deber de reconocer la realidad, aceptar que existen problemas y actuar para resolverlos en conciencia, por sobre los intereses de grupos.
Ésa es la situación que enfrentamos al momento de discutir la procedencia de legislar sobre el divorcio. Sin duda, cada uno de nosotros preferiría que los matrimonios no se acabaran y que la armonía familiar reinase en cada uno de los hogares. Pero la realidad no es así. En la vida existen los errores, las culpas y todo el drama que significa carecer de la capacidad o la voluntad de mantener vivo el matrimonio. Porque lo que ayer se señaló como definitivo, hoy, con muy buenos y sinceros argumentos, puede haber dejado de serlo. Con divorcio o sin él, debemos estar conscientes de que seguirán destruyéndose hogares y constituyéndose otros, porque hombres y mujeres tienen derecho a no continuar con una relación de pareja que les causa daño a ellos y a sus hijos, y a tratar de iniciar una nueva vida.
Muchos de los presentes hemos vivido la experiencia de enfrentar la ruptura matrimonial. Y me atrevo a asegurar que, pese al dolor involucrado en ese tipo de situaciones, ninguno de nosotros se arrepiente de haber deshecho ese vínculo, ni considera menos recta su moral por haberse visto obligado a adoptar o a aceptar tal decisión.
Por eso, sostengo responsablemente que el divorcio no atenta contra la familia; por el contrario, la fortalece, por cuanto en muchos casos podrá consolidar su núcleo en un nuevo matrimonio. Y no nos corresponde torcer su libre albedrío en una situación tan personal.
Cuando la familia se encuentra en crisis, el divorcio no agrava el problema; más bien, contribuye a resolverlo. Y si al establecerse el divorcio aumentara el número de matrimonios que se separan -lo cual, a mi juicio, no está seriamente acreditado-, no será porque marido y mujer se sientan estimulados a divorciarse y porque finalmente se llegue a la peor solución, sino porque el esfuerzo de continuar con un vínculo irreal y falso resulta inútil.
En ese sentido, el divorcio permitirá terminar con la hipocresía en que ha vivido nuestra sociedad por casi un siglo, sin expresar que, en la práctica, la nulidad es una forma de divorcio, quizás la peor, porque, al no hallarse regulada, a la parte más débil le es difícil asegurar sus derechos.
Otro de los avances en este aspecto ha sido el reconocimiento de todos los hijos, incluso de los denominados "adulterinos", a los cuales por largos años la Iglesia ignoró o sancionó, pese a no tener ellos culpa ni responsabilidad alguna.
En Chile ya existe el divorcio. Es un hecho. Por ello, a través de este proyecto se intenta asegurar que el proceso de disolución del vínculo se haga con seriedad, tratando de buscar la reconciliación, en lo posible, y de definir mecanismos para resguardar los derechos de todas las partes de una manera que no lo logra claramente el actual sistema de nulidad fraudulenta.
Por otra parte, el divorcio permitirá constituir nuevas familias, con todos los derechos y obligaciones pertinentes. ¿Qué mejor protección podemos dar a la familia que la de que los miembros del hogar desarmado por la desavenencia conyugal vean asegurados todos sus derechos y se puedan conformar nuevas familias, también amparadas por la ley? Nuestra intervención es una señal, entonces, de que no queremos la existencia de parejas sin compromiso alguno entre sí, con la sociedad o con los hijos.
Al Estado no le interesa que todos seamos santos y que no erremos o pequemos en la vida conyugal y familiar, sino regular la vida en sociedad y proteger al más débil. Las leyes no hacen que las personas se equivoquen menos, ni evitan que tomen decisiones incorrectas, sino que entrega un marco para que puedan actuar con la mayor libertad, sin dañar a terceros. Tampoco hace hombres y mujeres buenos o malos, sino que protege a la sociedad de las consecuencias del error, que a su vez es inherente al ser humano.
Por lo tanto, en la presente iniciativa actuamos como legisladores en cumplimiento de nuestra doble responsabilidad: conducir los procesos sociales para proteger los derechos de cada uno de los integrantes de la familia y reconocer la realidad frente a la eventual ruptura de un hogar en que pueden vivir muchos de los ciudadanos que nos eligieron como sus representantes, permitiéndoles tener acceso al divorcio en condiciones racionales y justas.
Tengo la sincera convicción de que la libertad y dignidad de la gente exige la entrega de una solución cuando la afecta el fracaso matrimonial. Creo en el derecho de las personas a equivocarse y a no vivir bajo el sufrimiento del error por el resto de su existencia. Y no es bueno exigirles un pronunciamiento previo a su sueño de iniciar un matrimonio para toda la vida.
Más adelante podremos definir los requisitos y procedimientos para el divorcio, porque recién estamos en la discusión general. Pero a estas alturas del debate ya está suficientemente claro que ninguna persona ni institución pueden imponernos sus opiniones o sus verdades a través de algún tipo de amenaza directa o velada.
Cada cual puede orientar, sugerir; pero nadie puede obligar ni condenar a quien actúa en conciencia, menos aún teniendo en consideración sólo de normas dictadas a partir del Nuevo Testamento.
Repito: nosotros no somos pastores: somos legisladores. Las respectivas iglesias tienen plena libertad para establecer sus códigos morales y sancionar a los creyentes por no cumplirlos. Nosotros hacemos leyes y los tribunales aplicarán las penas que correspondan a quienes violen sus disposiciones. Un mundo es el espiritual; otro, el material. Si las personas quieren actuar en los dos ámbitos, es en pleno ejercicio de su libertad individual; y si optan por acatar sólo uno de los dos, es también su derecho. Pero las iglesias no pueden sancionar a quien viola la ley civil, y los tribunales no pueden castigar al que peca o no se ajusta a determinada fe religiosa.
El Parlamento legisla para todos los individuos en el territorio nacional, sean ateos o creyentes; evangélicos, judíos, musulmanes o católicos; chilenos o extranjeros; hombres o mujeres; niños, jóvenes, adultos o ancianos. A nadie se le ocurriría pedir que se legislara para imponer cierto credo religioso.
Como católico, valoro particularmente la importancia que reviste mi Iglesia en mi país, así como otras visiones cristianas, y puedo acoger las orientaciones de nuestros pastores; pero no sólo tengo el derecho sino también el deber de legislar pensando en el bien común, y eso me exige distinguir entre el mundo espiritual y el material.
Al respecto, deseo hacer especial mención del hecho de que algunas iglesias, entre ellas la Católica, sostienen, basadas en sus valores, que el matrimonio es para siempre. Sin embargo, la realidad nos muestra que ello no es así y que incluso la Iglesia Católica ha aceptado en su Tribunal de la Rota romana numerosos casos de disolución del vínculo. Si los creyentes quieren acogerse a esa visión, es porque la sociedad les da libertad para hacerlo, entregándoles todas las garantías que el Congreso aprobó en la Ley de Cultos.
Aquí no se persigue a nadie por su fe; pero dentro de las reglas de la sociedad democrática está la posibilidad de que, del mismo modo, las personas carezcan de determinada fe religiosa u opten entre diversos credos.
Como ya señalé, si el creyente no cumple con los mandamientos de su iglesia, no puede estar sometido, además, a la acción de los tribunales de justicia. Sería como que un juez civil acogiera el recurso de protección presentado por un católico que considera injusta la sanción adoptada por el sacerdote en la confesión y ordenara a éste levantar el castigo.
Ninguna iglesia nos puede pedir que sancionemos a un feligrés porque éste no cumple con un principio de fe. No podemos ordenar a un magistrado que por una ley castigue al que peca o falta a su fe.
Quien pertenezca a una creencia religiosa, si no quiere divorciarse, que se mantenga en su fe; pero si ésta disminuye o su conciencia le dictamina otra cosa, ninguna iglesia puede solicitar que se sancione legalmente a una persona por no obedecer los dictámenes de aquélla. La libertad de culto se estableció precisamente para que los ciudadanos puedan ejercer plenamente sus opciones y no exista ninguna camisa de fuerza, ni ideológica ni de fe. Ésa es la verdadera libertad que los hombres, a través del tiempo, han ido conquistando.
Por todo lo anterior, considero que quienes somos partidarios del matrimonio y de la familia debemos serlo también del divorcio, asumiendo, por cierto, que no es deseable la ruptura conyugal y que estamos actuando bajo el principio del mal menor.
Votaré a favor el proyecto.
He dicho.
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