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El señor COLOMA.-
Señor Presidente , se suele decir, a efecto de lograr su aprobación, que Chile es casi el único país que no cuenta con una ley de divorcio. Precisamente por ello, y al contrario de la premisa divorcista, soy de los que piensan que también es casi la única nación que tiene la gran ventaja de tomar una decisión sobre el sentido del matrimonio, no sólo a partir de concepciones valóricas, sino también de la aplicación práctica que esa variada experiencia internacional nos puede entregar.
Aquí, entonces, y a la luz de esas dos visiones, la valórica y la empírica, trataré de explicar los motivos por los cuales creo que el divorcio planteado en la ley en proyecto como idea matriz no sólo altera el sentido del matrimonio y de la familia, sino que, adicionalmente, acarrea indeseadas consecuencias de todo orden para el país. Y lo hago en el perfecto entendido de que otros opinan exactamente lo contrario e, influidos por experiencias personales o sociales, apelan con genuino sentimiento a modificar la institución del matrimonio.
Sé también -y más de una vez me lo han planteado directamente- que éste es de aquellos temas que algunos sugieren minimizar o callar en vista de las encuestas que se exhiben para apoyar las distintas opciones.
Pero creo que el asunto es grueso, central, crucial, y en donde se decide el tipo de país que construimos. Por tanto, me parece que constituye un deber moral defender los principios en que uno cree, sólo a la luz de la propia conciencia, aquella que ilumina los actos profundos del ser humano.
Desde una perspectiva inicial, soy de quienes están convencidos de que la familia creada por un hombre y una mujer es, sin eufemismos de ninguna clase, la célula básica de la sociedad. Por consiguiente, como tal, la legislación civil que dictemos toda vez que asumamos el compromiso de dar una normativa ética y legal a nuestros conciudadanos ha de considerar como deber prioritario su fortalecimiento y desarrollo.
Si todos los sectores han reconocido a la familia ser la instancia fundamental para el desarrollo psíquico, emocional y económico de cada uno de sus miembros, ello sólo tiene consistencia y sentido si se le acompaña de una legislación que, en vez de debilitarla, promueva con energía su fortalecimiento.
A la sociedad no le da lo mismo que la familia sea estable o no. No puede ni debe ser indiferente respecto de su contenido y proyección. De ello, es forzoso concluir que la ley, como reflejo de esa necesidad social, tiene el deber de proteger y fomentar la estabilidad del matrimonio. La admisión del divorcio y la consecuente pérdida de fortaleza de la institución termina, a mi juicio, afectando irremediablemente la misma estabilidad familiar, en cuanto la permanencia del matrimonio queda entregada a la sola buena voluntad por separado de sus contrayentes, con la agravante de que el divorcio no representa una situación neutra, sino que, como veremos, encierra una facilitación a la ruptura al ofrecer una salida más cómoda a los lamentables conflictos conyugales, generando adicionalmente efectos sociales de serias consecuencias en terceros.
Cuando una ley como ha sido la chilena, que acoge el principio de indisolubilidad sobre la base de razones valóricas y sociales reconocidas por decenas de años, es transformada radicalmente postulando un modelo de matrimonio disoluble, resulta dable esperar que la conciencia común sea consecuentemente influida para que se cambie de actitud acerca de esa institución.
La aprobación y reconocimiento dados por la ley a un segundo o tercer matrimonio en igualdad de condiciones que el primero conlleva, tarde o temprano, a una aceptación de dicha conducta, lo que invariablemente termina afectando esa estabilidad familiar tan buscada y apreciada en todo orden de cosas.
Dentro de ese marco conceptual inicial, debe destacarse como obvio que la incorporación del germen de la provisionalidad introducido en el núcleo del matrimonio disminuye ostensiblemente la fuerza de reconciliación de una pareja con problemas.
Además, tal conducta, fácilmente comprensible, ha permitido que expertos en legislación familiar hayan hecho propio el término acuñado por el sociólogo Marzio Barbagli en cuanto a la transmisión hereditaria de estabilidad conyugal. Los estudios ponen de manifiesto que los hijos de divorciados se divorcian mucho más que los provenientes de familias estables, puesto que en su propia casa existe una cultura de aceptación frente al divorcio.
No cabe duda de que también han considerado tal situación quienes proponen una iniciativa de esta naturaleza. Obviamente, ellos enfocan de buena fe -así lo entiendo- la realidad de la ruptura matrimonial y argumentan que, a pesar de ese marco conceptual, es necesario generar, por la vía excepcional, un camino que permita separarse y volver a contraer el mismo vínculo o, como comúnmente se llama, tener una segunda oportunidad.
Intentando asumir esa lógica y fundando con convicción la no aprobación del divorcio, quiero entregar cinco argumentos esenciales que, a mi juicio, justifican el rechazo de la pretensión del proyecto.
El primer argumento pro divorcio apunta al derecho a equivocarse. Es un argumento de efecto, porque dice relación al sentido común. Sin embargo, la respuesta, más que efectista, tiene que ver con el sentido profundo de la institución.
¿Cuál es la consecuencia de esa equivocación? ¿Afecta sólo a la persona que cometió el error o, más bien, genera asimismo una serie de secuelas para toda la vida a terceros, como son los hijos o el cónyuge?
¿Hasta dónde se puede aceptar que por el derecho a equivocarse se ocasionen daños permanentes en la vida de muchos que no tuvieron siquiera la posibilidad de plantearse la equivocación o tomar opción respecto de ella?
¿Cuántas veces podemos equivocarnos?
Si se produce el divorcio en una ocasión, perfectamente puede ocurrir dos, tres o cuatro veces.
Con ese argumento, es factible que el matrimonio se convierta en un conjunto de opciones que puede llevar a una serie de equivocaciones en el tiempo y, por lo tanto, acarrear numerosos problemas a terceras personas que son fruto de aquel matrimonio o de los sucesivos matrimonios.
No me parece, entonces, que dicho planteamiento sea convincente para fundamentar una legislación sobre el divorcio.
Un segundo argumento dice relación a que Chile es casi el único país que no contempla el divorcio.
"¿Estarán todos los otros equivocados o será una realidad mundial que debemos afrontar?", preguntan -y yo los entiendo- los favorables a la iniciativa del divorcio.
Mi respuesta es simple: que me muestren una estadística que indique que el conjunto de divorcios ha hecho una sociedad más feliz; que me muestren un antecedente que señale que de esa manera se han superado las problemas de convivencia, los problemas con los hijos o las causas que generan tal situación.
Creo que se debe tener cuidado con pretender que nuestro país funcione como lo hacen otros, sin entender previamente lo que condiciona y origina aquello.
¿Quiere decir, entonces, que nos guiaremos por lo que realizan otras naciones, en lugar de velar por hacer las cosas bien en Chile?
¿Cuántos errores, vacilaciones o dramas se han generado en otros lugares a partir de la adopción de políticas que a su vez fueron asumidas por estar de moda en otras latitudes?
Un tercer argumento se refiere a las nulidades.
Se dice que ésta es una fórmula para evitar el "divorcio a la chilena" o el divorcio fácil, y se exhibe una serie de antecedentes en virtud de los cuales algunos argumentan que el proyecto está saneando una situación de hecho.
Pienso que la respuesta va en sentido contrario. Si hay algo mucho peor que un país acepte un fraude, es que lo legalice. No digamos que la solución al tema del matrimonio y sus problemas consiste en legalizar algo que socialmente aparece como equivocado.
Si ése es en verdad el problema, entonces la solución va por impedir el fraude extendiendo a cualquier funcionario del Registro Civil la jurisdicción para dar fe de los matrimonios. Pero sabemos que ése no es el problema y que más bien se trata de una especie de subterfugio al que se desea dar categoría de remedio; y al aparecer como remedio imperfecto, hace surgir entonces el divorcio como su mejoramiento.
Así, ese argumento no va al fondo del problema, sino que da la sensación de que es una evolución de lo existente hoy día, pero sin decir que eso constituye la aceptación legal de una irregularidad.
Un cuarto argumento es que se trata de una decisión íntima de la pareja y el Estado no tiene por qué involucrarse en ella.
Por cierto, el Estado, el país, una ley, a mi juicio, deben involucrarse en los efectos de los actos que las personas realizan en forma voluntaria.
El matrimonio no es un acto unilateral: es bilateral, y tiene consecuencias sociales y multilaterales. Por tanto, la intimidad de la decisión queda destrozada al darnos cuenta de que sus efectos afectan a muchas personas directamente involucradas en ella. Entonces, no podemos afirmar que, por el hecho de contraer matrimonio, siempre tendremos el derecho de anularlo, porque esa decisión íntima afecta a terceros, cuestión que el Código Civil siempre ha precavido y evitado.
Por último, y como quinto argumento, a mi juicio central: es ésta la oportunidad para subrayar que, a diferencia de lo discutido y aprobado hace algunos años en la Cámara de Diputados, estamos aquí en presencia del divorcio en su peor versión; esto es, aquel que depende de la mera voluntad de uno de los cónyuges: el divorcio unilateral.
Digo -y lo siento de verdad- que es su peor versión porque ya no se trata del quiebre de una institución por el descascaramiento del consentimiento, sino que estamos frente a la destrucción del matrimonio a partir de que sólo una de las partes así lo quiera.
Ello conduce necesaria y adicionalmente a entender que los incentivos de defensa institucional se ordenan en su peor sentido, donde ya la lucha y el respeto dejan de ser causa común, dando paso a lo meramente personal, individual, singular.
Ya no estamos, entonces, ante la pregunta de qué hacer cuando una pareja se desenamora o cuando ambos cónyuges quieren deshacer su compromiso. ¡No! Ahora se está frente a la propuesta de que el ciento por ciento de la relación de pareja y su valor descansen por entero en la voluntad única de cualquier cincuenta por ciento.
Y permítanme decirlo: éste es el peor de los escenarios para la fortaleza de una institución, donde su naturaleza, sentido y proyección ya no se respaldan en la ley; adicionalmente, tampoco en la voluntad de ambas partes, sino en el criterio de una de ellas.
Ese ángulo del divorcio es el que agrava la situación que nos ocupa, por lo que tal paso asume una connotación ética, legislativa e histórica de la mayor seriedad y de la cual nadie puede sustraerse. Porque, crudamente, ello significa que la "solución" que se busca "al problema" es privilegiar al más fuerte, favorecer al que no se siente comprometido facultándolo para terminar por sí solo su compromiso, sin importar esencialmente si eso perjudica al más débil y que aún valora lo prometido.
Y sabemos lo que con ello ocurre.
Milenariamente, se llamó a aquello "repudio". Ahora, ya en forma más amable, se le denomina "divorcio unilateral". Pero al final, lisa y llanamente, significa lo mismo.
Por otra parte, ¿qué nos dice la experiencia internacional?
Es una gran ocasión para ver qué ha pasado en otros lugares con este tipo de legislación y conocer sus efectos en la sociedad.
No cabe duda de que la experiencia acumulada de los países que cuentan con legislaciones asimilables indica que los daños reales, concretos y palpables que ellas pueden provocar son inmensos, superando con creces al esperado bien que se pretende hacer a las familias que tienen problemas.
¿Cuáles son los efectos más importantes que se han percibido en otras naciones?
Primero, uno innegable: el divorcio trae divorcio.
Es un hecho que casi no requiere comprobación. Las estadísticas son todas consistentes en que cada año el número de divorcios aumenta desde que se aprueba este tipo de legislaciones. Por ejemplo, en Canadá, tras la aplicación de la ley respectiva, las tasas se incrementaron 7,5 veces; en Australia, 3,9; en el Reino Unido, 4; en Holanda, 4.
De acuerdo con numerosos estudios, es posible constatar que en la mayoría de los países que cuentan con una legislación que facilita el divorcio, el número, en relación con los matrimonios, se ha elevado en forma constante a través del tiempo: desde 10 por ciento en la década de los 60, a cifras que oscilan entre 30 y 50 por ciento sólo tres décadas después.
Quiero afirmar categóricamente que, tras dictarse una ley sobre la materia, la cantidad de divorcios crece y se multiplica en forma constante, sin detenerse jamás y menos decrecer respecto del punto original.
Aquí cabe hacer una reflexión: ¿o tendrán los segundos matrimonios más consistencia o duración que los primeros tras experimentarse el primer error?
Ese argumento parece razonable: uno se puede equivocar una vez, pero con la experiencia puede acertar.
Por desgracia, los estudios -al menos los que yo he tenido a la vista- no dejan lugar a dudas.
El caso más claro es el de Gran Bretaña, donde las mujeres divorciadas que se vuelven a casar se divorcian dos veces más que las que contraen matrimonio por primera vez. Esta cifra se da con mucho mayor dramatismo en países como Estados Unidos y Dinamarca.
Por otra parte, la experiencia internacional nos demuestra que el divorcio aumenta la pobreza.
Es una consecuencia clara, nítida y empírica que la política de divorcio representa el incremento de la pobreza que ella conlleva. En efecto, de acuerdo con datos de la Oficina de Censo de Estados Unidos, los niños de familias uniparentales, la mayoría de los cuales son de madres separadas, tienen menos de un tercio de ingreso per cápita que los niños con dos padres y la mitad de ellos queda bajo la línea de la pobreza, en comparación con sólo 10 por ciento de los que pertenecen a familias con un padre y una madre bajo el mismo techo.
Otra información, ahora del Departamento de Salud de Estados Unidos -se recurre a este país para el efecto, no porque sea el único, sino porque posee las estadísticas más completas; podemos asimilar la situación de un sinnúmero de naciones-, habla de 15 millones de niños que viven en familias sin padre, de los cuales apenas el 35 por ciento recibe algún tipo de ayuda de ese progenitor.
De ahí, entonces, que podamos señalar que la pobreza es predecible, pues el divorcio, al abrir la factibilidad de una segunda familia, hace que la primera cónyuge y sus hijos compitan por los mismos recursos con la segunda, y a veces con una tercera, y con nuevos niños.
La revista "The Economist" destacó que el 77 por ciento de las madres separadas, al menos en Gran Bretaña, viven en parte con ayuda del Estado, porque más de dos tercios de los padres no contribuyen a la mantención de un hijo de un matrimonio anterior.
Al hablar de divorcio, también conviene resaltar los problemas emocionales y conductuales de los hijos de padres divorciados.
El divorcio afecta gravemente a esos niños. Las cifras del Centro Nacional de Estadísticas de Salud demuestran que ellos tienen entre 100 y 200 por ciento de mayores posibilidades de sufrir problemas emocionales y de conducta que el resto, y alrededor de 50 por ciento más de probabilidades de experimentar problemas de aprendizaje que los niños de las llamadas "familias intactas".
Más dramático incluso: en los hospitales estatales, sobre 80 por ciento de los adolescentes ingresados por razones psíquicas provienen de familias uniparentales.
En el campo del aprendizaje, estudios publicados por la Universidad de Princeton y otros de Gran Bretaña muestran que, en promedio, los hijos de divorciados abandonan la escuela en una proporción mayor al doble que los de familias unidas, comprobándose además que tienen mucho menos probabilidades de terminar la educación universitaria.
La sola reflexión sobre estos antecedentes, a los que podrían agregarse cientos de otros -como las altísimas cifras de delincuencia juvenil-, han hecho concluir a destacados investigadores que la inestabilidad familiar es uno de los principales atentados contra la igualdad de oportunidades básica a la que debe aspirar la sociedad.
Es esta reflexión serena la que nos hace dudar profundamente de la solución del divorcio planteada como remedio por quienes propugnan tal legislación ante la disyuntiva -por cierto, dura y dramática; hay que decirlo- de las desavenencias matrimoniales.
Y no cabe duda de que muchos de tales efectos se pueden producir, del mismo modo, sin una ley de divorcio. Pero tampoco, de que dicha práctica genera pobreza y problemas de estabilidad.
De esa manera, se va formando un cuadro que obviamente no apunta a la solución que esperamos.
Quienes postulan el divorcio argumentan muy seguido que la persona se casa por una vez y para toda la vida y no para divorciarse, por lo que el matrimonio, como institución legal, no resultaría debilitado por aceptar su disolución en caso de que se demuestre su irreversible fracaso.
Pero la realidad -y lo hemos dicho- ha demostrado que el divorcio excepcional no existe para casos especiales, sino que más bien termina como norma general dentro de una sociedad que, teóricamente, aspira a algo muy distinto.
En consecuencia, el divorcio, a mi entender, transforma el contenido esencial del vínculo matrimonial. Éste, despejado ya de su compromiso personal, jurídicamente obligatorio, es desnaturalizado. Y es obvio, pues, que los incentivos para su mantención se van debilitando.
El matrimonio nunca ha sido fácil. ¿Quién ha creído que lo es? En él jamás se han descartado los conflictos. ¿Quién no ha creído que es así? Sin duda, su desnaturalización respecto del compromiso de vida que supone hace mucho más fácil, más lógico y más socialmente aceptable que se pueda dar aquel paso ante el primer conflicto que pueda ocurrir. Entonces, pasa a ser un simple contrato entre particulares que ni siquiera obliga a futuro y que, más aún, a diferencia de otros contratos, asume la tremenda debilidad de que es revocable por la voluntad de una de las partes.
Se convierte así en un contrato a prueba; o, como han señalado en el extranjero, en un contrato de arrendamiento mientras cada uno por separado se muestre satisfecho; o tal vez ni siquiera se llega a eso, sino que se transforma simplemente en una situación de hecho con efectos civiles.
Es notable ver cómo investigadores de muy distintas ideas y de muy diferente raigambre han documentado acerca de los efectos devastadores de las rupturas matrimoniales sobre la sociedad y los individuos. Pero, aun así, se intenta -insisto: de buena fe- minimizar el cambio presentándolo como una crisis inevitable para dar paso o cabida, quizá simplemente, a nuevos modelos familiares dentro de una sociedad abierta.
En el mundo ha quedado confirmado de modo suficiente lo anterior. Actualmente, en todos los países que cuentan con una ley de este tipo el porcentaje de separaciones se multiplica. Lo vi ayer en un diario nacional que entregó las siguientes cifras: Bielorrusia, 68 por ciento; Rusia, 65 por ciento; Suecia, 64 por ciento; Letonia, 63 por ciento; Ucrania, 63 por ciento, y así sucesivamente.
Por otro lado, pensando en aquellas familias con serios problemas legales derivados de una situación de ruptura, hay modos de legislar proveyendo de los derechos y deberes emanados de la paternidad y la filiación sin que sea necesario por ello establecer el divorcio.
Honorables colegas, entiendo perfectamente que el espíritu del proyecto consiste en recoger la preocupación por muchos matrimonios destrozados, a los que se quiere -insistimos, de buena fe- ofrecer soluciones que les permitan realizar nuevos enlaces; pero esta comprensión no debe ser causa del fin definitivo del matrimonio, la institución más importante para la sociedad.
Por otra parte, detrás de esta argumentación podría estar la idea de que los Poderes del Estado toman sus decisiones admitiendo, como argumento decisivo, el de las estadísticas, por encima y uún en contra de otros principios. Si se acepta este criterio, difícilmente se encontrará modo de no legalizar el aborto o de evitar la manipulación genética o la eutanasia, cuestiones respecto de las cuales las estadísticas demuestran también una creciente aprobación.
Desde otra perspectiva -y algo que no siempre es asumido-, el matrimonio es la decisión más libre y soberana que una pareja puede tomar; es la opción que mejor demuestra la capacidad de un hombre y una mujer para decidir un compromiso que se extiende y asume, hasta ahora, para toda la vida. De esta manera, se es capaz de proyectar el futuro y mantener lealtades esenciales. El matrimonio, entonces, implica una verdadera donación que un hombre y una mujer se hacen recíprocamente, creando una comunidad llamada "familia", cuyo desarrollo y descendencia estarán directamente vinculados con la estabilidad de esa donación.
Resulta innecesario insistir en la importancia que la familia juega en el desarrollo humano: es simplemente el lugar del más profundo humanismo, donde se aprenden los valores que la animan, pero también, y por una mala concepción, donde se pueden debilitar los que la sostienen.
Señor Presidente , aun sin desconocer que hay matrimonios que realmente no pueden seguir juntos por circunstancias específicas, a los cuales la ley chilena da la posibilidad de separación de cuerpo, quienes nos oponemos a la ley del divorcio no lo hacemos porque lo plantea determinada religión, iglesia o grupo de personas, sino porque vemos en la familia el lugar no perfecto pero siempre privilegiado para el crecimiento y el desarrollo de cada uno de los miembros de la sociedad.
He dicho.
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