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El señor NÚÑEZ.-
Señor Presidente , me complace haber asistido a un debate de tanta altura como el que hemos presenciado en estos días a propósito del proyecto de Ley sobre Matrimonio Civil, el cual prestigia al país, al propio Senado y, por cierto, a quienes han tenido la oportunidad de hacer uso de la palabra.
La trascendencia y los temas que abarca la iniciativa son de tal entidad que no nos deben extrañar las arengas dignas de los más altos cenáculos, como si estuviéramos a punto de alterar el curso copernicano de la historia de Chile. Las insistentes referencias a un supuesto futuro incierto al que se enfrentaría de manera inminente la patria y la familia chilena, así como la versatilidad doctrinal de algunos de nuestros colegas, que han hecho profundas impetraciones a los valores de la religión, al sentido último de la fe y al valor que ella posee en el cristianismo, hablan de la enorme preocupación que ha despertado este debate.
Igualmente, desde perspectivas diferentes, han surgido voces laicas que nos recuerdan los impíos desvaríos liberales racionalistas de que hicieran gala antecesores nuestros en épocas en que ello constituía una verdadera e imperdonable ofensa al sano juicio y a las buenas costumbres.
En fin, he escuchado con atención los esfuerzos encomiables por recordarnos que este debate sobre el matrimonio, sobre las acechanzas que éste padece en los convulsionados tiempos actuales, se halla directamente relacionado con el afán de hacer de este tema un hito en la cultura nacional, un eslabón fundamental para el logro de la ansiada modernidad, ese momento indefinido pero desafiante que nos provoca desde todos los costados de nuestra sociedad.
De todas estas observaciones, me quedo con una muy simple, con la que me parece la más elemental de todas, que de tanto repetirse parece intrascendente, no siéndolo.
Señor Presidente, soy un convencido de que quienes se casan, sea por las leyes de los hombres o por aquellas fundadas en alguna religión, lo hacen siempre o casi siempre para toda la vida. "Hasta que la muerte nos separe", dicen los creyentes. "Hasta que las cosas caminen como lo soñamos", dicen otros.
Es que el matrimonio nace siempre de los mejores sentimientos, de la más lúcida voluntad de alcanzar la felicidad, siempre esquiva, de quienes deciden vivir en pareja y procrear. Hasta los llamados matrimonios por interés o por conveniencia se rodean, aunque no sea más que en apariencia, de ese hálito maravilloso del amor.
Para que esta atracción superior, la más excelsa y sublime a que se puede aspirar, se materialice en una relación socialmente aceptada, las leyes y los códigos deben responder a los usos y costumbres del medio social y cultural de que se trate; deben facilitar, mejorar y perfeccionar todo lo relacionado con la vida matrimonial, así como necesariamente adecuarse al cambiante entorno dentro del cual se encuentra inmersa.
Las iglesias, por su parte, le confieren a esa unión un sentido trascendente; la acercan a los designios de Dios, a la voluntad divina, que al humanizarse se transforma, como en el caso de los cristianos, en un sacramento que todos los creyentes y poseedores de la fe sienten como un deber respetar.
Hasta aquí estamos bien.
¿Cuál es, entonces, el tema que nos preocupa?
Digámoslo francamente: el tema de fondo es que el divorcio encubierto, la nulidad fraudulenta y las separaciones de hecho han existido, independientemente de la voluntad de los legisladores, y que hasta este instante nos hemos negado, por más de un siglo, a asumirlo como una realidad. En otras palabras, hemos pretendido, sin éxito, tapar el sol con un dedo, de manera moral y socialmente irresponsable.
Por tanto, ha llegado la hora de dar cuenta de este hecho, ha llegado el momento de asumir que hay quienes, a pesar de haber vivido juntos, deciden separarse por diversas razones, atingentes casi siempre a la desaparición de los afectos que los unieron. Éstos, al esfumarse, dejan de constituirse en la base sobre la cual fundaron su amor, aquel que un día se prodigaron.
Sé, por experiencia propia y por la de muchos chilenos y chilenas, que existen variados factores que explican el término de las motivaciones vitales que justificaron el matrimonio. No se me escapa aquello. Sin embargo, es en última instancia el fin de los sentimientos positivos, del amor y de los afectos, lo que explica la mayoría de las separaciones y de las rupturas que sufren tantos y tantos matrimonios.
Lo anterior, señor Presidente , debe llevarnos a meditar. Cuando se legisla o se reflexiona sobre la separación o el divorcio, debemos tener en cuenta que lo hacemos sobre un drama, sobre una tragedia, que nadie busca ni nadie propicia, como lo han insinuado algunas mentes fastidiosas e ignaras. Lo hacemos sobre un momento triste de la vida humana, sobre un instante en el cual las almas se retuercen de un dolor extraño, que arrastra consigo todo lo creado por la pareja, incluido, por cierto, lo más preciado, lo más querido: el o los hijos nacidos de esa unión.
La cuestión, por tanto, es mucho más delicada, más difícil de abordar, sobre todo cuando, además de las que podemos llamar "consecuencias civiles de la ruptura", el matrimonio ha contado, en su constitución, con un respaldo religioso, cuando se ha fundado en una legítima creencia de ese orden. Es más compleja porque las religiones presentan basamentos dogmáticos, que, por definición, tienden a preservarse en el tiempo, a permanecer inmutables a las transformaciones de la vida humana. Aun cuando la historia enseña que los influjos de los cambios también les llegan, si bien más lentamente que en otras esferas de la vida, ellas, aunque se transformen o se "aggiornen" -como ocurrió con el Concilio Vaticano II, en el caso de la Iglesia Católica-, propenden a congelar sus creencias, sus credos, a mantener los dogmas. Es un hecho consustancial a ese mundo, formando parte de su naturaleza intrínseca y, muy particularmente, de las tres religiones monoteístas más importantes: la cristiana, la judía y la islámica.
¿Qué sucede, entonces, cuando se intenta legislar sobre el matrimonio y, en particular, sobre las rupturas matrimoniales? En un Estado laico -como entiendo que lo tenemos aún en Chile-, los legisladores son los primeros que deben respetar el aserto de que "A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César". ¿Por qué? Porque, de no hacerlo, se está borrando de una plumada un principio esencial de la convivencia democrática en los Estados modernos, se está destruyendo un pilar básico de la institucionalidad desarrollada al calor de los avances históricos logrados por una nación.
Los Estados laicos son la antítesis de los Estados confesionales, como lo es el Vaticano, luego del concordato suscrito con Italia durante el régimen de Mussolini, o de los Estados integristas, como lo es la República Islámica de Irán, tras el triunfo de los ayatolás. Los Estados laicos o seculares son los que, después de la expresa separación entre una o más religiones dominantes y el resto de la sociedad organizada en instituciones legítimas y representativas, establecen sin ambigüedades en su ordenamiento constitucional los ámbitos dentro de los cuales deben operar cada uno de esos espacios de la vida de una nación.
Ni el orden temporal debe intentar influir sobre la vida interna de la o las religiones de que se trate, sobre sus creencias, ni menos sobre cómo sus feligreses se acercan a Dios; ni tampoco ellas deben pretender intervenir en los asuntos propios del Estado, en los asuntos públicos, en las instituciones que las regulan.
Don José Victorino Lastarria , en sus "Lecciones de Política Positiva", señaló: "si hai alguna idea interna i esencialmente individual, es la relijión... la unión del hombre, por medio del espíritu y del corazón con un Ser Supremo que como causa primera e inteligente del Universo, lo gobierna por leyes inmutables i universales". Y agregaba: "El Estado, cuyo fin es el derecho, no puede tener, ni representar creencia de ninguna especie ni en el orden especulativo, ni en el orden activo".
Ésa es la teoría y ha sido más o menos la práctica de lo que hemos conocido en la historia reciente de Chile. Algunas expresiones surgidas desde los ámbitos eclesiásticos durante los últimos tiempos han transgredido visiblemente esa norma básica, no por la vía del derecho de opinión consagrado en nuestro ordenamiento legal -y que debemos, por cierto, respetar-, sino por la de pretender sobredeterminar la conducta de los legisladores pertenecientes a esas iglesias, a sabiendas de que éstos se deben, en tanto tales, al conjunto de la sociedad que representan, al voto soberano que los legitima para actuar en nombre de todos, más allá de religiones, clases sociales o escuelas filosóficas.
¿Cuál es, entonces, el ámbito propio de una preceptiva que pretende legislar sobre el tema?
Las leyes, necesariamente neutrales en asuntos éticos y religiosos, son, por definición, un conjunto de normas que buscan perfeccionar la vida y las relaciones de todo orden, incluidas las matrimoniales, en el caso de todos aquellos que habitan un territorio determinado y se encuentran bajo el amparo de un mismo Estado. Todo cuerpo legal que particularice arbitrariamente o discrimine abiertamente pierde la legitimidad que requiere para ser debidamente respetado y cumplido. Ése es el abecé de todo Parlamento que forme parte de un Estado democrático y, por lo tanto, de quienes lo integran para cumplir funciones de legisladores.
En un proyecto como el que nos ocupa es básico que respetemos tal definición, máxime cuando discutimos sobre un tema tan íntimo, delicado y complejo.
Por esa elemental razón, una ley, en mi opinión, se halla inhibida de inmiscuirse en cuestiones en las cuales claramente carece de competencia. No puede intentar una regulación sobre el amor o el desamor, sobre los sentimientos o la ausencia de ellos en una relación de matrimonio. El hacerlo me parece altamente discutible y pretencioso. Una cosa es tratar de evitar la ruptura de un vínculo conyugal proveyendo de medios legales, de medios asistenciales, como aquellos que puede proporcionar un especialista o un profesional, y una muy distinta es escudriñar en los afectos, en los sentimientos; en otras palabras, en el amor sobre el cual se fundó una relación normal entre un hombre y una mujer unidos en matrimonio.
De igual modo, estimo peligroso e insostenible que en un cuerpo legal se establezcan normas relacionadas con aspectos que se hallan en el dominio de la fe, de los sacramentos que forman parte de ésta, de las creencias que surgen de esas visiones. Intentar, por tanto, dar carácter de ley a la indisolubilidad del matrimonio, por muy encomiable que sea, me parece una aberración, un retroceso inaceptable, si la idea proviene de una esfera que se encuentra más allá de lo que es propio de un legislador en un Estado laico.
En otros términos, imponer esa concepción en una norma legal positiva, aunque sea a través del subterfugio del matrimonio religioso con efecto en lo civil, es un contrasentido. El matrimonio estable, aquel que permanece en el tiempo, que en los hechos se torna indisoluble, debe fundarse en la exclusiva voluntad de la pareja; en la única, irrepetible y singular experiencia de quienes la conforman; en la libre determinación de quienes se sienten comprometidos por el amor, el cariño, el respeto mutuo, o por el acercamiento personal a la fe religiosa.
Pretender mantener unida a una pareja por medios coercitivos, cualquiera que sea el origen de la coacción, lo considero absolutamente ajeno a la naturaleza de una disposición legal y a la labor de un legislador, y atenta, en consecuencia, contra la libertad de conciencia y la autonomía de las personas. Por algo en el derecho canónico existen normas que hacen factible el divorcio -aunque no lleve ese nombre- cuando concurren causales que lo ameritan. Ello constituye un reconocimiento a la temporalidad en que puede caer indefectiblemente una relación de pareja cuando es rota por los avatares de la vida.
Por tal razón, es justo y necesario que legislemos sobre el divorcio vincular. Es un requerimiento ineludible y un logro que no tenemos derecho a negar a la conciencia de los chilenos, civilizada y en pro de la libertad. Hace demasiado tiempo que deberíamos haber zanjado el tema. Si no lo concretamos antes, si no fuimos capaces de legislar mientras la inmensa mayoría de los países lo hacía, es porque interferencias lamentables y conservadurismos extremos impidieron que nos despojáramos de la aberrante e hipócrita nulidad, practicada por moros y cristianos, en desmedro de la mujer y en especial de los hijos. Pero también en menoscabo de la familia, ese bien tan preciado para nuestra sociedad, que no se protege a través de la imposición a ultranza de la convivencia entre quienes ya no la desean, ni menos aceptando en los hechos nulidades fraudulentas que la dejan en la indefensión.
¿Cuánta infelicidad de hijos sin protección legal cargan sobre sus conciencias todos aquellos legisladores que en el pasado no fueron capaces de terminar con ese engendro legal, con ese fraude a la ley, debido a que se dejaron presionar por influencias ajenas al bien común?
Me alegro de ser uno de aquellos que votarán favorablemente el proyecto, como me alegro de ser de los que tiempo atrás terminamos con la abyecta figura del hijo natural, del hijo ilegítimo, que los mismos conservadores mantuvieron por tanto tiempo, para vergüenza de nuestro orden moral.
Señor Presidente , la iniciativa en discusión es incuestionablemente un avance, en relación con lo que hemos arrastrado desde el siglo XIX. Constituye un paso decisivo en la perspectiva de una sociedad más sana. Son muy pocos los que creen que las medidas que contempla -aunque no las compartamos todas- se hallan destinadas a herir los sentimientos y creencias de algunos, a desatar una suerte de libertinaje incontrolado. Nada más lejos de ello. Por el contrario, quienes así piensan deberían considerar las cifras preocupantes no sólo para quienes tienen definiciones de fe, sino también para todos nuestros compatriotas, que indican que cada vez son menos los jóvenes que contraen matrimonio, más los hijos que nacen fuera de una relación formal de pareja, más las uniones de hecho -sobre las cuales es urgente legislar-, más los chilenos y chilenas que se alejan de los preceptos legales que rigen el matrimonio y de las normas religiosas que reglan la vida cotidiana de las parejas.
Por ello, una de las preocupaciones que me asaltan en cuanto al proyecto en estudio son los engorrosos procedimientos que contempla para lograr el divorcio cuando se ha pasado por la conciliación y la mediación.
De igual modo, los plazos dispuestos para optar al divorcio unilateral o por mutuo consentimiento son excesivos e inconducentes para lograr la reconciliación de las parejas.
Asimismo, el establecimiento de cursos de preparación para el matrimonio, a la usanza de algunas iglesias, estimularán, a mi juicio, la creación de un nuevo tipo de mercado para entidades que ofrecerán mercancías de dudosa calidad.
Por cierto, sobre tales materias presentaremos indicaciones, como también, junto con otros señores Senadores, en cuanto al cuestionado artículo 21, al cual me he referido en los hechos durante la mayor parte de mi intervención.
Sin perjuicio de ello, desde ya quiero plantear algunas interrogantes sobre la instauración del matrimonio religioso con efectos civiles, contenida en el mencionado artículo 21.
¿Qué sucede si ese matrimonio no se inscribe en el Registro Civil ? ¿Estamos consagrando la unión conyugal a prueba en nuestro Derecho Positivo? ¿Qué pasa si uno de los contrayentes muere en el lapso de los 30 días antes de su inscripción? ¿Qué ocurre si la iglesia desaparece o es caducada su vigencia antes de inscribir el matrimonio en el Registro Civil ? ¿Qué efectos tienen los actos civiles ejecutados dentro de esos 30 días si no se inscribe el matrimonio religioso? ¿Qué sucede si no se cumplen todas las formalidades, o bien, si el matrimonio es objetado por el oficial del Registro Civil y denegado por la Corte de Reclamación? ¿Hay que realizar una nueva ceremonia y hacer todo de nuevo?
En consecuencia, no solamente existen razones de fondo, sino también inconvenientes jurídicos y prácticos que ameritan la eliminación de ese artículo.
No obstante lo anterior, cabe hacer notar que el proyecto propuesto, al consagrar como principio rector el interés superior de los hijos y la protección del cónyuge más débil; al aumentar la edad mínima para contraer matrimonio; al aceptar la unión conyugal entre sordomudos, y al permitir la celebración de ella en la lengua materna de personas pertenecientes a una etnia indígena, constituye un avance destacable, al igual que la instauración de compensaciones en los casos de nulidad y divorcio.
Al terminar, sólo me resta decir que muchas de las opiniones aquí expresadas, en especial aquellas que pretenden justificar el sentido y alcance del mencionado artículo 21, se nos presentan como resabios del pasado, y seguramente harían palidecer al mismísimo Domingo Santa María , ex Presidente de Chile , hombre religioso como el que más, quien supo comprender que su rol era gobernar para todos, con prescindencia de cualquier religión y arriesgándose, incluso, a sufrir las duras penas en el más allá con que lo amenazaban.
He dicho.
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