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El señor PROKURICA.-
Señor Presidente, me alegro de que en el Senado se haya llevado a efecto un debate de tan buen nivel sobre un asunto tan importante: el matrimonio y las normas que lo rigen.
En primer lugar, es preciso dejar en claro que esta discusión es para pronunciarse sobre la idea de legislar acerca de una nueva Ley de Matrimonio Civil. Ésta reemplazaría a la vigente en nuestro país desde 1884, que fue dictada como culminación de un proceso histórico que llevó al legislador a establecer normas civiles destinadas a regular las condiciones de validez, los impedimentos, prohibiciones y causales de nulidad de la institución matrimonial consagrada en el Código Civil, que hasta entonces estaban entregadas casi en su totalidad a la legislación canónica.
Centrar el debate en si se trata de legislar a favor o en contra del divorcio constituye adoptar un punto de vista reduccionista, que perturba y empobrece la discusión de fondo, que no es otra que actualizar un texto legal del siglo XIX para ponerlo a tono con las necesidades de Chile, de sus familias y de los hijos en el siglo XXI.
El primer aspecto que debe resaltarse es el de que estamos abocados a decidir si es o no conveniente reemplazar una ley que, en la opinión generalizada, está caduca; que no satisface las exigencias de la realidad nacional, y que es fuente de fraudes y triquiñuelas judiciales cuyos efectos son graves, perjudiciales y discriminatorios, por lo que no podemos esconder la cabeza eludiendo la responsabilidad de ponerle fin de una vez por todas.
Asumo que todos somos partidarios de mantener y fortalecer la institución matrimonial y que nadie está en contra de ella ni pretende deliberadamente destruirla o debilitarla. No tengo derecho a pensar que los señores Parlamentarios están en esa posición.
La institución matrimonial es el principal cimiento de la familia, la que, como lo establece el artículo 1º de la Constitución, es el núcleo fundamental de la sociedad, alrededor del cual se van formando las demás sociedades intermedias superiores. Su fisonomía esencial está descrita en el artículo 102 del Código Civil, que -según sabemos- lo define como un "contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear y de auxiliarse mutuamente.".
El proyecto que hoy analizamos no modifica ese artículo; no se nos sugiere reemplazar la fisonomía esencial del matrimonio. Lo que nos propone es una ley que regula los requisitos para contraerlo, la forma de su celebración, la declaración de su nulidad, la disolución del vínculo y los remedios para paliar las rupturas entre los cónyuges, y sus efectos.
Es cierto que uno de los aspectos más innovadores es que atribuye al divorcio la capacidad de disolver el vínculo matrimonial; pero también lo es que el divorcio se contempla como una excepción, un accidente, una desgracia cuyas consecuencias hay que atender.
Señor Presidente , no soy divorcista; no pretendo promover, instigar ni alentar el divorcio. Quien suponga al legislador esta intención simplemente está equivocado o deliberadamente quiere provocar confusión.
Así como creemos y sostenemos que el matrimonio es la base principal de la familia, debemos aceptar también que ésta no es la única. Los separados que forman un hogar común también constituyen una familia que merece el amparo y la protección de la ley, de la cual hoy carece. Para el legislador, ella no existe; por tanto, la condena a una condición marginal a todas luces injusta y contraria al bien común. Se trata de una familia que necesita una oportunidad de legitimar su situación.
Es una caricatura reducir la amplitud y trascendencia de este debate a determinar si estamos en favor o en contra del divorcio, si estamos a favor o en contra de la familia.
Al contraer matrimonio, nadie está calculando el fracaso. Quien se casa lo hace con la ilusión y el sincero propósito de formar una familia para toda la vida; así lo hemos hecho todos. Tampoco tiene la idea preconcebida de abandonar al cónyuge e hijos o predispuesto a ser abandonado. Como se ha dicho, el fracaso y la ruptura matrimonial son desgracias, no etapas previstas de un plan de vida, ni menos la consumación de un propósito premeditado. Y las desgracias no se castigan, señor Presidente : se lloran. Antes de ser consumadas, tratemos de conjurarlas. Producidas, se sobrellevan e intentamos reparar sus consecuencias.
Nuestra obligación hoy es ofrecer una vía legal, legítima e integradora a quienes han fracasado. No es posible continuar afirmando que quienes están separados de su cónyuge y han formado una nueva familia cometen adulterio; que sus hijos son de filiación no matrimonial, y que no tendrán parte alguna en la herencia de la persona con quien han formado familia y con la cual han compartido muchas veces la mayor parte de su vida adulta.
Claro que hoy existe una solución: la nulidad. Pero ella, para quienes pueden pagarla y están dispuestos a participar del mayor y más generalizado y escandaloso fraude que nuestro país viene tolerando desde hace casi un siglo, cuando un destacado y hábil abogado descubrió que, si se lograba acreditar con testigos que los contrayentes no estaban domiciliados donde habían dicho cuando contrajeron matrimonio, se entendía que no se habían casado nunca, porque el oficial del Registro Civil era incompetente. Como por obra de magia, resultaba que quienes habían formado una familia, procreado hijos, convivido por décadas y fracasado en su unión habían sido siempre solteros, nunca se habían casado.
Por otra parte, debemos reconocer que el castigo que representan las devastadoras consecuencias de la ruptura o del abandono lo sufre hoy, mayoritariamente, la mujer, quien queda expuesta a una vida jurídicamente marginal, pues la ley se niega a reconocer que los matrimonios terminan y, por lo mismo, no regula los efectos de la separación, aunque tolera el fraude de la nulidad como una forma de purgar de su seno algo que le incomoda para luego desentenderse.
A diferencia de lo que hoy ocurre, la nueva ley reconocerá y reglamentará la simple separación de hecho y la separación judicial, exigiendo siempre que queden reguladas las relaciones mutuas, el derecho de alimentos, el régimen de bienes y la situación de los hijos, debiendo el juez velar por el interés superior de estos últimos, por que se aminore el menoscabo económico causado por la ruptura y por que se establezcan relaciones equitativas entre los cónyuges separados.
En caso de nulidad del matrimonio o de divorcio, el cónyuge que no desarrolló una actividad remunerada durante el matrimonio -cosa que ocurre mucho en Chile- o lo hizo en menor medida de lo posible por haberse dedicado más que el otro al cuidado de los hijos o a las labores propias del hogar común -muy rara vez será el marido-, tendrá derecho a que, cuando se produzca el divorcio o se declare la nulidad, se le compense el menoscabo económico sufrido. Ello deberá cumplirse mediante la entrega de una suma de dinero o de otros bienes, o a través de la constitución de derechos de usufructo, uso o habitación respecto de bienes de propiedad del cónyuge deudor.
El derecho de los hijos a alimento permanece inalterado.
La gran diferencia radicará en que los acuerdos y compensaciones estarán amparados por la ley y serán aprobados por un juez, dejando de ser el fruto de una negociación oscura, desequilibrada y a veces ultrajante para la mujer.
No se trata de estar a favor o en contra del divorcio, sino de dictar una ley que reconozca la realidad tal cual es y no como nos gustaría que fuera. En la medida en que ella se ajuste a la realidad y ofrezca soluciones prudentes e imaginativas que resuelvan los problemas de la gente, será una buena ley y, en cuanto tal, será respetada y tendrá efectiva aplicación. Con ello, lejos de debilitar la institución matrimonial, la fortaleceremos.
Si hacemos una ley que eluda la realidad y establezca normas inaplicables a las situaciones de la gente de carne y hueso, nadie la respetará; nuevos abogados encontrarán las fórmulas para burlarlas, y, en definitiva, se continuará debilitando la institución matrimonial, como ha estado ocurriendo durante una década, en gran parte por efecto de la ley actual.
Por ello, votaré a favor de la idea de legislar.
He dicho.
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