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El señor RUIZ (don José) .-
Señor Presidente, quiero iniciar mi intervención con una declaración.
Soy católico. Contraje matrimonio hace ya 45 años, y creo firmemente que con Silvia compartiremos el camino de la vida hasta que la muerte nos separe. Nuestro matrimonio ha sido fruto de una construcción de todos los días, de una renovación cotidiana de nuestro compromiso. Como en todo lo realmente importante, a lo largo de la vida nos hemos visto enfrentados a dificultades. Pero, gracias a Dios, podemos mirar con satisfacción y alegría la familia que hemos formado.
Quisiera que todas las parejas se casaran y levantaran juntos proyectos para toda la vida. Quisiera que nuestra patria ofreciera a todos los chilenos la posibilidad de desarrollar una vida familiar en condiciones de dignidad, otorgándoles a hombres y mujeres la oportunidad de llevar a cabo sus metas y de ofrecer a sus hijos una existencia plena de alegrías y esperanzas. Quisiera que nuestra sociedad valorara la vida matrimonial y de familia y les reservara el tiempo adecuado.
Sin embargo, con dolor, constatamos que ello no es siempre así. Multitud de matrimonios ven frustrados sus proyectos de vida, a veces porque las características personales de los cónyuges dificultan la convivencia, y otras muchas, porque la sociedad que hemos construido no les brinda las condiciones mínimas para concretar dichos proyectos con dignidad.
A diversos dirigentes políticos, y en particular a los legisladores, se les olvida con facilidad que la protección a la familia no está en juego sólo cuando se discute una ley de matrimonio civil. El fortalecimiento de la familia como misión del Estado implica políticas económicas y sociales que garanticen el ejercicio pleno de los derechos fundamentales de las personas.
Ciertamente, este debate dice relación a una normativa de ese tipo. El aspecto que ha generado mayor conflicto es el reconocimiento expreso de la posibilidad de divorciarse. Sin embargo, no olvidemos que el mal grave y doloroso, sobre cuyas causas deberíamos actuar como sociedad, es el fracaso en los hechos de los matrimonios y la consecuente ruptura de la vida familiar.
El fracaso de la vida familiar y matrimonial no existe porque el Derecho reconozca el divorcio. Por el contrario, debido a que efectivamente esa crisis se produce, dando lugar a dolorosas rupturas definitivas, aparece la necesidad de regular la situación, salvaguardando los intereses de quienes habían formado una pareja y, especialmente, protegiendo a los hijos.
Discernimiento de legisladores católicos
A quienes somos católicos, la discusión de esta iniciativa legal nos ha exigido ser extremadamente responsables. Así, teniendo en consideración las enseñanzas de nuestra Iglesia, debemos ser capaces de discernir seriamente en nuestra conciencia que es lo mejor y actuar en consecuencia.
La jerarquía de la Iglesia Católica, experta en humanidad, no sólo tiene el derecho sino también el deber de pronunciarse en asuntos como el que hoy nos ocupa e iluminar el discernimiento de católicos y hombres de buena voluntad. Resulta paradójico que algunos, sosteniendo que estamos en una sociedad plural, pretendan silenciar o acallar voces con las que no están de acuerdo. Todos nos debemos respeto, todos tenemos derecho a expresar y a defender nuestras visiones y a no ser descalificados por ello.
Sin perjuicio de lo anterior, es menester decir, con igual claridad, que nadie puede obligarnos o presionarnos para actuar en contra de los dictámenes de nuestra conciencia. Y entiendo que ésa no ha sido tampoco la intención de la jerarquía de la Iglesia. Como laicos cristianos, con cargos de responsabilidad en la sociedad civil, debemos tener la libertad necesaria para discernir.
En este contexto, aunque parezca obvio, es importante tener claro que estamos debatiendo un proyecto de ley de matrimonio civil y no uno sobre matrimonio religioso.
El proyecto en discusión
El objetivo principal de la iniciativa que debatimos es regular la institución del matrimonio estableciendo las condiciones en que se debe llevar a cabo y los derechos y deberes de los cónyuges. Junto a otros cuerpos legislativos, ha de propender a fortalecer la familia y a entregar protección a los hijos.
El nuevo desafío a que nos enfrentamos al reemplazar una legislación del siglo XIX es cómo dar mayor resguardo a la familia cuando fracasa el matrimonio. Al respecto, debemos tener claro que el Catecismo de la Iglesia Católica, en cuya elaboración tuvo importante participación el Cardenal Jorge Medina, señala que "si el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado, sin constituir una falta moral".
Profesando la fe católica, considero que el proyecto en discusión, aunque perfectible, es aceptable. Ante el fracaso del matrimonio, la ley otorgará instrumentos para enfrentar esa desgracia y para dar protección a los miembros más débiles de la familia en crisis.
Las normas propuestas no agregan ni quitan nada al matrimonio religioso, no afectan para nada su carácter de indisoluble. No comparto la visión de quienes alegan que una ley que no determina la indisolubilidad del vínculo matrimonial atenta contra los valores religiosos de quienes profesan credos que contemplan esta exigencia. Esta iniciativa no perjudica la libertad de conciencia, puesto que nada obliga a quienes contraen matrimonio civil a hacer uso de los preceptos que permiten el divorcio.
Nadie ha sostenido que el "divorcio a la chilena" -es decir, a través del empleo fraudulento de la nulidad- impida a los creyentes contraer un matrimonio indisoluble. Cabe preguntarse por qué quienes se casaron conforme a las disposiciones actuales no se sintieron violentados en su derecho al asumir una ley que incluía el divorcio por mutuo acuerdo, utilizando para ello el recurso de la nulidad fraudulenta. Es curioso y lamentable que las objeciones sólo surjan cuando se presenta un proyecto que, contemplando la posibilidad de disolver el vínculo, impone una serie de limitaciones y resguarda los derechos de los que se divorcian y de sus hijos.
Una legislación civil que regule el divorcio no afecta en absoluto al matrimonio sacramental de la Iglesia Católica, pues el divorcio civil no influye en la indisolubilidad de la unión religiosa. Para el católico no debiera ser tan relevante el matrimonio civil, ya que en nuestra fe el más importante es el religioso.
La unión conyugal es más que la norma legal que pretende regularla: es un compromiso que trasciende a los creyentes, es la base de la familia y de la sociedad.
Reafirmo mi convicción de que es claramente deseable la estabilidad del compromiso matrimonial. Sin embargo, la ética política, frente al problema de quiebres definitivos o rupturas irrecuperables de los matrimonios, nos exige la búsqueda del bien común, lo que legítimamente nos lleva a regular el divorcio como remedio para evitar males mayores.
La historia nos demuestra que por diversas causas y circunstancias se producen fracasos matrimoniales. Es un mal que, por desgracia, afecta a toda la sociedad. El que exista o no la posibilidad legal de divorciarse no es lo que determina los quiebres matrimoniales y la destrucción de numerosas familias.
Frente a aquellos matrimonios que han fracasado y cuyos cónyuges han formado nuevas familias cabe preguntarse: ¿Cómo vamos a proteger a estas últimas? ¿Qué responsabilidad tienen los hijos del segundo matrimonio en el fracaso de uno de sus padres en el primer matrimonio?
Los con mayores recursos probablemente han solucionado este problema anulando sus matrimonios civiles. Ciertamente, los pobres no han podido anularlos, pero igual han sido víctimas de los fracasos matrimoniales, constituyendo nuevas familias al margen de la ley. Hasta en eso han sido marginados.
No es posible en este debate general pronunciarse en cuanto a cada uno de los aspectos de la iniciativa, pero lo haremos mediante la presentación de indicaciones durante la discusión particular. Quisiera, sí, referirme a un par de aspectos que han sido objeto de polémica.
Me parece que no tiene ningún asidero establecer dos tipos de matrimonios, uno sin disolución del vínculo y otro con disolución. Casarse pronunciándose expresamente por esta última opción implicaría aceptar que se está realizando un compromiso o un acuerdo temporal. Y yo entiendo que existe cierto consenso respecto a que nadie querrá un matrimonio provisorio. Todos se casan con la idea de que sea para toda la vida.
Participé en una indicación al artículo 21, que en términos generales invierte el orden: se celebra primero el matrimonio religioso y a continuación se inscribe en el Servicio de Registro Civil. A la luz de este debate, me queda cada vez más claro que esta norma no es fundamental, ya que de todas formas, cualquiera que sea el orden en que se realicen los matrimonios civil y religioso, cuando la unión matrimonial fracase los cónyuges podrán divorciarse civilmente y, en lo referente al matrimonio religioso, quedarán sujetos a las normas canónicas.
Cuando junto con otros señores Senadores presentamos esta indicación, confiaba en que se facilitaría la tramitación de la iniciativa. A raíz de las intervenciones que he escuchado, me surgen dudas al respecto. Creo que durante la discusión particular podremos buscar una solución satisfactoria.
Una defensa más coherente de la familia
Como en tantos otros temas, pareciera que hoy todos estamos de acuerdo en proteger a la familia. Se ha insistido en forma reiterada, aludiendo a la hermosa declaración de principios del artículo 1º de la Constitución Política, en la necesidad de fortalecer la familia y en el rol protector de ella que corresponde a la autoridad pública. Algunos estiman que este loable objetivo se logra con una ley de matrimonio civil sin posibilidad de divorcio. Pienso que reducir la defensa de la familia sólo a impedir la dictación de una ley que contemple el divorcio es eludir el fondo del problema que hoy afecta a la sociedad. Por cierto, la regulación legal del matrimonio es un factor importante en la consolidación y protección de la familia, pero no es el único. Otros factores también influyen poderosamente en la estabilidad familiar: algunos dependen de las actitudes y conductas de los propios cónyuges y otros se originan en el seno mismo de la sociedad; es decir, tienen que ver con el modelo de sociedad que se ha construido.
La protección de la familia requiere la acción vigorosa del Estado, lo que implica llevar adelante políticas económicas y sociales que garanticen el ejercicio pleno de los derechos fundamentales de las personas. Sólo de este modo la declaración constitucional será realidad para miles de familias que hoy viven marginadas en una sociedad que no les permite desarrollarse en condiciones de dignidad.
Son miles las familias destruidas por violaciones a sus derechos más fundamentales. Y no me refiero sólo a las víctimas de la represión durante la dictadura, sino también a los atropellos a que la gente se ve expuesta con frecuencia en estos tiempos.
A diario miles de hombres y mujeres en el mundo del trabajo son sometidos a un trato vejatorio. ¿Cuántas personas están privadas del derecho al trabajo? ¿Cuántas laboran por salarios miserables que no permiten la subsistencia familiar? ¿Cuántas deben trabajar extensas jornadas o deben buscar un segundo empleo para obtener lo necesario? ¿A cuántas se les niega el descanso dominical impidiendo la vida familiar?
Las empresas, inmersas en una competencia brutal, imponen exigencias cada vez más intolerables a los trabajadores y trabajadoras. Ello atenta contra el tiempo en el hogar junto a la familia, reduciendo su cantidad y calidad. El hogar, para el trabajador, ha derivado, de un lugar de encuentro familiar, a un simple lugar de descanso, con escasas posibilidades de compartir.
Uno podría seguir preguntando: ¿cuántas familias pobres carecen de acceso oportuno a una salud de calidad? ¿Cuántas familias pueden disponer de buenas escuelas para la educación de sus hijos? ¿Permiten acaso las reducidas viviendas de los pobres una convivencia familiar adecuada?
La sociedad que hemos construido condena a muchos a la pobreza y genera grados de frustración vital que golpea gravemente a las familias.
Debo decirlo categóricamente: este modelo de sociedad es el principal agente de debilitamiento de la familia. Si queremos ser coherentes en la defensa de ésta, debemos ser capaces de enfrentar las injusticias que causan este debilitamiento; debemos ser capaces, como sociedad, de ofrecer una vida mejor a nuestras familias.
Por eso, con la claridad de los límites que tiene este proyecto, pero consciente de que significa un importante avance en relación con la legislación vigente, lo aprobaré en general, y anuncio desde ya que presentaré indicaciones para perfeccionarlo, en la medida en que ello sea posible.
He dicho.
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