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El señor OMINAMI.-
Señor Presidente, creo que todos tenemos conciencia de que estamos protagonizando un debate muy crucial. Se trata de legislar sobre una materia que involucra valores y libertades, pero no de modo abstracto, sino en la cotidianidad de la vida de las personas.
Tenemos un tremendo retraso como país en esta discusión, lo que ya señalaron muchos señores Senadores. Tal retraso no ha sido bueno, como tampoco lo ha sido el que ha experimentado el debate del proyecto en el Senado. Creo que deberíamos haber discutido la materia con bastante antelación.
Me parece crucial legislar. Hace muchos años que el país está pidiendo una ley. Necesitamos una ley; pero una buena. Ése es el tema. Sería muy lamentable que la modificación de la Ley de Matrimonio Civil, de 1884, se hiciera en un sentido puramente regresivo y conservador, como algunos desean. Y -digámoslo con franqueza- éste puede terminar siendo el resultado final si no somos capaces de resolver un conjunto muy amplio de problemas que presenta el proyecto. Entre los más evidentes, menciono:
Reconocimiento civil del matrimonio religioso, con la confusión que de hecho se introduce entre el plano religioso y el orden civil.
Afirmo que se trata de un retroceso porque nuevamente, después de más de un siglo, se coloca a la Iglesia antes que al Estado. Así como rechazo el artículo 21 de esta iniciativa, también rechazo el artículo 43 de la ley Nº 4.808, de 1930 -citado por el Senador señor Espina -, que apunta exactamente en el sentido contrario, obligando a la inscripción civil del matrimonio religioso. No veo ninguna razón para ello.
Estimo que el proyecto contiene plazos excesivos para el divorcio. Hay una ampliación desmedida -me referiré a esto a continuación- de las causales de nulidad.
Asimismo, se introduce la figura de la simulación del matrimonio. Estoy convencido de que ella se prestará para todo tipo de abusos. Otro tanto sucederá con la posibilidad de contraer matrimonio en artículo de muerte sin la presencia del oficial del Registro Civil .
A mi juicio, la forma de acreditación de la fecha cierta es absurdamente engorrosa y deja fuera la constancia ante Carabineros, método más habitual y accesible para la gente.
Hay, por otra parte, evidente exceso de celo y multiplicación de instancias y, también, incoherencias en el procedimiento establecido en el proyecto cuando crea los tribunales de familia.
No tengo tiempo para referirme en particular a todos estos problemas, que podremos discutir más adelante. Sólo me limitaré a las cuestiones que estimo más esenciales.
No soy abogado, ni menos teólogo, como tampoco consejero matrimonial. Simplemente, hablaré desde mi experiencia y de lo que conozco de la vida.
Creo que la ley tiene que asumir la realidad como es y no como uno desearía que fuera. Y quiero ir directamente a lo que considero el fondo de la cuestión.
Discrepo radicalmente de lo que, con mucha franqueza y naturalidad, me dijo hace un tiempo un antiguo Senador de Derecha , quien no está con nosotros hoy día: "Ustedes, los socialistas, no entienden nada: confunden el matrimonio con el amor, y por eso se andan casando y separando".
La verdad es que entre los socialistas hay de todo. Esta bancada es buen ejemplo de muy diversas situaciones. Siento que en esto está nuestro disentimiento esencial con algunos que se oponen al divorcio o desean restringirlo severamente. Aclaro que ésta no es una discrepancia con la Iglesia: es una diferencia con una mentalidad de Derecha que hasta hoy día perdura.
Nosotros no confundimos el matrimonio con el patrimonio. Son dos cosas distintas. En la lógica del patrimonio, uno puede entender fácilmente el rechazo a la disolución del vínculo, porque se trata de proteger la integridad de aquél. Son innumerables los ejemplos en la historia de Chile y del mundo de los matrimonios por interés. Sin embargo, reconozcamos que ésa es la lógica de la economía. Y puede ser también la de la política. Pero no tiene nada que ver con la lógica del amor y de los sentimientos.
No se puede poner la institución del matrimonio por sobre la autonomía y la dignidad de las personas. El amor entre los contrayentes es anterior al matrimonio, con disolución de vínculo o sin ella.
Por otra parte -como explicó muy bien el Senador señor Viera-Gallo -, el matrimonio indisoluble es una creación relativamente reciente en la milenaria historia de la Iglesia Católica.
No debe confundirse la ley de divorcio con la estabilidad de la familia. Son dos cosas distintas. Hay miles de casos donde luego del divorcio se constituyen nuevas parejas que generan un entorno mucho más adecuado para los niños que el propio de un matrimonio mal avenido y en permanente conflicto.
En realidad, resulta una tremenda contradicción insistir en la importancia de la familia -hago presente al Senador señor Romero que ésta no es lo mismo que el matrimonio- y negar de antemano las soluciones jurídicas a los problemas que produce la ruptura de pareja. Ella se origina igual, pero queda sin un arreglo jurídico apropiado y justo. Ése es el problema.
El amor para toda la vida es una aspiración que tal vez muchos no logren alcanzar. Y, por definición, toda persona merece una nueva oportunidad. No es razonable; más aún, no es justo cerrar esa opción a quienes la necesitan y requieren.
Se ha señalado, pero es importante reiterarlo: una ley de divorcio no obliga a divorciarse. Un católico que siente que posee el privilegio del amor para siempre, no tiene de qué preocuparse. Él puede definir la indisolubilidad de su matrimonio frente a su Dios, su Iglesia, su cónyuge y su propia conciencia, y le podemos prometer que nadie lo forzará a actuar en sentido contrario. Pero, ¿en nombre de qué principios, de qué valores, se niega la oportunidad de rehacer su vida a quien ya no siente amor por el otro? Ése es el tema de fondo. ¿Por qué no asumir algo tan elemental como que el amor también se puede acabar?
Señor Presidente , no soy hombre de Iglesia. Sin embargo, respeto a ésta. Incluso más, le tengo afecto y mucho reconocimiento. No me escandaliza que ella busque plantear con fuerza sus puntos de vista. Pero, una vez abierto el debate, es preciso estar dispuestos a aceptar el juicio crítico y la controversia, y entender que lo que estamos discutiendo no es el Derecho Canónico, sino el Derecho Civil, aquel que se aplica a todos los ciudadanos, independiente de su credo.
Por eso, me opongo frontalmente a la idea de dos tipos de matrimonio: uno indisoluble y otro divorciable. Se equivoca la Iglesia cuando busca, como ha dicho con gran lucidez el abogado Carlos Peña , "fijar la conciencia de sus fieles de una vez y para siempre". Creo que una organización religiosa no tiene derecho a hacer eso.
Desde el Estado, es nuestra obligación resguardar una cuestión esencial: la libertad de conciencia. Ésta consiste en la capacidad de cada hombre o mujer, no sólo de discernir cierta concepción del bien, sino, además, de poder revisarla a la luz de nuevas experiencias y reflexiones.
Asimismo, el intento de conciliación con el criterio de la Iglesia Católica, expresado en el artículo 21, que otorga validez civil a los matrimonios religiosos, en definitiva es una mala solución para todos.
Dicho precepto no elimina -y no podría hacerlo- la obligación inexcusable del oficial de Registro Civil competente de informar siempre sobre la definición legal y los derechos y compromisos que a partir del acto de celebración del matrimonio empiezan a regir entre los cónyuges. De hecho, en la totalidad de los casos se requiere una suerte de segunda ceremonia.
La igualdad ante la ley debe ser preservada en todo instante, y no me parece adecuado, aunque se practique en otros países -no olvidemos que en muchos de ellos se practican también algunas cosas que en este Senado no se quisiera discutir-, que el Estado externalice, por así decir, una responsabilidad que le es propia.
Los diferentes credos tienen derecho a establecer el matrimonio en los términos que estimen convenientes, por esotéricos que éstos puedan ser. Recordemos el adagio que dice: "Allí donde hay un pastor puede haber una iglesia".
En consecuencia, el artículo 21 puede conducir a todo tipo de excesos. Eso -digámoslo con franqueza- lo saben los patrocinadores de dicha norma. Y lo dejaron en evidencia cuando anunciaron una indicación para acotar el número de iglesias que pueden administrar el matrimonio con validez civil a aquellas con las cuales el Estado celebre un acuerdo.
El señor MORENO .-
¡No es así!
El señor OMINAMI.-
Se trata de una consecuencia lógica del artículo 21, que nos conduce, por el camino del retroceso, nuevamente a la discriminación entre las diversas entidades religiosas. Porque, si se aprueba ese precepto, se planteará la necesidad de discriminar entre las doscientas y tantas que hoy cuentan con personalidad jurídica en el país, deshaciendo un camino en el que ya avanzamos.
Por eso, no debe confundirse un sacramento con un contrato civil solemne. Éste ha de ser igual para todos en contenido y forma.
Pero hay más. Imaginemos las innumerables situaciones que pueden ocurrir si se aplica el artículo 21. ¿Qué acontece si alguien que se casó por la Iglesia Católica en algún momento de su vida decide cambiar de credo?
Por otro lado, para hablar de cosas más prácticas, ya visualizo la cantidad de casos en que los cónyuges concurren a su iglesia y luego no inscriben el matrimonio en el plazo máximo de los 30 días. No es difícil imaginar los abusos y engaños a que esta norma puede llevar. Seguramente algunas campesinas creerán que están casadas, en circunstancias de que su matrimonio no tuvo validez por no cumplirse con el requisito de la inscripción.
Debo manifestar, con pena, que lamento que el Gobierno haya patrocinado la correspondiente indicación (era de su iniciativa exclusiva), porque otorga al Registro Civil una nueva competencia: reconocer matrimonios celebrados por iglesias u organizaciones religiosas.
Entiendo, no sin alguna dificultad, que el Ejecutivo asuma cierta neutralidad en este debate, que involucra valores, principios, y en donde hay divisiones transversales en todos los sectores políticos. Pero no puedo aceptar que termine patrocinando iniciativas contrarias a la necesaria separación entre la Iglesia y el Estado. Y aquí hay una cuestión de principios. No sé si lo habrá hecho por presión -si así fuera, sería bueno que se informara de quién-, por convicción o, simplemente, por inadvertencia.
Cuando redacté esta exposición, pensaba en la incomodidad que debe estar sintiendo en su tumba el Presidente Santa María , quien legisló sobre materias civiles hace ya varias décadas.
Pienso que rechazar la disolución del vínculo y, a la vez, forzar a la nulidad tiene algo de inhumano, dado que por esta última vía finalmente se obliga a renegar de algo que un día se pudo haber amado. Me parece más sano reconocer que algo que fue ya no puede seguir siendo, que tener que renegar de ello.
Pero ésta no es la tónica del proyecto. Es evidente que, en el ánimo de contemporizar con la Iglesia, se buscó introducir aspectos parciales de su propia legislación. Sin embargo, el resultado es un producto incoherente. Por un lado, se habla de considerar efectos civiles para la ceremonia religiosa de todos los credos, y por otro, se incorporan causales de nulidad propias del Derecho Canónico -así se ha reconocido expresamente-, priorizando a la religión católica por sobre otras creencias, cuestión que atenta contra la pluralidad y la libertad de credos.
Igualmente, resulta difícil entender que es más sencillo terminar un matrimonio por inmadurez de alguna de las partes al momento de celebrarlo -como lo establece la causal canónica de nulidad-, que por la voluntad clara y concordante de las mismas personas que lo contrajeron. Desde mi punto de vista, se beneficia de manera incorrecta la institución de la nulidad del matrimonio, buscando en el acto de la celebración del contrato vicios que, sin duda, no son los considerados por las partes al pedir el término del vínculo.
Si bien la nulidad siempre existirá, de acuerdo a las reglas generales de la nulidad de los contratos, no se divisa razón para ampliar sus causales, y menos a las canónicas. Si la intención es otorgar a las partes la ocasión de poner fin a un matrimonio que ya no es deseado, lo que corresponde es hacer más expeditas las vías para el divorcio, antes que fortalecer la nulidad.
Se requiere una legislación que esté a tono con los tiempos, con los cambios culturales, con las nuevas realidades caracterizadas, como aquí ya se ha dicho, por una menor tasa de nupcialidad, postergación de la opción matrimonial, incremento de las separaciones y de nulidades, aumento de los hijos nacidos fuera del matrimonio, embarazo de adolescentes solteras, diversidad de familias y cambios en los tipos de éstas. En este último sentido, el factor principal han sido el nuevo rol de la mujer y la eliminación, al menos, de las formas más violentas de discriminación.
¡Lástima, señor Presidente , que no haya más mujeres en el Senado! Francamente, lo lamento, por ésta y otras razones. ¡Qué lástima que no haya integrado siquiera una mujer la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia! Estoy convencido de que si así no hubiera ocurrido, ahora tendríamos un informe distinto.
Quienes son contrarios al divorcio nos señalan que, con una ley que lo establezca, se induce su aumento. Esto es francamente lo mismo que decir que con una ley de accidentes del trabajo se promueven los accidentes. De existir una buena ley, a lo mejor podrían crecer los divorcios; pero eso también sucedería como resultado del incremento de los matrimonios y la disminución de las nulidades fraudulentas. Ése sería un estupendo resultado. Así se defiende a la familia. Se la defiende también legislando sobre las uniones de hecho, que son miles y no están consideradas en este proyecto.
Considero muy importante respetar la intimidad y la privacidad de los cónyuges. Lo que no es aceptable ni aconsejable es que se ventilen ante los tribunales las causales de quiebre del matrimonio. Está probado que no es el juez la persona más idónea para determinar eventuales culpas de uno cónyuge u otro, o para decidir si el matrimonio debe o no continuar. Por ello, en el Derecho comparado el "divorcio sanción" ha cedido protagonismo frente al "divorcio remedio". En este caso, basta sostener ante el juez el quiebre irremediable de la unión, lo que debe quedar acreditado en el juicio con un sistema de presunciones. Si ambos cónyuges lo solicitan, el quiebre debe darse por acreditado. Si sólo uno lo pide y el otro no concurre con su acuerdo, entonces habrá que acreditar hechos objetivos que prueben que sí existe quiebre matrimonial, como lo sería una separación de hecho por un período que fijaría la ley.
Si hay algo que ha hecho crisis es el uso del fraude y la mentira. De ahí la necesidad de reconocer la vigencia de la verdad, estableciendo un proceso que no incentive a las partes a sostener y probar algo que no sea cierto con el solo propósito de obtener el divorcio. No es aconsejable que el texto legal contenga normas que constituyan -como ocurre con el procedimiento de la nulidad- un incentivo para el fraude procesal.
De igual modo, es fundamental garantizar la agilidad procesal a través de un procedimiento adecuado, breve y ágil ante los tribunales que lo hacen posible, como son los de la familia. No es aceptable que los conflictos conyugales, siempre dolorosos y difíciles, se eternicen en los tribunales por procedimientos que así lo permiten.
Además, debería limitarse la intromisión del Estado en la vida privada de la gente. La sucesión de mecanismos de conciliación y mediación involucra un principio de injerencia de aquél en el comportamiento de las personas. Francamente, me llama la atención el doble discurso de quienes son partidarios de una fuerte intervención del Estado en esta materia, y en cambio se muestran muy liberales frente a hechos de la vida económica donde efectivamente se requiere una acción pública vigorosa.
En estricto rigor, debiera existir una única causal de nulidad, una que dé lugar al divorcio: el quiebre irremediable o irreversible del vínculo matrimonial. Y ella debiera acreditarse a través de un sistema de presunciones. Lo que me parece importante destacar es que para que exista divorcio no es necesario que haya culpables; basta simplemente con que una persona haya dejado de amar a otra.
En la eventualidad de que este proyecto no contemplara la voluntad de una de las partes como causal de divorcio, las faltas adquirirían un mayor peso, y con ello, también la instalación de una lógica de enfrentamiento. El divorcio que privilegia el consentimiento mutuo y la voluntad unilateral tiene como impacto, a nivel procedimental, su desjudicialización, cosa que me parece un gran avance.
Terminaré apelando a nuestro sentido de responsabilidad para representar los anhelos ciudadanos. Entiendo que hay cuestiones de conciencia para Senadores católicos; pero llamaría también a que asumiéramos nuestra obligación de representación. Si esto no se hace, podemos terminar legislando solamente a partir de nuestros propios prejuicios.
He dicho.
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