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El señor VIERA-GALLO .-
Señor Presidente , hoy es una ocasión histórica, pues el Senado está llamado a pronunciarse sobre un proyecto de nueva Ley de Matrimonio Civil, que establece el divorcio vincular cuando se ha producido una ruptura irreparable entre los cónyuges.
La iniciativa en estudio -como se recordó recién- se originó en una moción que presentamos en 1995 los Diputados señoras Mariana Aylwin , María Antonieta Saa e Isabel Allende y señores Ignacio Walker , Sergio Elgueta , Eugenio Munizaga , Víctor Barrueto , Arturo Longton , Carlos Cantero y José Antonio Viera-Gallo .
Largo ha sido el trámite parlamentario, que ha estado lleno de obstáculos. Sin embargo, en la medida en que se ha generado un debate serio y fundado, se ha ido abriendo campo el propósito original y han ido desapareciendo los prejuicios doctrinarios.
Es importante situar esta discusión en el contexto legal, social y cultural del país para entender la necesidad de llevarla a cabo y conocer sus alcances.
En el plano legal, el Congreso Nacional ha aprobado, desde 1990, diversas normativas que han transformado profundamente el Derecho de Familia, entre las que cabe mencionar la ley de filiación, que terminó con la discriminación entre los hijos y permitió la investigación de la paternidad; la normativa sobre violencia intrafamiliar; la nueva ley de adopción; la que mejoró las prestaciones alimenticias y el régimen de visitas; la que introdujo perfeccionamientos al régimen patrimonial del matrimonio, y la referente a la consagración constitucional de la igualdad entre hombres y mujeres.
Las disposiciones que actualmente el oficial del Registro Civil lee a quienes contraen matrimonio en Chile para informarles de sus derechos, reflejan ese cambio filosófico y jurídico, y son sustancialmente distintas de las que redactó don Andrés Bello .
Con este proyecto y con el que crea los Tribunales de Familia se completa prácticamente el impulso reformador. Sólo queda pendiente adecuar la Ley de Menores a la Convención sobre los Derechos del Niño.
En el plano social y cultural, es importante tener en cuenta que hoy existen -no sólo en Chile- nuevos desafíos para la familia. Los últimos estudios de autores como Anthony Gibbens o Urich Beck dan cuenta de los cambios surgidos en la división de roles entre hombres y mujeres; de la nueva conciencia de los derechos de los niños y de los jóvenes; de la disminución de la tasa de natalidad; de la prolongación de la expectativa de sobrevivencia, y, en general, de una tendencia a enfrentar en forma más autónoma la vida.
Estas transformaciones han sido constatadas, entre otros documentos, por el Informe de la Comisión Nacional de la Familia, creada en 1992, y por el último Informe de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
En nuestro país ha disminuido significativamente el número de matrimonios, y las personas, en general, se casan a una edad más tardía. Como ejemplo, una estadística local: desde 1999 a 2002, sólo en la Región del Biobío los matrimonios disminuyeron de 9 mil 165 a 7 mil 934, proyectándose para este año una cifra cercana a 7 mil 500. Vale decir, se registró una reducción de 20 por ciento sólo en un período de cuatro años, tanto en zonas rurales como urbanas.
Todo ello hace indispensable cambiar la Ley de Matrimonio Civil que data de 1884. Al hacerlo, debemos tener en cuenta ciertos principios básicos: primero, el valor de la familia como institución en la cual se produce la socialización de las nuevas generaciones y donde las personas pueden vivir con mayor libertad la parte más sustancial de su intimidad; y segundo, la libertad de las personas para contraer matrimonio, y en caso de fracaso, para tener una nueva oportunidad, sin recurrir al desprestigiado sistema de las nulidades fraudulentas. La gente hoy quiere la verdad y que las cosas se llamen por su nombre, esto es, que se termine esta especie de divorcio encubierto, mal concebido y con graves consecuencias para los hijos.
El proyecto busca compatibilizar esos valores. Por ello, establece que el matrimonio es el fundamento principal de la familia, aunque no el único -hay familias donde no hay matrimonio-, y que los jueces, al interpretar sus disposiciones, deberán siempre tener en cuenta el interés de los niños y del cónyuge más débil. También aumenta a 16 años la edad para casarse, velándose por una mayor madurez de los futuros esposos. Asimismo, todos los conflictos de familia van a ser resueltos por tribunales especializados, con asesorías adecuadas.
Pero, sin duda, la novedad más significativa -y éste es el punto que ha suscitado debate- es la introducción del divorcio vincular. Al hacerlo se ha tenido en cuenta principalmente la legislación de Europa continental y de América Latina.
La iniciativa, al ser aprobada, no contribuirá a agravar la crisis de la familia, como sostiene la campaña antidivorcista, haciendo mal uso de toda clase de estadísticas extranjeras. Tampoco provocará mayor pobreza en las mujeres y los hijos. Como toda futura ley de esta naturaleza, ha sido el producto de un amplio debate, donde se han recogido posiciones de personas con distintas concepciones del hombre y la sociedad, y deberá ser perfeccionada en el segundo informe.
Paso a referirme directamente al tema puntual del divorcio, en sus dimensiones histórica y social.
Con frecuencia se olvida que, con muy pocas excepciones, en la historia de Occidente la sociedad ha contado siempre con algún recurso legal para resolver conforme a derecho las situaciones que derivan del quiebre del matrimonio.
El Derecho Romano consagró con claridad el divorcio, le dio su nombre y configuró a lo largo de los siglos un estatuto que tiene, en sus aspectos sustantivos, vigencia hasta nuestros días.
Durante la etapa inicial de dicha civilización, el elemento fundamental era la "affectus maritalis", definida como la intención de establecer una sociedad íntima, una relación perpetua para transmitir el marido a la esposa su propio grado y la propia dignidad social, y procrear, criar y educar a los hijos. Rota esa mancomunión, se entendía finalizado el vínculo.
Con posterioridad, en la época republicana, se mantuvo una plena libertad para poner fin al matrimonio, sea por acuerdo de los cónyuges o por la voluntad de uno de ellos. El emperador Augusto , en la lex Julia, intentó disponer alguna regulación más estricta.
Incluso, cuando el cristianismo pasó a ser religión oficial del imperio, los emperadores, ya convertidos a esa fe, no abolieron el divorcio, conscientes, como estaban, de que este tipo de normas, profundamente arraigadas en las costumbres, no se cambian por decreto. Así, Constantino y quienes le sucedieron se conformaron con precisar las causas que habilitaban para interponer la acción del divorcio, especialmente el unilateral. Sólo Justiniano, el año 542 después de Cristo, intentó, por primera vez, restringir el divorcio por mutuo acuerdo, lo que fue rechazado por la sociedad y debió ser derogado por Justino II catorce años después.
La Edad Media se caracterizó por la dispersión del poder estatal y los crecientes grados de influencia que adquirió la Iglesia. En un inicio, no varió sustantivamente la legislación matrimonial vigente a la caída de Roma, pues el derecho germánico consagraba el divorcio en términos similares. Sin embargo, a partir de Carlomagno se hace más notoria la primacía de la Iglesia, lo que se reflejó con posterioridad en los diversos textos jurídicos del medioevo. El punto culminante está en el Concilio de Trento, en 1563, donde el catolicismo uniformó definitivamente la doctrina canónica a favor de la indisolubilidad del vínculo matrimonial, lo que no había ocurrido antes.
Con el comienzo de la modernidad, el divorcio volvió en los países de tradición católica, y así lo consagró el Código de Napoleón en 1804. No obstante, al mantenerse en Chile la unión de la Iglesia y el Estado, no fue recogido por Andrés Bello en nuestro Código Civil ni tampoco en la posterior Ley de Matrimonio Civil.
La necesidad de dar una solución a las rupturas matrimoniales fue la que originó, en los albores del siglo XX, el resquicio de las nulidades fraudulentas a través de una interpretación judicial de las normas probatorias del estado civil.
Es decir, en la historia de Occidente el divorcio no es una novedad -y esto me importa recalcarlo-, sino que está en sus raíces. Sólo excepcionalmente se le ha restringido o abolido, en ciertos tiempos y lugares, cuando la separación entre el poder civil y el religioso aparecía difusa. En cambio, cuando tal distingo ha sido nítido y se ha afirmado el pluralismo y el carácter laico del Estado, la ley ha contemplado siempre el divorcio y los cristianos han convivido, en dichas épocas y sociedades, con plena libertad y tranquilidad de conciencia.
En un plano personal y social, el divorcio es siempre resultado de un fracaso matrimonial. Los propios pensadores y políticos romanos intentaron reglamentarlo mejor para evitar lo que percibían como una alarmante decadencia de las costumbres, que no pocos relacionaron después con la posterior crisis del Imperio Romano.
Pero el mal no está en el Derecho, sino en la realidad humana y social. La ley sólo trata de aminorar sus consecuencias e impedir que lo que muchas veces es un drama se transforme en una tragedia irreparable, en especial para los hijos.
Como dice el profesor de Derecho Enrique Barros en un ensayo sobre la ley civil y las rupturas matrimoniales, el debate en materia de divorcio vincular está contaminado por una trampa semántica, cual es la oposición entre divorcistas y antidivorcistas, donde divorcista "no sólo significa una opinión jurídica, sino que evoca un propósito oscuro de contribuir a la desintegración de la familia".
"El punto de partida [agrega] no es este divorcismo, asociado a una especie de anarquismo moral, sino el hecho real y estadístico de que ocurren rupturas en familias establecidas en matrimonio".
Quienes se oponen al divorcio culpan a la ley de lo que sucede en la sociedad y eluden, de esta manera, el problema de fondo. La ley no unirá a las parejas ni evitará su separación, pero no puede cerrar los ojos ante ambas situaciones.
Los legisladores siempre nos movemos entre el ideal que debemos procurar y la dura realidad que debemos regular.
¿Quién, por ejemplo, puede considerar que la guerra sea un bien? Y, sin embargo, existe el derecho humanitario para los conflictos bélicos.
Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, sostiene: "Los que gobiernan en el régimen humano razonablemente toleran algunos males para que no sean impedidos otros bienes o para evitar peores males". Porque la indisolubilidad del matrimonio, según el autor, no derivaría de los preceptos primarios de la ley natural, que toda autoridad debe respetar siempre, sino de los secundarios, que pueden ser dispensados por el legislador.
Es lo que ha ocurrido en todo Occidente. Sólo Chile se mantenía al margen de esta corriente, en gran medida por el mecanismo de las falsas nulidades, pese a que más de 70 por ciento de los ciudadanos -muchos de ellos católicos- es partidario de terminar con esta hipocresía.
El actual proyecto contempla dos tipos de divorcio: por culpa de uno de los cónyuges, caso en el cual no hay plazo, y por ruptura irreparable del vínculo, probada por el transcurso de una separación de tres años, cuando hay acuerdo entre las partes, o de cinco, cuando es por voluntad unilateral.
Esos términos pueden parecer excesivos, a simple vista, pero hay que tener en consideración, en el último caso, que en Francia se requieren seis años; en Suiza, cuatro; en España, cinco, y en Argentina, tres. Soy partidario de rebajarlos cuando no haya hijos comunes, o bien, cuando éstos sean mayores de edad.
Una novedad es que en la Comisión se introdujo una fecha cierta desde la cual se cuenta el período de separación, fijada en procedimientos judiciales o por constancia ante ministros de fe de fácil acceso al público. De esta manera, se evita cualquier posibilidad de fraude a la ley para alterar los plazos.
De otra parte, por regla general, no resulta lógico que quien viene saliendo de una crisis matrimonial pretenda rápidamente contraer nuevas nupcias. Todo aconseja que exista un tiempo razonable de espera y reflexión, durante el cual nada impide que se pueda convivir con otra persona.
En cuanto a la nulidad, el proyecto contempla causales más amplias que las actuales para declarar la invalidez del vínculo, acogiendo las reformas incorporadas al Código de Derecho Canónico en las últimas décadas, por lo cual, si un católico obtiene la nulidad de su matrimonio religioso ante los tribunales eclesiásticos, podrá invocar las mismas causales ante la justicia civil para invalidar su vínculo civil, sin recurrir al divorcio. Hoy, en cambio, debe alegar una falsa nulidad matrimonial luego de obtenida su nulidad religiosa. Hay, pues, un importante adelanto y apertura en la iniciativa.
Además, resulta del todo evidente que los católicos pueden recurrir a la mera separación judicial sin disolver el vínculo matrimonial. Nada ni nadie los puede obligar a interponer la acción de divorcio, por lo cual resulta inútil plantear que ésta sea renunciable. En materia de familia no se puede disponer libremente de los derechos.
Respecto del artículo 21, que reconoce los efectos civiles de los matrimonios religiosos debidamente inscritos en el Registro Civil , lo considero una solución práctica que no debiera suscitar un debate que divida artificialmente al país, una vez más, entre laicos y creyentes. Parto de la base de que, en una auténtica concepción cristiana de la vida, la confianza se pone en el espíritu y no en la ley. Para permanecer fieles a las promesas matrimoniales, los cristianos no necesitan el apoyo de una ley, sino el auxilio de la gracia.
Además, la propia Iglesia Católica admite, en casos excepcionales, la disolución del vínculo matrimonial y no su simple nulidad, como ocurre cuando la convivencia amenaza la fe, situación que en el Derecho Canónico se llama "privilegio paulino" y en las Siete Partidas, de Alfonso X el Sabio, "adulterio moral". En Chile, en múltiples casos la Iglesia Católica acepta celebrar el matrimonio religioso pese a la subsistencia del matrimonio civil, cuando la persona no se ha casado por las normas del primero precedentemente. ¿Por qué tanta alarma por el divorcio si la propia Iglesia no valora siempre la vigencia de la indisolubilidad del vínculo civil? Aquí hay algo que no me cuadra.
Un tema no abordado en el proyecto y que debería incorporarse en el segundo informe es la regulación de las uniones de hecho estables entre un hombre y una mujer. Ello, por cuanto son una consecuencia directa de las dificultades de la legislación vigente para disolver el matrimonio y, también, por la existencia de muchas parejas que en la actualidad no se casan durante un tiempo prolongado.
Con este objeto he elaborado una indicación que regla esas uniones y exige, para darles tutela jurídica, una convivencia pública y libre no inferior a dos años, período que debería ser menor o inexistente en caso de hijos comunes. Con el propósito de facilitar la prueba de su existencia, el Servicio de Registro Civil e Identificación tendría que llevar un registro voluntario. Su término tendría lugar por decisión unilateral, por mutuo acuerdo, por la inscripción de una nueva unión de hecho, por el fallecimiento de alguno de sus miembros o por el matrimonio subsiguiente de éstos. Las consecuencias en la vida práctica son muy importantes en lo atinente a materias sucesorias y a otras, como la relativa a la vivienda. Al mismo tiempo, en caso de separación, se debería reconocer el derecho a reclamar alimentos por un tiempo prudente.
Antes de concluir, deseo referirme a la posición expresada por siete señores Ministros de la Excelentísima Corte Suprema al responder la consulta de esta Corporación respecto del tema en debate, quienes han sostenido la inconstitucionalidad del proyecto por contravenir lo dispuesto en el artículo 1º de la Carta Fundamental.
Al respecto, cabe señalar que el punto quedó precisado en la sesión 191ª de la Comisión Constituyente, de 18 de marzo de 1976, cuando sus miembros, luego de un extenso debate, descartaron la redacción propuesta por el ex Senador señor Sergio Díez para el inciso segundo de dicho precepto, orientada a la "integridad de la familia", dejando sentado expresamente que ella afectaba una posterior ley de divorcio. De tal manera que la actual disposición constitucional no prejuzga ni a favor ni en contra de un cuerpo legal de esta índole.
Al finalizar mi intervención, deseo recordar a Tomás Moro , brillante pensador y santo patrono de los políticos y gobernantes católicos, quien en su obra "Utopía" se refiere precisamente al matrimonio y al divorcio. No es un liberal, pero tampoco desconoce las dificultades del amor conyugal, en el que "hay que compartir la vida entera con una sola persona, soportando los inconvenientes que esto trae consigo". Por ello, valora la monogamia y la deseable indisolubilidad del matrimonio, pero advierte que "Sucede a veces que el talante de los esposos es totalmente incompatible. En tales casos, separados de común acuerdo, contraen nuevo matrimonio, si ambos encuentran con quien vivir más a gusto". Son palabras de Santo Tomás Moro .
Sigamos su ejemplo: legislemos con racionalidad y con espíritu abierto ante los cambios que viven la sociedad y la familia.
He dicho.
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