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El señor CANESSA.-
Señor Presidente , lo pertinente en esta fase inicial de la tramitación del proyecto es averiguar si los objetivos que se pretende alcanzar mediante esta reforma condicen efectivamente con las modificaciones al Código del Trabajo propuestas por el Ejecutivo , calculando, por supuesto, el sentido y magnitud de las enmiendas que podrían afectarle, en ambas Cámaras, vía indicaciones.
Según el mensaje, los ejes principales de la iniciativa son tres: la promoción del empleo; la modernización de las relaciones laborales mediante formas de contratación más flexibles, y el fortalecimiento de la actividad sindical.
Estimo que el primero de tales objetivos es el decisivo (me refiero a la promoción del empleo). Al margen de la retórica y de los argumentos más o menos ingeniosos que se han esgrimido para explicar la progresiva pérdida de empuje que ha demostrado la economía chilena, el hecho cierto es que ésta se halla en dificultades; y la consecuencia más dramática y concreta de tal situación la constituye la existencia de medio millón de compatriotas cesantes. No preciso indicar lo que este frío dato representa en la vida cotidiana de tantas personas y familias; ello, no sólo en lo económico, sino además en lo social y -lo que es más delicado- en lo moral.
Si de verdad queremos superar esta realidad, también nosotros, desde el Senado, tenemos que hacer lo necesario para restaurar la confianza en el sistema económico implantado en Chile hace ya un cuarto de siglo y en el último tiempo algo desdibujado. Hay que recuperar sus principios y el espíritu emprendedor que le caracteriza. Si lo logramos, volverá a ser una potente palanca del desarrollo, se crearán más puestos de trabajo y progresaremos como nación.
Para lograrlo, hay que despejar de una vez por todas las amenazas que, veladamente, se ciernen sobre el sistema. Pareciera que últimamente se desconfía de la libertad de los agentes económicos y, por ello, el Estado pasa a ocupar el espacio antes reservado al mercado. Los resultados están a la vista. Las cifras del Instituto Nacional de Estadísticas prueban que las regulaciones introducidas por la actual coalición de Gobierno en el mercado laboral han sido negativas para la creación de puestos de trabajo. En efecto, entre 1985 y 1989 el empleo total en el país creció en 6,2 por ciento. En el quinquenio siguiente, 1990-1994, tras las primeras reformas laborales de la Administración Aylwin, esa tasa se redujo a 3 por ciento. Y en el trienio posterior, 1995-1997, la ocupación creció sólo en 0,9 por ciento. De ahí en adelante sólo se han perdido puestos de trabajo.
Así las cosas, ¿será posible revertir la caída de la oferta de empleos acentuando las regulaciones, esto es, distorsionando artificialmente el mercado laboral? Creo que esta pregunta nos enfrenta al núcleo del tema que nos ocupa.
Sin duda, para que haya más empleo, la prioridad absoluta debe ser reactivar la economía. Toda otra consideración, de cualquier tipo, le está subordinada. Es obvio que, para centenares de miles de chilenos, el articulado del Código del Trabajo constituye una suerte de realidad virtual si no existe ocupación. Y no pienso sólo en los desempleados. Cualquier trabajador siente hoy que su posición es precaria, y su poder negociador, casi una ilusión, cuando sobre él planea la sombra de un 10 por ciento oficial de cesantía. La escasa realidad que para él tienen esas normas bienintencionadas se acentúa cuando sabe -porque no lo ignora- que no puede abrigar ilusiones de mejorar su condición mientras a la empresa en que trabaja no le vaya mejor. En verdad, a despecho de los sueños ideológicos, sólo en una economía que crece sólidamente es posible la vigencia de los derechos laborales sustantivos.
Señor Presidente , cualquiera advierte que esta reforma no sirve para estimular la creación de puestos de trabajo. Ni la opinión técnica, ni la opinión pública, ni el sentido común difieren al respecto.
Las marchas y contramarchas que han caracterizado la orientación que desde el Gobierno se ha querido dar a la legislación laboral, puntualmente reflejadas en la génesis de este proyecto, no pueden menos que desanimar a los agentes económicos. El optimismo de hace una década es ya un lejano recuerdo. Progresivamente se van profundizando la incertidumbre y el desaliento, no tan sólo entre los empresarios e inversionistas, sino también entre los trabajadores y en la opinión pública. Así, aunque en 1994 el 87 por ciento de la población percibía que la evolución de la economía era positiva, seis años después sólo lo estimaba así el 45 por ciento. Y un año más tarde, en diciembre de 2000, apenas 20 por ciento de nuestros compatriotas conservaba la fe en un mañana mejor. Con razón mucha gente se pregunta si estamos ante una coyuntura adversa o frente a un cambio negativo de tendencia.
El segundo objetivo que justificaría la reforma en estudio es la conveniencia de flexibilizar las formas de contratación. En este aspecto, la dirección del proyecto es la correcta. Todos sabemos que la competitividad de las empresas, en un entorno globalizado, depende en gran medida de su capacidad para adaptarse a los cambios que se registran en los mercados y aprovechar las innovaciones tecnológicas. Para lograrlo, los mercados de trabajo flexibles muestran en todas partes un mejor desempeño en materia de generación de empleo, fomentan la inversión, mejoran la productividad y constituyen una poderosa herramienta del crecimiento económico.
Lo malo es que, en lugar de ir derecha y resueltamente hacia un mayor grado de flexibilidad de las normas que regulan los contratos de trabajo, el proyecto peca de timidez.
Parece que en este aspecto, en vez de convicción, hay una suerte de compensación destinada a equilibrar la iniciativa para hacerla aceptable. Pero aquí no sirven las cosas a medias; más bien oscurecen la posibilidad de una mejor solución, sobre todo cuando los frenos obedecen a prejuicios y temores infundados. Hay que liberalizar el mercado del trabajo para que aumente su dinamismo, sin cortapisas ni restricciones innecesarias.
El tercer objetivo pretende forzar la sindicalización, naturalmente con la intención de proteger los derechos de los trabajadores en la negociación de sus condiciones laborales. Me parece que el proyecto va a contramano de lo que ha mostrado ser la voluntad de aquéllos. Ocurre que desde hace ya tiempo no hay conflictos significativos en el área privada de la economía. Es el Estado quien, como patrón, ha tenido mayores dificultades para concordar lo pertinente con sus funcionarios. Y también es un hecho que el interés de los trabajadores por sindicalizarse decae cuando la sociedad en su conjunto es más próspera y libre.
Ésa es la realidad, aquí y en otras latitudes.
¿Por qué se quiere impulsar artificialmente la sindicalización? Dicho de otra manera, ¿por qué se requiere retroceder medio siglo en este campo? Se percibe en este empeño un resabio de la lucha de clases, de relaciones laborales concebidas en clave de necesario antagonismo entre el capital y el trabajo, lo que, además de erróneo, es anacrónico.
Al finalizar esta intervención, vuelvo a mi gran pregunta inicial: de cara a los desafíos que es ineludible acometer para retomar el ritmo de crecimiento de la economía y así crear las condiciones indispensables para que se genere más empleo, ¿es necesario modificar ahora el Código del Trabajo en los términos de mayor regulación contenidos en la iniciativa en debate? Me parece que no.
Por eso, anuncio que me abstendré cuando se vote la idea de legislar.
Gracias, señor Presidente.
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