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- rdf:value = " La señorita SAA.-
Señor Presidente , hoy nos encontramos en un momento histórico, y los ojos de la ciudadanía están puestos sobre nosotros y nuestra decisión.
En 1883, en el marco de la discusión del proyecto de ley de matrimonio civil, el diputado radical, Manuel Novoa Somoza , presentó una indicación para permitir que el matrimonio se disolviese, a petición de partes, por impotencia absoluta del marido, por condenación de uno de los cónyuges a pena infamante, por adulterio de la mujer y por consentimiento mutuo. De estas cuatro causales, las tres primeras correspondían a situaciones contempladas en el derecho canónico, para sancionar la separación de cuerpos, temporal o perpetua.
El diputado Novoa argumentaba: “El matrimonio católico, que como tal no puede disolverse, imprime carácter, mientras que el matrimonio civil es un contrato, es un pacto y nada obsta para que éste pueda disolverse por mutuo, libre y espontáneo consentimiento de los contratantes o a solicitud de uno de ellos en casos determinados por la ley y en la forma en que ésta lo establezca.”
En otro discurso, el señor Novoa dijo: “La indisolubilidad hace odiosa la institución de matrimonio. En muchos casos de familias mal avenidas induce al adulterio. Es injusta e inicua, ya que condena al cónyuge inocente a la pena eterna de un matrimonio infeliz. Por último, atenta contra la libertad religiosa, ya que obliga a seguir sacramentos católicos a quienes no lo son.”
La indicación del Diputado Novoa fue rechazada, y pasaron más de treinta años antes de que en 1914 otro Diputado radical, Alfredo Frigolett , presentara otro proyecto de ley sobre divorcio vincular, cuando éste sea pedido por la mujer.
Han transcurrido 113 años y aún nuestro Parlamento no ha legislado sobre la materia. ¿Qué ha pasado? ¿Acaso no existen rupturas matrimoniales en Chile?
En una última encuesta, el 85 por ciento de los chilenos manifestó su convicción de que se debe legislar sobre la materia. Nuestro Parlamento no puede hacer oídos sordos, y por eso este día es histórico y tenemos el deber de dar respuesta a esta inquietud.
¿Cuál es hoy la realidad de los matrimonios chilenos? Por cierto, no la que deseamos, sino la que vive la mayoría de nuestros conciudadanos. La mayoría de las familias chilenas está integrada por dos padres y sus hijos. Eso es así. Para algunos, esa situación demuestra que legislar sobre el divorcio, la separación y la nulidad no sería tan importante. Opino lo contrario, porque junto a esta mayoría de matrimonios que permanecen, existen miles de situaciones que conducen a la separación de hecho, a la nulidad fraudulenta, al dolor, a la desprotección, en sus derechos, de hijos de padres anulados y, sobre todo, a la formación de nuevas familias, tanto o más sólidas que las que mencionamos al comienzo, pero que no tienen reconocimiento legal y pasan a ser de segunda categoría.
Según el censo de 1992, el 6,8 por ciento de los casados están o estuvieron anulados o separados: 30.656 anulados, 324.926 separados. Una encuesta realizada por la Comisión Nacional de la Familia, creada por el ex Presidente Patricio Aylwin , afirma que esta cifra es de 15,3 por ciento. En los últimos veinte años, las nulidades suman 89.660. En 1992, el 44,4 por ciento de las nulidades ocurrieron en los primeros años de matrimonio, nueve o menos. En 1995, según información del Registro Civil , nacieron 74.785 niños y niñas que fueron reconocidos como hijos naturales por ambos padres, lo que implica un 28,45 por ciento del total de niños nacidos ese año. Esta cifra induce a pensar que ese porcentaje refleja las uniones de hecho al día de hoy.
Los conflictos derivados de estas rupturas son muchos. Podemos afirmar que los tribunales de menores se encuentran dedicados principalmente a atender las consecuencias de estas rupturas que se producen en el país.
En 1991, se terminaron 49.203 causas de menores, que incluyeron a 65.233 niños y niñas.
De éstos, el 58 por ciento eran hijos legítimos, que dieron lugar al 48 por ciento de las causas de menores.
Como decíamos, es una situación que se arrastra desde hace más de un siglo y, por supuesto, se buscó un resquicio legal, cual es la nulidad del matrimonio por incompetencia del oficial del registro: testigos falsos, mentiras, fraudes.
Cada año que pasa se tramitan 6.500 nulidades, a las cuales hay que agregar a miles de parejas que se mantienen casadas, pero separadas de hecho.
Aquí quiero detenerme un poco para analizar hasta qué punto la nulidad es una solución injusta, además de fraudulenta.
El procedimiento perjudica a los más débiles, generalmente a las mujeres y a los hijos. Claramente excluye a las familias que no tienen ingreso para pagar. Conocido es el hecho de que los pobres, especialmente las mujeres, recurren a declarar la muerte presunta del cónyuge que abandona el hogar.
En el caso de la nulidad, el matrimonio termina, pero las mujeres y los hijos no tienen fuerza para negociar las condiciones en que quedan. En la práctica la nulidad somete al cónyuge más débil al poder económico del otro. Esto significa que mediante el dinero, el cónyuge más fuerte podrá lograr una nulidad favorable amenazando, por ejemplo, con dejar de pagar la alimentación, la vivienda, la salud y los colegios. El resultado es que el cónyuge más débil se ve obligado a aceptar las condiciones de quien tiene el dinero.
La realidad indica que la mayoría de los cónyuges más débiles son mujeres, porque el 65 por ciento de ellas no tiene trabajo remunerado y muchas han dedicado su vida a atender el hogar, a los hijos y al marido. Por lo tanto, no tienen asegurada por sí mismas la atención en caso de enfermedad, de invalidez o vejez, o su propia mantención, mientras que los maridos, en su mayoría, perciben una remuneración por su trabajo y financian su previsión con el dinero de la sociedad conyugal.
Si a esto agregamos que en uno de cuatro hogares existe violencia y que se viven situaciones en las cuales son los hijos y las mujeres las principales víctimas, vemos que para ellas la supuesta nulidad, de mutuo acuerdo, no es una solución, puesto que es evidente que la ruptura se produce, precisamente porque no hay acuerdo, y al no existir normas legales objetivas, las mujeres y los hijos quedan sujetos a la razón de quien tiene la fuerza y el dinero.
El cuadro es especialmente grave en cuanto a la situación de los hijos. Ya hemos dicho que los juzgados están llenos de personas que buscan soluciones sobre pensiones de alimentos y otra situaciones no reguladas. Esa falta de regulación produce la paradoja de que a la ruptura entre los cónyuges se suma una verdadera ruptura con los hijos, puesto que su protección no está garantizada en el momento de poner fin al matrimonio.
Debemos reconocer que las consecuencias de este fraude institucionalizado suelen ser mayores que sus beneficios. Por otra parte, la nulidad matrimonial es un divorcio de mutuo acuerdo, logrado, muchas veces, como hemos descrito, mediante un chantaje.
Si esta situación ha persistido en el tiempo, pese al flagrante escándalo y atentado ético, podemos presumir que ha sido o es una situación cómoda, por decir lo menos, para aquellos que dicen defender la indisolubilidad del vínculo y la estabilidad matrimonial.
Para la mayoría de los chilenos y chilenas está claro que no es posible detener la historia. A lo más, podemos intentar tomar las medidas necesarias para que las consecuencias de determinados sucesos no hagan más profundas las desigualdades e inequidades. Creo que en esto todos estaremos de acuerdo.
Ahora bien, es inevitable que los procesos económicos y socioculturales que viven las distintas sociedades afecten la vida y estructura de la familia, y sus relaciones con las demás instituciones. Chile vive un acelerado proceso de modernización que ha afectado todos los espacios de la vida nacional. ¿Qué nos lleva a suponer que la familia ha permanecido inalterable? Los datos dicen algo muy diferente. Hay miles de separaciones y nulidades cada año, y las nuevas generaciones optan por convivir sin casarse. Es posible que ellos, hijos de esta época, estén más conscientes de las dificultades que enfrentarán ante un eventual término de la relación y prefieran la autenticidad de elegir: convivir o dejar de hacerlo libremente.
Todo este panorama se produce independientemente de la voluntad de quienes hacemos las leyes. Es más, nuestra función es adecuar la legislación a los cambios y no esperar que la realidad obedezca a la letra de la ley.
Cuando estudiamos en la Comisión estos proyectos de ley, escuchamos al pastor Richard Wagner , de la iglesia luterana. Decía: “El matrimonio es una realidad humana. El respeto al ser humano, a sus problemas, a sus sufrimientos y tragedias, prohíbe terminantemente sacrificar las doctrinas, instituciones, tradiciones,” etcétera. Y citaba a Karl Raimund Popper , pensador austrojudío, que dijo: “Cuando el hombre se aboca a la realización de un gran proyecto utópico con el fin de producir el paraíso en la tierra, sólo consigue el infierno.”
El matrimonio es una empresa dífícil, que supone una enorme responsabilidad y compromiso. Creo que todos coincidimos en que la mayoría de los ciudadanos llega al matrimonio sin preparación y sin una conciencia clara de estas responsabilidades y compromisos.
Todos en nuestra infancia hemos escuchado los cuentos que terminan: “Y se casaron y fueron muy felices”. Pero, ¿qué significa, en realidad, el matrimonio? Estoy convencida de que podemos contribuir a reducir el número de rupturas matrimoniales mediante el estímulo de la educación cívica y sexual: la enseñanza de formas de convivencia más tolerantes y el aprendizaje, desde la escuela, del respeto a la diversidad, de los derechos de los demás, de formas no violentas de resolución de los conflictos y de diálogo constructivo. Podemos hacer eso, pero seguiremos sin poder evitar que el amor y la amistad, que llevaron a una pareja a contraer matrimonio y a constituir una familia para toda la vida -porque no podemos dudar que todos se casan para toda la vida-, puedan extinguirse a lo largo de los años, debido a una convivencia plagada de dificultades, a veces de violencia o, simplemente, porque las personas solemos cambiar mucho en diez o veinte años.
Es nuestra responsabilidad, como legisladores, dar a las personas que se enfrentan a situaciones de ruptura una salida legal adecuada que les permita rehacer su vida, que proteja los derechos de ambos cónyuges y de los hijos, y les permita continuar siendo miembros de la comunidad en igualdad de condiciones.
El proyecto de ley que estamos discutiendo perfecciona el marco legal general contenido en la ley de matrimonio civil y provee a nuestro ordenamiento jurídico de un estatuto que valora la mantención del matrimonio y minimiza los daños de las rupturas. Sabemos que a los hijos siempre les afecta la ruptura. No podemos evitarlo, del mismo modo que no podemos evitar el sufrimiento que significa vivir con unos padres que ya no se aman. Sin embargo, cuando es insoslayable el fin del matrimonio, la regulación legal del divorcio permite objetivar las consecuencias, impidiendo la desprotección de los hijos y una larga lista de situaciones en que están presentes el chantaje emocional y la manipulación.
Considero que el proyecto que patrocinamos, aunque perfectible, marcará un hito en nuestra historia al lograr verdaderamente dar una respuesta jurídica a la realidad social inocultable de las rupturas matrimoniales, reduciendo al mínimo sus consecuencias.
Por primera vez, un cuerpo único de normas regulará el conjunto de crisis graves y rupturas que afectan a la vida conyugal, y reconocerá sucesivamente la nulidad, la separación y el divorcio. Y esto tiene una lógica maciza.
En primer lugar, la nulidad busca juzgar la validez del vínculo matrimonial. La separación consiste en dar a los cónyuges un estado legal que les permita cumplir con las obligaciones que impone el matrimonio, cuando la convivencia ya no es posible. Y, finalmente, cuando el matrimonio está roto irremediablemente, permite la disolución del vínculo entre dos personas a las cuales ya no une nada.
Destaco que las condiciones para considerar que se ha roto el matrimonio son bastante estrictas. Reconozco que quizás demasiado, desde mi punto de vista.
Uno de los valores más grandes del proyecto es que surge del consenso entre parlamentarios de diversos partidos políticos, tanto de izquierda, de centro y de derecha y entre católicos y no católicos. Hemos trabajado en él durante un año y tenido en cuenta los aportes de otros parlamentarios que nos precedieron en esta tarea, como Laura Rodríguez y Adriana Muñoz , entre otros. También quiero hacer mención del abogado Eugenio Velasco , autor de un proyecto sobre este tema, hace varios años. Ahora bien, me parece importante que veamos algunos aspectos más concretos del proyecto.
Se modifica la edad del matrimonio, medida muy sana, puesto que la responsabilidad que conlleva tiene que asegurar también madurez en la edad de inicio.
Incorpora algunas causales de nulidad que contempla el derecho canónico. Esta propuesta favorece a los católicos que se hayan anulado en su matrimonio religioso, porque podrán invocar las mismas causales para disolver el matrimonio civil sin tener que recurrir al fraude de la nulidad.
Suprime la absurda y siempre recurrida causal de incompetencia del oficial del Registro Civil, hipocresía y fraude que todos reconocen y que, de paso, ofende a los funcionarios de ese servicio, porque a estas alturas ya son miles los que han sido incompetentes.
La separación también es reconocida en el proyecto, entendida como aquella situación en que subsiste el vínculo matrimonial, pero en la cual es imposible la vida en común. En este caso, el proyecto favorece que los cónyuges ejerzan plenamente la paternidad y la maternidad, y protege los bienes de la sociedad conyugal. Hoy son miles los problemas que enfrentan las separaciones de hecho.
También, en el marco de este proyecto, la separación opera como una instancia previa al divorcio, en la medida en que los cónyuges después de un tiempo prudente en que viven separados, llegan al convencimiento de la ruptura irremediable de su vínculo y pueden plantearse rehacer su vida con un nuevo matrimonio. El juez intentará la reconciliación antes de decretar el divorcio.
Queda claro, por tanto, que el divorcio se entiende como una salida a una situación extrema, en la cual el matrimonio está irremediablemente roto y no es posible restablecer los vínculos que le dieron origen.
Por último, para decretar estas medidas, los cónyuges deben presentar al juez un acuerdo que regule las relaciones futuras entre ellos y sus hijos. El juez velará para que haya un equilibrio entre los cónyuges, de manera que aquel que ha quedado en desventaja en la vida laboral -casi el ciento por ciento mujeres-, por haber dedicado su vida a la crianza de los hijos y a las tareas domésticas, no sufra injustas consecuencias por esta ruptura.
Nos acusan de ser divorcistas y de estar en contra de la familia. Como ex presidenta de la Comisión de Familia de la Cámara y como mujer diputada, quiero dejar muy en claro que considero a la familia como el núcleo primario de la sociedad y que junto con otros parlamentarios hemos presentado varios proyectos destinados a fortalecerla, pero la familia no viene definida por la existencia o no de un vínculo matrimonial. De hecho, como señalé, miles de chilenos tienen familias estables después de haberse separado de una primera unión y otros miles conviven sin que exista entre ellos un lazo legal. Cuando hablamos del divorcio, no estamos iniciando un debate sobre la permanencia o no de la familia, sino de algo muy diferente, que son rupturas matrimoniales, porque resulta claro -al menos para mí- que el divorcio no se produce entre los padres y los hijos; no libera a los progenitores de sus responsabilidades sobre ellos y, desde luego, no puede ni pretende interferir en sus sentimientos.
Es muy importante considerar estos elementos a la hora de plantearse una ley de divorcio. Hay quien dice que el divorcio en sí no es un bien deseable. Creo que hay una equivocación en esa afirmación. Lo que no es deseable es el fin del amor, el fin de los anhelos expresados por una pareja al contraer matrimonio, de permanecer juntos toda la vida. Ninguna de estas cosas son deseables. Sin embargo, todos sabemos que son parte de la vida y de la condición humana. Ante la realidad de un proyecto que fracasa, que se muestra inviable, el divorcio sí es deseable para hacer menos traumático el final.
En un proceso de este tipo, todos sabemos que los sentimientos están heridos, las rabias y las pasiones enturbian muchas veces el entendimiento e impiden acuerdos razonables y razonados. Entonces, es necesario objetivar las soluciones, resguardar los derechos de cada uno y hacer que, sobre la base de causales y procedimientos establecidos, la solución de los conflictos se convierta en una salida que no agrave los sufrimientos propios de cualquier ruptura.
Partimos de la base de que el divorcio vincular no produce el quiebre matrimonial, sino que el quiebre produce el divorcio vincular, como se expresa en el informe de la Comisión Nacional de la Familia.
En esta oportunidad, deseo expresar también que a mí, personalmente, como parlamentaria, como mujer y como demócrata, me hubiera gustado mucho más que se incluyera en el proyecto la posibilidad del mutuo acuerdo. No fue posible hasta ahora, pero no renuncio a perfeccionarlo en su tramitación, por una razón muy de fondo: respeto a la libertad individual. Las personas, ciudadanos y ciudadanas, somos la base de la sociedad y cualquier institución, incluso la familia, institución básica, no puede hipotecar los derechos de las personas.
En Chile, hemos sufrido la supresión de la libertad durante muchos, demasiados años. La mayoría de los chilenos fuimos capaces de unir nuestras fuerzas para recuperar la libertad perdida, la dignidad y el derecho a vivir de acuerdo con nuestras propias convicciones. Nos opusimos a quienes creían que debían regular hasta nuestra hora de ir a dormir y nos pusieron toque de queda. Fuimos fieles a la voluntad general en contra de la voluntad del general. Y, de no haber sido por esta apuesta por la libertad, hoy no estaríamos en el Parlamento procurando formular leyes democráticas.
Por esta historia reciente, resulta una paradoja el argumento de quienes temen que aprobar una ley de divorcio desataría una especie de epidemia divorcista. ¿A qué le temen, en realidad? Creo que aún hay muchas personas que temen la pluralidad y la diversidad en nuestra sociedad, que no la aceptan y que cierran los ojos ante realidades que no se ajustan a sus esquemas mentales. Sin embargo, la expresión de esa diversidad y el ejercicio de la libertad que tanto nos costó recuperar, son elementos indispensables para convivir en una democracia en que todos tengamos cabida: los casados felices y aquellos que debieron divorciarse, los solteros y solteras, y los convivientes. Cada cual tendrá sus razones para vivir de la forma que quiera.
¿Por qué temer que quienes fueron suficientemente responsables para luchar por las libertades públicas puedan tomar, en forma responsable, decisiones sobre su propia vida? ¿Por qué se valora la libertad económica, política y social, y se teme a la libertad individual? ¿No es lógico que dos personas que deciden libremente contraer matrimonio para toda la vida, tengan esa misma libertad de decisión cuando llegan a la conclusión de que ya eso no es posible? ¿Quiénes somos nosotros, los legisladores, para negarles esa libertad?
Como hemos dicho, las encuestas revelan que un 85 por ciento de chilenos piensan que debe existir una ley de divorcio, aunque sea en algunos casos. El proyecto que presentamos expresa ese deseo. Una vez más estamos en presencia de la voluntad ciudadana. No la desoigamos. Y aquellos para quienes sus valores, religión o principios los llevan a mantenerse casados, cualesquiera que sean las circunstancias, merecen nuestro respeto. Desde luego, nadie pretende imponerles un divorcio que no desean. Del mismo modo, no podemos imponer a quienes enfrentan una ruptura matrimonial la obligación de seguir casados.
Nuestro proyecto reconoce que frente al quiebre irreparable de la vida conyugal, el divorcio evita males mayores, al regular la separación definitiva de los esposos, la relación con los hijos y los deberes hacia ellos por parte del padre y la madre. Regula, asimismo, los bienes del patrimonio común. Al término del divorcio, cada cónyuge puede contraer nuevas nupcias, con todos los resguardos legales y sin la sanción -a estas alturas más legal que social- que hoy convierte a estos matrimonios en uniones de segunda clase.
Como se decía en mayo de 1968, en París, la libertad comienza con una prohibición: la de perjudicar la libertad de los otros.
Nuestras leyes deben ser expresión de la sociedad en que vivimos. Deben estar acordes con ella. Actualmente, vivimos un momento de grandes transformaciones. No sólo está cambiando la economía, sino toda la vida, la forma de comportarse, de pensar la realidad, las expectativas de las personas y las relaciones entre los hombres y las mujeres.
Las familias adquieren formas diferentes. Muchas están a cargo de un solo progenitor. La violencia doméstica es sancionada legalmente y sale del ámbito estrictamente privado. Cada vez más se tiende a reconocer los derechos de cada uno de los miembros de la familia, felizmente, incluidos los niños y las niñas.
En necesario que las normas que regulan la convivencia humana se adecuen a estos cambios, porque cuando no hay normas ni concepciones acordes con los tiempos, en la práctica, impera la impunidad y la injusticia.
Recuerdo que la familia, tal como la concebimos en la actualidad, nace en un momento histórico; no tiene que ver con esencialidades. Es solamente a partir del siglo XIX en que podemos hablar de un lugar de lo privado y de un lugar de lo público. A partir de ese momento se asocia a las mujeres, casi exclusivamente, con la afectividad y la reproducción de la fuerza de trabajo, mientras a los hombres, en el mundo público, le conceden el trabajo remunerado y las luchas políticas y sindicales. Pero el siglo XX está marcado por la fuerte incorporación de las mujeres al trabajo remunerado y al reconocimiento de nuestros derechos como ciudadanas.
En 1989, tuvo que derogarse de la ley de matrimonio civil el precepto de que la mujer debía obediencia al marido y seguirlo en su cambio de residencia. Era una aberración y una indignidad para las mujeres.
Este cambio en la situación de la mujer, junto a la globalización de las comunicaciones y nuevas formas de relación entre mujeres y hombres, ha producido modificaciones importantes en la familia y dado origen a una pluralidad de formas que es preciso reconocer y regular legalmente, con el fin de facilitar el ejercicio de los derechos ciudadanos de sus miembros.
Hoy, la permanencia de los matrimonios no está basada, como en el pasado -aunque muchas veces sí- en la abnegación sin límites de las mujeres y en su negación como personas.
El proyecto que debatimos se inscribe de lleno en este esfuerzo del Parlamento por actualizar nuestra legislación y hacerla más acorde con la realidad actual.
Hago un llamado a mis colegas para dejar de lado las doctrinas y legislar. La ley no produce la felicidad, pero aspiremos a que, por lo menos, no nos haga más infelices.
He dicho.
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