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El señor AGUILÓ.-
Señor Presidente , al iniciar esta breve intervención, permítaseme recordar algunos versos de una famosa obra de un artista chileno:
“Cambia lo superficial,
cambia también lo profundo,
cambia el modo de pensar,
cambia todo en este mundo.
Cambia el nido el pajarillo,
cambia el sentir de un amante,
cambia el rumbo el caminante,
aunque esto le cause daño,
y así como todo cambia,
que yo cambie no es extraño.”
Este poema-canción, creado por Julio Numhauser e interpretado por extraordinarios artistas del mundo y coreado por millones de personas, expresa profundamente la verdad de la vida.
El proyecto de ley en discusión surge de esta verdad innegable. No sólo la naturaleza experimenta cambios permanentes; también los seres humanos sufrimos y nos enriquecemos con los inevitables cambios que nos presenta la vida. Desgraciadamente, en muchos casos, dichos cambios distancian en forma irremediable a quienes se han amado. Precisamente, por referirse esta iniciativa legal a una materia tan relevante para la vida de cientos de miles de personas en nuestro país, creo indispensable que asumamos, como efectivamente lo estamos haciendo, un debate responsable y serio.
A mi juicio, en este proyecto están en discusión dos aspectos sustantivos, a los cuales me referiré a continuación: la naturaleza jurídica del matrimonio y su vinculación con la libertad de las personas y la concepción de matrimonio y familia.
En cuanto al primer aspecto, me parece imprescindible recordar que, desde que existe la Ley de Matrimonio Civil en nuestro país y un Estado no confesional, el matrimonio es un contrato, sin duda, el más relevante que consagra nuestra legislación por su innegable importancia en la constitución de las familias.
En su carácter de contrato, requiere y surge de la expresión de voluntad de los contrayentes -un hombre y una mujer-, la cual dice relación con uno de los aspectos más significativos y complejos de los seres humanos: los afectos.
Para muchas personas, el carácter de sacramento de este acto tiene un origen extrajurídico, con las formalidades y requisitos propios que establecen las diversas religiones. Más aún, la indisolubilidad de este sacramento no existe en todas las religiones. Sólo a modo de ejemplo, diversas iglesias evangélicas aceptan el término del matrimonio, teniendo para ello como fundamento teológico que, toda vez que Dios es amor, no puede afirmarse que Dios esté presente en un matrimonio que no es tal por separación o ruptura irreparable de los cónyuges o violencia reiterada entre ellos.
Entonces, si todos tenemos claro que el matrimonio es un contrato civil y que su dimensión religiosa es un aspecto profundamente respetable, pero que concierne a un ámbito distinto del jurídico, debemos concluir que su normativa no puede desconocer un elemento fundamental en toda sociedad democrática, cual es la libertad de las partes contratantes: libertad para celebrar voluntariamente dicho contrato, como también libertad para concluirlo cuando el bien fundamental para el que fue creado -felicidad de los contrayentes, compartir un proyecto de vida en común, procrear hijos en un clima de respeto, solidaridad y afecto- no se está cumpliendo y, muy por el contrario, se ha convertido en instrumento de odio, de violencia, etcétera.
Si el matrimonio civil no es un sacramento y consideramos que se funda en una dimensión preciada del ser humano, que son sus afectos, los cuales, como sabemos, no pueden ser dictados por ley, debemos concluir lógica y obligadamente que el legislador debe autorizar el divorcio vincular en aquellos casos de ruptura irreversible del matrimonio, y reglamentarlo en beneficio de los cónyuges, de las familias y de la sociedad.
En segundo lugar, en este debate están presentes otras dos cuestiones fundamentales para nuestro país. En efecto, está en cuestión el respeto al derecho de las personas a la felicidad y a la valoración social de la verdad. ¿Es que en aras de una visión de matrimonio inmutable propiciaremos y ampararemos la mentira? ¿No es respaldar la mentira seguir llamando matrimonio a una unión de pareja que dejó de existir hace años, con cónyuges que no viven juntos, que no hacen el amor ni se acarician, que no se acompañan en sus dolores y enfermedades, que no comparten sus alegrías, triunfos y fracasos? ¿Seguiremos diciéndole a nuestros hijos, niños y jóvenes, que ese tipo de amor y falsas parejas es lo que la sociedad quiere? ¿Le diremos a aquellas miles de parejas de hecho, que por largos años han compartido sus vidas, en la mayoría de los casos con varios hijos, que lo que ellas tienen no es una familia? ¿Seguiremos amparando los chantajes económicos a cambio de la aceptación de las nulidades matrimoniales? ¡Por favor, hablemos claro de una vez!
Necesitamos asumir y promover la verdad y transparencia, incluso en nuestras relaciones amorosas. Más aún, como legisladores tenemos el deber ineludible de aprobar normas que posibiliten la plena reconstrucción de la vida afectiva de cientos de miles de personas.
Todos quienes nos casamos, hace ya muchos años, trabajamos y aspiramos a amar y a que nos amaran para siempre. Felices aquellos que han tenido el privilegio de gozar de una pareja con plena armonía y amor por toda la vida.
A quienes han vivido la dolorosa experiencia de la separación conyugal, no podemos condenarlos para siempre en su dimensión afectiva, ni tampoco, lo que es más duro, a sus nuevos hijos nacidos bajo el estigma de la ilegitimidad.
No podemos desconocer que el 42 por ciento de los niños que nacen anualmente en nuestro país son ilegítimos, de los cuales un 75 por ciento son reconocidos por ambos padres. Ellos son hijos nacidos de uniones de parejas permanentes. Más aún, un alto porcentaje de estos niños tienen hermanos de igual padre y madre.
Todos sabemos las odiosas discriminaciones legales y sociales que enfrentan estos hijos ilegítimos. ¿Acaso no es una hipocresía nacional haber ratificado la Declaración Universal de los Derechos del Niño y continuar con el actual estado de cosas?
Como católico, no puedo dejar de señalar que somos representantes de un pueblo, constituido por personas creyentes y no creyentes, católicos, evangélicos, judíos, etcétera. Éticamente, no podemos pronunciarnos exclusivamente por mandatos de nuestra particular religión, ya que sería un acto imperdonable de falta de respeto a la libertad y pluralismo religioso.
El pueblo de Chile espera que actuemos con sabiduría. No tengo dudas de que todos quienes somos parte de esta Corporación, y el conjunto de la comunidad nacional, aspiramos y tenemos como ideal el matrimonio para toda la vida, pero basado en el amor constante, en el cariño, en el respecto recíproco, en la felicidad de los esposos. La realización de este ideal -¿quién puede dudarlo?- sería la felicidad de cada uno de nosotros y de todo el pueblo, pero como no siempre es posible de alcanzar, la inmensa mayoría de nuestro país, valorando altamente su realización, y también por una cuestión ética y de principios, ha expresado la necesidad de una respuesta legal a quienes, desgraciadamente, sufren la ruptura irreparable de sus matrimonios. Ésta es, pues, una cues-tión de principios y no simplemente de mayorías. ¿Estamos o no dispuestos a reconocer el derecho de las personas a reconstruir afectivamente sus vidas y otorgar a sus hijos, legalmente, la dignidad e igualdad de derechos que le pertenecen como personas?
Al terminar, quiero recordar las palabras de don Manuel Novoa , ex diputado de la República , quien, en sesión de la Cámara de Diputados de septiembre de 1883, en la que por primera vez en nuestra historia se debatió una propuesta sobre el divorcio vincular en el marco de la discusión del proyecto de ley de matrimonio civil, propuesta presentada por el mismo parlamentario, expresó: “Estoy tan íntimamente convencido de que el divorcio facultativo en el matrimonio civil es la gran solución de libertad, justicia, de dignidad humana, de moralidad, de respeto a la tranquilidad y armonía de los hogares, a la felicidad de las familias, al bienestar de la sociedad, y hasta el engrandecimiento de un país, que a pesar de mi profundo respeto por esta honorable Cámara, podrá ella rechazar en masa mis artículos, y no dejaré de creer, con el más profundo convencimiento, que si bien el presente no pertenece a la solución que propongo, no por eso dejará de pertenecerle, precisa e indispensablemente, al porvenir.”
En aquella época, esta misma Cámara rechazó la propuesta de ley de divorcio en nuestro país, ello a pesar de que Chile ya estaba preparado, al igual que la inmensa mayoría de las naciones del mundo, para legislar en este sentido.
Señor Presidente , tengo la impresión de que hoy, 110 años después de aquel debate, ese porvenir al cual aludía el Diputado señor Novoa ha llegado y que esta honorable Cámara, en una decisión histórica, aprobará el proyecto de ley de divorcio vincular.
He dicho.
-Aplausos.
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