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- rdf:value = " El señor GONZÁLEZ.-
Señor Presidente, una digresión previa:
El debate que nos convoca desde ayer ha sido realizado, salvo muy escasas excepciones, con gran altura de miras. Eso debe proporcionarnos una legítima satisfacción. No cabe duda de que se debe al tema tratado, que cruza las distintas opciones político-partidistas y se inscribe entre los problemas que la sociedad quiere ver efectivamente regulados por sus legisladores.
Si se convirtiera en una práctica habitual el enfoque de los asuntos que se someten a nuestra consideración con un profundo criterio humanista, social y ético, más que con a veces deformadas ópticas sectarias, haríamos mucho por el prestigio del trabajo parlamentario.
Entrando en materia, debo decir que en general, por un pudor atendible, se evitan los testimonios personales en nuestras intervenciones, sin darnos cuenta de que ellos enriquecen el debate y le dan la necesaria dimensión humana.
Por esta razón -y porque hay distinguidos colegas que han expresado y expresarán con propiedad los méritos jurídicos del proyecto en comento-, quiero manifestar mi opinión de médico que, por más de tres décadas, ha conocido los problemas de personas insertas en su medio familiar y social.
También quiero fijar mi posición como católico militante, más bien -preferiría decir- como laico comprometido con el mensaje cristiano.
Sin embargo, no me cabe duda alguna de que no es lícito imponer al conjunto de una sociedad plural una determinada forma de pensar y de actuar.
Como médico, como profesional formado en el método de investigación científica, quiero destacar algunos errores que se han cometido en la Sala, no me cabe duda de que con la mejor intención, pero con evidente falta de información y rigurosidad.
En las investigaciones sociales, sólo es posible concluir comparaciones entre resultados y no relaciones causa-efecto. Es imposible, por ética, controlar en una investigación de este tipo todas las variables que intervienen en un fenómeno. Sociólogos, psicólogos y antropólogos han luchado durante décadas por “descontaminar” -por así decirlo- sus investigaciones en grupos humanos. Pero, en rigor, no se puede hablar de que una variable sea causa de otra.
A modo de ejemplo, se ha dicho que los hijos de divorciados muestran una mayor vocación divorcista, y se concluye, apresuradamente, que el divorcio causa el divorcio. Es perfectamente posible que tal conducta sea causada por otras variables, como podría ser la adscripción a una determinada fe religiosa o a ninguna, la pertenencia a determinado estrato socioeconómico, nivel educacional y muchas otras que sería largo de enumerar.
Se ha dicho que la presencia de afecciones psíquicas es mayor en los hijos de hogares monoparentales, y se concluye que el divorcio es el culpable. Pero, ¡momento! ¿Todos los grupos monoparentales son producto del divorcio? Es evidente que no. Y sin pretender agotar el tema, tenemos las madres solteras que han optado por el celibato, los hogares monoparentales producidos por guerras, por migración laboral, y aquellos tan dolorosos y cercanos a nosotros producidos por el exilio político, etcétera.
También se ha hablado de una epidemia de divorcios que se produce cuando se legisla al respecto. Es efectivo, pero cualquier epidemiólogo, medianamente formado, podrá decir a los honorables colegas que las epidemias duran más mientras mayor sea la acumulación de las personas susceptibles al riesgo. Y las investigaciones serias así lo demuestran. En aquellos países que legislaron antes con respecto al divorcio, la incidencia de nuevos divorciados tiende a estabilizarse, como ocurre en la historia natural de cualquier epidemia.
Por eso, no es bueno usar con tanta ligereza la expresión “resultados empíricos” cuando se habla del estudio de grupos de personas. Además, no es ético. Sólo algunos regímenes totalitarios han cometido la barbarie de experimentar sistemáticamente con la humanidad.
En segundo lugar, la realidad nos dice que vivimos en una sociedad plural y en un proceso de cambio vertiginoso, como se ha expresado reiteradamente en este hemiciclo. Lo que no se ha dicho con la misma fuerza es que carece de sentido aceptar el cambio en la sociedad si no aceptamos, al mismo tiempo, el de sus instituciones.
Los fines y propósitos de las instituciones no pueden sino seguir apuntando al bien colectivo, pero la forma en que las personas consiguen esos fines dentro de estas mismas instituciones, es diferente según la época. Es eso lo que debe importarnos: el bien de las personas, que con sus cargas valóricas y sus pautas culturales forman la institución. Sin esta consideración podremos seguir escribiendo las palabras “matrimonio” y “familia”, y continuar pronunciándolas en tono declaratorio y grandilocuente, pero carecerán de sentido, de contenido y de vigencia.
Tampoco podemos dejar de reconocer que todas las instituciones no tienen la misma jerarquía social ni valórica. Acaso Jesús, cuando frente al intento de lapidación de la mujer adúltera, dijo: “Que lance la primera piedra el que esté libre de culpa”, ¿quería quebrar las instituciones mosaicas? ¿O pura y simplemente quiso decir que el valor de una vida humana es superior al de cualquiera institución?
Cuando aquí se ha hablado del sacrosanto valor de las instituciones, se ha olvidado del profundo sentido humanista y, por lo tanto, divino del mensaje cristiano.
Señor Presidente , no es sin desgarros ni dolorosas experiencias que se llega a pensar así. Cuando era un médico joven, en muchas oportunidades recomendé a personas con patologías psicosomáticas que por ningún motivo quebraran sus matrimonios y que debían sacrificarse por sus hijos. Años después, una antigua paciente me dijo: “Doctor, gracias a sus consejos sigo unida a un hombre con el que nos detestamos mutuamente, frustrados y amargados por años, con una hija madre soltera a los 16 años y un hijo que se fue de la casa a los 17”. O sea, no siempre la mantención del vínculo asegura los fines de la institución.
Sinceramente, el proyecto que discutimos hoy, con disolución de vínculo irremediablemente roto y que cautela la constatación efectiva de ese rompimiento, evitará dramas como el relatado.
Los cristianos que tenemos cierto ascendiente sobre las personas por razones profesionales o de otra índole, pedimos con frecuencia ese sacrificio. Pero ¿qué hacemos por enseñar a crecer en el amor? El número de fracasos matrimoniales sería indudablemente menor si no diéramos ejemplo de adhesión a un modo de vida individualista, egoísta, a la cultura del tener en vez de ser, a la falta de solidaridad.
La realidad es que nos enfrentamos a un alto número de matrimonios quebrados y no podemos seguir eludiendo el legislar al respecto. Pero la tarea para adelante es procurar que ése sea realmente un problema de excepción a través de un cuestionamiento serio, ético, moral y social del modelo socioeconómico vigente.
No es posible alimentar el amor sin justicia y sin verdad; dicho de otro modo, el sacrificio sin amor, permanente, frustrante y odioso desemboca en la injusticia y la mentira. Esto no lo he dicho yo ni un hedonista postmoderno. Son las palabras de San Pablo.
Entonces, ¿por qué?, ¿con qué derecho? en aras de las instituciones de matrimonio y de familia -que terminarán siendo vacías y ahistóricas, si seguimos eludiendo nuestro deber de legislar- condenaremos a hombres y mujeres reales, de carne y alma, a vivir en la amargura y hasta en el odio, con peligro, incluso, de aquello que decimos defender con posiciones integristas, como es su dimensión trascendente más allá de su vida terrenal.
Por estas razones, por cristiano amor a los seres humanos concretos que sufren una segregación social y religiosa por culpa de una situación familiar irremediablemente quebrada, concurriremos con nuestro voto a aprobar el presente proyecto.
He dicho.
"
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