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- rdf:value = " El señor ORTIZ ( Presidente accidental ).-
Tiene la palabra el Diputado señor Alejandro García-Huidobro.
El señor GARCÍA-HUIDOBRO .-
Señor Presidente , no puedo empezar mi intervención sin antes recordar a la Sala las palabras que Su Santidad Juan Pablo II expresara a la comunidad chilena hace unos años, justamente en Valparaíso, cuando todavía no existía el Parlamento, las cuales hoy son tan válidas como en ese entonces: “No os dejéis invadir por el contagioso cáncer del divorcio que destroza la familia, esteriliza el amor y destruye la acción educativa de los padres.”
Estamos ante la presencia -me atrevo a aseverar- del proyecto más trascendental que ha discutido esta Cámara, el cual, de llegar a convertirse en realidad, también puede traer consecuencias nefastas para nuestra sociedad.
En la vida del ser humano existen tres momentos muy importantes. Dos son involuntarios: el nacimiento y la muerte. Uno -el más importante de su vida- es voluntario: la decisión de contraer matrimonio.
El Código Civil define el matrimonio de la siguiente forma: “es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente,” fundando, de esta forma, el concepto de familia, núcleo básico de nuestra sociedad.
Muchos podrán señalarme que dicho fundamento, precisamente, deriva de la Iglesia Católica y que nuestro Estado es laico, conforme lo señala la propia Carta Fundamental.
Sin embargo, para quienes piensan así, es necesario destacar que la indisolubilidad del matrimonio es, por derecho natural, propiedad esencial de su misma naturaleza, esto es, la indisolubilidad interna, que es anterior a la voluntad de los cónyuges y de la ley. Por lo tanto, debe ser reconocida.
Lógicamente, es imposible sostener, como quienes abogan por una ley de divorcio, que ésta es en defensa de la familia. ¿Cómo pensarlo si el objetivo de una ley de divorcio no es proteger, defender, tutelar o fortalecer a la familia? Basta ver que sus efectos son, por un lado, amparar, desde el punto de vista legal, el término de la vida común de los cónyuges entre sí, y de éstos con sus hijos, los cuales en definitiva quedan al cuidado de uno de ellos o de ninguno, de terceros o distribuidos entre ambos. Y por el otro, permite establecer otras relaciones entre los divorciados, fundando nuevas familias, en sustitución de la anterior.
Las rupturas matrimoniales son dolorosas, indeseables y perjudiciales para los hijos. Pero a ese gran daño no se le pone atajo cambiando la naturaleza misma del matrimonio, sólo buscando resolver los problemas de una minoría de la sociedad, a través de la modificación radical del concepto de matrimonio.
Es ridículo afirmar que el divorcio es un mal menor, ya que los estudios al respecto establecen que una vez introducido en la legislación, trae más rupturas matrimoniales.
En quienes desean contraer matrimonio, es incalculable el daño subconsciente que causa el hecho de que la legislación admita, en determinadas condiciones, la ruptura del compromiso. Esa sola hipótesis resta firmeza al consentimiento e introduce una funesta reserva: “Me caso, pero si hay dificultades, puedo divorciarme”. Es decir, el consentimiento queda condicionado.
Dígase lo que se diga, el divorcio convierte la unión del hombre y de la mujer en algo provisorio. Mientras todo funcione bien, existe; si hay problemas, pasa a ser desechable, y quienes lo evaluarán, serán los mismos cónyuges.
Una ley de divorcio irá en beneficio de los sectores más acomodados de la sociedad. Los más pobres, ajenos a los juicios e imposibilitados de contratar los servicios de abogados, continuarán resolviendo sus problemas por el camino de facto, creciendo en ellos la idea de que el matrimonio no es para toda la vida, ya que si una unión puede suceder legalmente a otra, poco importan las formalidades legales para lograrlo.
Si se acepta este proyecto de disolución de vínculo, fácilmente se encontrará el modo de legalizar, tarde o temprano, el aborto, la manipulación genética y la eutanasia. Ésa ha sido, históricamente, la ruta del divorcio en otros países.
Quiero responder algunas argumentaciones divorcistas.
En primer lugar, dicen “terminar con el fraude de las nulidades”. Sí, estamos de acuerdo, pero puede terminar si se les confiere competencia a todos los oficiales del Registro Civil .
En segundo término, plantean la necesidad de regularizar la situación jurídica de personas que han sufrido una ruptura irreversible. Éstas pueden considerarse en una legislación apropiada, que atenúe sus consecuencias y confiera mayor eficacia al reclamo de los derechos de quienes son más débiles o más desprotegidos. Para ello, no es necesario el divorcio.
En tercer lugar, manifiestan que la indisolubilidad es un postulado de la religión católica, que no puede imponerse a una sociedad pluralista. Falso, no es sólo un postulado de la Iglesia Católica, sino que tiene sus fundamentos en la naturaleza humana misma, e interesa a toda la sociedad.
En cuarto término, dicen que es deber del Estado atender a las familias que se encuentran en situación de convivencia. Sí, estoy de acuerdo. Hay modo de legislar, proveyendo los derechos de seres emanados de la paternidad y filiación, sin que sea necesario para ello establecer el divorcio.
En quinto lugar, afirman que el divorcio es admitido en forma amplia en las legislaciones contemporáneas. Es cierto que así ha sido, pero es un hecho estadístico, y no puede ser invocado como razón para imitar esas legislaciones positivas. Lo que corresponde es lamentarlo y no imitarlo.
La indisolubilidad es la victoria del deber, del compromiso, de la fidelidad y del bien común. La indisolubilidad es la afirmación de que la familia constituye un organismo natural, del cual somos componentes vivos, no señores soberanos, por lo que no viene al caso saber lo que quieren o no los cónyuges, sino lo que a ellos exige la institución para corresponder a su alta finalidad social e individual.
Finalmente, quiero manifestar a la Sala mi preocupación por los más débiles y a quienes siempre debemos proteger: los niños. Muchas veces, en la separación, el niño lamenta su propia situación, pero sabe que es algo excepcional, que sus padres pueden tener incompatibilidades insalvables, pero que éstas no destruyen el vínculo sagrado que los une. De modo que el dolor tendrá un poderoso soporte sicológico de orientación en su propia vida.
En cambio, el divorcio quiebra los parámetros e introduce el caos en la mente del niño, pues le presenta como normal algo que no lo es, lo que puede transformar en gran medida su desarrollo sicológico.
Debemos buscar en nuestra propia sociedad las causas últimas de los problemas a que se ha visto enfrentada la institución de la familia, y no tratar de resolverlos por medio de una ley de divorcio, que tampoco los va a solucionar.
Hoy se desarrollan principios muy valiosos, pero también se olvidan otros fundamentales. La sociedad, al fomentar el consumismo, el hedonismo, la competencia desenfrenada y el individualismo está impulsando una forma individual, que conduce, por el camino del egoísmo, hacia la soledad. Es el camino opuesto a la entrega, al sacrificio generoso, a la gratuidad y a la acogida, que está en la base de una comunicación verdaderamente libre y humanizadora.
Por estas y otras consideraciones, que por la limitación de tiempo no puedo mencionar, quiero manifestar públicamente mi rechazo a la idea de legislar sobre el proyecto en discusión.
Que Dios bendiga e ilumine a los legisladores en esta materia.
He dicho.
"
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