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El señor ESTÉVEZ (Presidente accidental).-
Tiene la palabra el Diputado señor De la Maza.
El señor DE LA MAZA.-
Señor Presidente , antes de introducirme en el tema, quiero señalar que, independientemente de la seriedad con que se ha desarrollado el debate desde el punto de vista conceptual, más allá del largo estudio que reflejan los discursos de los señores diputados sobre un tema respecto del cual es legítimo discrepar, en la Cámara surgen voces que descalifican o transforman estereotipadas las posiciones de algunos de nuestros colegas.
Se usan mucho las encuestas para avalar u optar por determinadas soluciones, y quiero recoger una de ellas. En nuestro país el 76,7 por ciento de los chilenos se declara libremente católico. Si eso es verdad, ¿no es legítimo escuchar y no hacer caso omiso a los planteamientos de la Iglesia sobre este tema? ¿Con qué derecho se puede descalificar a una institución que, por compromiso trascendente y creencias profundas, tiene la obligación y el deber de orientar a quienes son o se dicen sus seguidores, específicamente en aquellas áreas en que se define, por esencia, como madre de la humanidad?
La segunda situación se refiere a la descalificación por el uso de textos bíblicos o eclesiásticos. ¿Acaso no es propio de cualquiera argumentación que quiera fundamentarse realmente en textos cuyo reconocimiento y valor son universales?
Probablemente, desde un punto de vista discursivo, pero sesgado, es usar solamente la argumentación desfavorable a la disolución del vínculo matrimonial.
La palabra de representantes de la Iglesia o de algún texto parcial, si ese es el caso, parece que es mucho más propio y verdadero, si se estima que es un argumento de autoridad escuchar la voz eclesiástica a través de sus pastores y no sólo de alguno de sus miembros.
Pienso que la Iglesia Católica tiene el perfecto y legítimo derecho a opinar sobre el tema. Allá la conciencia de quienes forman o se sienten parte de ella, más si eso constituye, desde la perspectiva de su cosmovisión, una obligación.
Distinto sería pensar que algunos señores diputados, que forman parte de esa institución religiosa, no entendieran el rol específico que debe jugar un parlamentario, ni tampoco el concepto de libertad de conciencia. Nadie vigila a los señores parlamentarios; nadie irrumpe en sus omisiones y en sus votos, sino su propia conciencia.
Tampoco es propio pensar que quienes opinan distinto a uno puedan ser, en algunos casos, partidarios de integrismos oscurantistas y, en otros, favorecedores de la disolución moral o de las buenas costumbres. Parece haber coincidencia en que la familia es el núcleo vital de la sociedad, y que la vocación de todos nosotros es la de fortalecer los grandes valores y riquezas de ésta, por estimar que constituye la célula fundamental de la sociedad civil. También podríamos concordar en que la unidad estable del núcleo familiar es buena para el hombre, la sociedad y el mundo.
Es preciso también en este análisis despejar la aproximación de la institución del matrimonio desde un punto de vista histórico. Sin duda, esta institución ha evolucionado con el tiempo, incluso desde el punto de vista de la Iglesia. En los conceptos básicos de la Biblia, el matrimonio fue indisoluble, aunque coexistió con la aceptación de la poligamia como un fenómeno histórico concreto que, aunque fuera condenado, también el repudio funcionó como fórmula para disolver el matrimonio.
En los pueblos paganos, como el griego y el romano, antes de la llegada del cristianismo, el divorcio tuvo una amplitud innegable, pero a medida que el mundo se cristianizó, se impusieron fórmulas de indisolubilidad sacramental. Esta situación se mantuvo durante la Edad Media, hasta el inicio de la presencia de la reforma protestante.
Quiero corregir al Diputado señor Cornejo, en el sentido de que con las Partidas se terminó con el concepto de divorcio vincular.
Esta situación que se mantuvo hasta fines del siglo XVIII, se mostró favorable a la admisión del divorcio. Y hasta la llegada del siglo XX, con la llamada modernidad, aparentemente, Chile parece ser el único país de la Tierra en que el divorcio vincular no existe.
Sin embargo, el debate sobre el divorcio, el matrimonio y la familia no sólo sigue en este país, sino a través de todos aquellos que sufren los embates de una sociedad consumista, permisiva y débil en sus valores trascendentales. Discutir sobre el divorcio sin pensar en la familia constituye una reducción intelectual inaceptable. También transformar esto en una discusión entre divorcistas y antidivorcistas parece ser de un simplismo exagerado. No creo que en nuestro país el divorcio sea fuente actual de ruptura matrimonial. Sería torpe así pensarlo, ya que éste no existe. Tampoco podemos dejar de reconocer que la existencia del divorcio facilita la ruptura. La flexibilidad de esta institución no puede ayudar a resolver los conflictos, sino simplemente a buscar los caminos más fáciles al optar por la disolución.
Sin duda, parece sano que una sociedad se preocupe de los innumerables casos de ruptura matrimonial, fundada en los más diversos motivos por lo cuales las familias se desunen y los matrimonios se rompen. ¿Será el divorcio vincular el camino adecuado para resolver los problemas matrimoniales existentes y los por venir? ¿Podemos entender el divorcio como una forma de fortalecimiento de la familia y no sólo la solución a problemas concretos que hoy nos aquejan? ¿Podría alguien dejar de reconocer el hecho de la ruptura al mismo tiempo? ¿Podríamos negarnos a aceptar que ésta, no debidamente reglada, provoca daños colaterales, desde el punto de vista patrimonial y filial, entre otros?
Todas estas preguntas y otras me han permitido concluir, con alguna afirmación que es propia, que la existencia de rupturas matrimoniales obliga a que éstas sean reguladas. Por ello, un grupo de diputados propuso ayer lo que podría haber sido una iniciativa discutible, pero susceptible de mejorar.
La existencia de problemas colaterales a la disolución del matrimonio, ha llevado a la Cámara a un largo trabajo para legislar respecto de los hijos, alimentos, embarazos precoces, filiaciones, etcétera. Por tanto, afirmamos que es perfectamente posible perfeccionar las leyes y estructuras vigentes, a fin de resguardar los legítimos intereses de aquellos que habiendo constituido matrimonio y familia puedan ser afectados por abandono o rupturas.
Legislar sobre la ruptura es una obligación, pero el divorcio vincular aunque aparentemente regula el conflicto existente, no contribuye desde ningún punto de vista a fortalecer, potenciar y acrecentar este concepto, tan nuestro, de familia.
Es cierto que en Chile tenemos los mismos problemas que en el resto del mundo, a pesar de carecer de una ley de divorcio. El sistema imperfecto y anticuado existente se puede perfeccionar. En efecto, no es la ley la que crea el problema, sino el ambiente cultural y social el que lo favorece. Estamos de acuerdo de que la norma existente requiere de modificaciones que regulen las situaciones que no se daban por conocidas masivamente en la época de su creación, cuando en 1857 definimos el matrimonio como “un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, procrear, y auxiliarse mutuamente”.
¿Cómo podrían coexistir los conceptos involucrados en esta definición con la idea de cambiar lo indisoluble por lo disoluble? ¿Cómo podemos decir que lo que se puede hacer al mismo tiempo se puede deshacer? ¿Cómo podemos decir que es para toda la vida y al mismo tiempo puede terminarse en cualquier instante de ella? ¿Cómo podemos afianzar la perspectiva de la permanencia si legislamos sobre la inestabilidad?
Por el contrario, como lo sostuvimos antes, no es contradictorio reconocer las rupturas y sus problemas y legislar sobre ellas. Las aceptamos como un hecho, pero lo que importa sustantiva y definitivamente es cómo comprometemos al país desde un punto de vista cultural, social, político, no en un concepto defensivo de la familia, sino en el ánimo de apoyarla y mejorarla.
Si efectivamente aceptamos como verdades los parámetros de la pobreza, la falta de horizontes culturales y las enfermedades como motivos para la disolución, ¿no es acaso deber del Estado resolver esos problemas para que la familia pueda crecer en plenitud? A la luz de los argumentos, si ello ocurriere, no cabe duda de que seguirían existiendo rupturas, pero, básicamente, por problemas de desamor y conductuales.
De la observación desde el punto de vista histórico contemporáneo, es difícil sacar ejemplos con la extraordinaria anarquía de los diversos países; tampoco podría constituir causa eficiente de aceptación de una ley de divorcio vincular el ser el único país del mundo que estuviese en esta posición. Incluso, algunos Estados de ellos, son verdaderas fábricas de divorcio.
No nos parece justo, que se alegue la existencia de un divorcio disfrazado hoy en Chile, como si ése fuese el argumento central del debate, en circunstancias de que estimamos que habría una inmensa mayoría de diputados dispuestos a hacer las modificaciones necesarias para mejorar los conceptos vigentes.
Por diversas razones, no se quiso aceptar este planteamiento que ayer presentaba una fórmula precisa, pero perfectible, y se nos quiere encasillar hoy en aceptar, como fórmula alternativa, el divorcio vincular que, desde nuestro punto de vista, no es una solución aceptable a las rupturas matrimoniales. Ella esconde una visión poco informada que muestran las encuestas, muchas veces de una gran cantidad de personas que creen que el divorcio vincular resolverá el tema de los hijos, el problema de los alimentos, del patrimonio, del abandono, del afecto social. Eso constituye, simplemente, desde nuestra perspectiva, un engaño.
No creemos que éste sea el ánimo de quienes están impulsando esta moción, que han dedicado tiempo y sacrificio a mejorar leyes que apuntan a elevar el nivel de la familia. Pero no podemos esperar de la ley lo que ésta no puede dar, y no a partir de nuestra condición de católico, no porque se diga que es el signo de los tiempos, sino simplemente porque creemos que es bueno fortalecer la institución y dar señales inequívocas respecto de su futuro y de lo que queremos de ella.
Queremos reafirmar nuestras concepciones, que se basan en el legado que nos entregaron los fundadores de la Falange Nacional, porque a pesar de los problemas personales o sociales que nos puedan afectar, creemos que la célula básica de la sociedad es la familia, que se funda en la comunidad local y el Estado, y que es la que debe acrecentar su solidez para así mejorar sus valores más altos.
Por las razones expuestas, me opongo a la legislación que favorece el divorcio vincular.
He dicho.
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