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El señor ARANCIBIA (Vicepresidente).-
Tiene la palabra el Diputado señor Juan Carlos Latorre.
El señor LATORRE.-
Señor Presidente , en primer término, quiero unirme a las expresiones de los colegas que han destacado el nivel de las intervenciones y, en muchos casos, de los testimonios que algunos han creído necesario dar durante la discusión del proyecto sobre divorcio.
No cabe duda de que, aparte, de algunas caricaturas que se han hecho respecto de las distintas posiciones, en el grueso de la discusión se advierte una forma de abordar los diferentes aspectos de una legislación que mantenga la célula de la sociedad: la familia.
Citaré una de las tantas opiniones sobre el tema que nos han hecho llegar algunos obispos, preocupados, con razón, de que en conciencia procuremos el bien común de nuestra sociedad, de acuerdo con el pensamiento evangélico.
Un obispo -no me parece procedente identificarlo-, que se ha caracterizado por una postura muy ortodoja dentro de la Iglesia Católica y por su preocupación al respecto, aunque para algunos no en forma pública, se refiere a la materia que recién abordó el Diputado señor Espina.
A modo de enseñanza, de la diferencia entre nulidad y divorcio, expresa: “Es preciso ante todo aclarar una vez más la diferencia radical que existe entre nulidad de matrimonio y divorcio. Es muy frecuente que se confundan ambos conceptos.
“La nulidad del matrimonio admitida tanto en la legislación de la Iglesia como en la del Estado, significa que un tribunal competente declara que una unión que se tenía por matrimonio, en realidad nunca lo fue, porque estuvo afectada desde el principio por un defecto que, no obstante las apariencias, la hizo inválida.
“La sentencia de nulidad -añade- no rompe el vínculo existente, sino que declara que el vínculo que se tenía por real era sólo aparente. La sentencia de nulidad no es sino una declaración del tribunal que reconoce la inexistencia del vínculo, y ello desde un principio.
“Dicho en forma más sencilla, la sentencia de nulidad dice que lo que parecía matrimonio, en realidad nunca lo fue. Nunca fueron marido y mujer, aunque de buena fe hayan creído que eran tales. La consecuencia de esto -según el obispo-, es que las personas que nunca fueron realmente cónyuges quedan libres para contraer matrimonio, el que no es un segundo matrimonio, sino el primero, pues el que se suponía primero, en realidad, no fue matrimonio.
“No es del caso analizar aquí las causales que pueden dar origen a una declaración de nulidad, pero quede claro -concluye- que no pueden ser causales que vengan a afectar a un matrimonio válidamente constituido, sino causales que impidieron que se constituyera válidamente”.
Pregunto: ¿son nulos todos los matrimonios que hoy conocemos como tales? Porque la persona que empieza a investigar sobre este punto es aquella cuyo matrimonio entró en crisis; aquella que, en un momento determinado, advierte que su matrimonio -que contrajo para toda la vida-, por razones ajenas, causadas por su propia voluntad, por historia o por cualquier otra, entra en crisis. La Iglesia admite que en este caso puede haber sido nulo.
Aparentemente, hay comprensión en el pensamiento de la Iglesia. Cuando un matrimonio entra en crisis, se produciría una eventual separación. Entonces, sería el momento de averiguar si su relación tenía vigencia desde el punto de vista de la Iglesia y del Registro Civil, o fue un acto nulo.
Si la Iglesia acepta esta circunstancia, confirma que puede haber matrimonios que dejen de actuar como tales.
Derechamente, pienso que el problema de la nulidad matrimonial, civil o eclesiásticamente aceptada, conlleva secuelas para la familia y los niños, lo que podría denominarse fenómeno de desintegración social. Derivan de la pérdida de vigencia de la relación entre marido y mujer y son evidentes y dramáticas.
Para la Iglesia -no es su única preocupación-, al existir una ley de divorcio, hubo una relación válida. En consecuencia, el matrimonio posterior a la ruptura que contrae la persona no es nuevo ni el primero, sino el segundo.
A mi juicio, a este punto central deben orientarse nuestras opiniones.
Tengo la certeza y el convencimiento, en conciencia, de que debemos hacer el esfuerzo para que nuestra sociedad posibilite, a quienes han sufrido el quiebre del matrimonio, la reconstitución de familias.
Nuestra aspiración es que la célula fundamental, denominada familia, pueda mantenerse y reconstituirse; que se introduzcan criterios que permitan solucionar una situación social que adquiere ribetes insospechados.
En este sentido, tomaré las palabras de sacerdotes, de personas que han opinado al respecto. Textualmente: “Aquello que no puede evitarse hay que regularlo”, de Santo Tomás.
Para hacerlo es necesario que exista una legislación que proporcione una protección real a la familia, que promueva dignificarla y la proteja en su integridad. En ese sentido, debemos hacer un esfuerzo legislativo, pero, en ningún caso, sostener que la existencia de una ley de divorcio en nuestro país puede ir en la dirección contraria.
Me parece bien que quienes han fracasado en su experiencia matrimonial puedan contar con una legislación que ampare el destino de los que contrajeron matrimonio en alguna oportunidad para que puedan pensar en la posibilidad de reconstituir una familia. Es una oportunidad que nuestro país no puede dejar de ofrecer a muchos chilenos.
Creo que la pretensión de que todo el mundo está equivocado, menos los chilenos, es absurda. Permítame, señor Presidente , opinar respecto de lo que podría significar el comportamiento de los que quieren ser fieles al Evangelio. No creo que a través de una ley se le pueda imponer a los católicos un concepto respecto de lo que debe ser su comportamiento personal sobre el matrimonio. Eso debe seguir siendo un compromiso. La idea de que sea indisoluble es algo que los católicos deben promover y respetar, cualquiera sea la legislación civil que exista. Está en ellos, en su convicción profunda y en su conciencia el ser fieles y leales a una idea fundamental a la cual la Iglesia no renuncia y jamás renunciará. Pero de ahí a pretender que por vía de la legislación se pueda imponer un comportamiento ligado a lo que plantean los principios evangélicos, me parece un absurdo. La Iglesia y los católicos deben seguir promoviendo la práctica de la fidelidad a lo que estimemos fundamental, sin afectar lo que son las normas que deben estar vigentes para que en nuestro país se puedan reconstituir muchas familias.
Personalmente, durante mucho tiempo evité opinar sobre este tema. No me parecía lógico asumir un rol de promoción de uno u otro proyecto en este sentido. Sin embargo, en conciencia, quiero manifestar que tengo la profunda convicción de que en nuestro país debe legislarse sobre el divorcio, y por ello hoy anuncio mi voto favorable a este proyecto.
He dicho.
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