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El señor MARTÍNEZ, don Gutenberg ( Presidente ).-
Tiene la palabra la Diputada señora María Victoria Ovalle .
La señora OVALLE , doña María Victoria (de pie).-
Señor Presidente , honorables colegas, querida familia del artista, señor intendente, profesores y alumnos:
Ha recaído sobre mí, como miembro de la Comisión de Educación, el gran honor de rendir homenaje a ese gran escritor y pintor que fue don Adolfo Couve .
Descendiente de franceses que llegaron a Chile durante el siglo XVIII, nació en la ciudad de Valparaíso en 1940 y cursó sus estudios primarios y secundarios en el Colegio San Ignacio de Santiago, establecimiento que consideró demasiado formal y en el cual no se estilaba el arte.
Al respecto, decía: “No me gustaba lo fome que era mi colegio y lo fome que eran mis compañeros”. A él le gustaba jugar en la calle, con los hijos de familias modestas de la calle Brasil. Su refugio y templo fueron los cines del barrio, donde las matinés duraban toda la tarde.
A los nueve años escribió su primera novela, y desde muy pequeño pintaba al óleo bastante bien. Su padre, un ingeniero severo, consideraba que sus aptitudes natas eran sólo un hobby y que debía llevarlas acompañadas de una profesión. Duró sólo quince días en la Escuela de Leyes de la Universidad Católica. No la pudo soportar y se fue, entonces, a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Reconoció que fue un cambio muy duro para él, porque constituyó una ruptura con un mundo que nunca más recuperó.
Este niño, proveniente de una familia tradicional, con abuelos que tenían un palacete que miraba al mar en Viña, resultó ser un niño genio en lo artístico, pero, tal vez, un tanto rebelde. Pero, ¿acaso la vida no nos ha demostrado que generalmente todos los genios tienen algo de rebeldía y de excentricidad?
Después de sus estudios en la Universidad de Chile, viajó a París para completar su formación plástica en la Escuela de Bellas Artes, perfeccionándose luego en la Liga de Estudiantes de Arte de Nueva York.
En Chile, Couve se formó bajo el alero de Pablo Burchard, desarrollándose como un realista nostálgico. Fue un pintor nato, de pupila privilegiada, y la sensibilidad de su línea y de su dibujo le permitieron crear imágenes evocadoras y encantadoras, según el crítico Enrique Solanich .
Couve pintaba con toda naturalidad, como si no hubiera otra forma de expresarse para él. La sensualidad de su trazo -ancho, diluido-; la sencillez y refinamiento del marcado cromático y las soluciones luminosas admirables, constituyeron el perfecto intermediario de sus precisas visiones y las sensaciones que nos transmiten.
En junio de 1985, hace su primera exposición. Son paisajes, bodegones muy simples, figuras en interiores y al aire libre. Tenemos los cielos nubosos, rostros escurridizos y el peso de la atmósfera sobre el balneario al mediodía. Su obra refleja las añoranzas del realismo francés del siglo XIX.
Además, se debe recalcar la labor que realizó como académico de la Facultad de Arte de la Universidad de Chile durante treinta años. Allí mantuvo la tradición artística de la escuela, a pesar de todos los vaivenes políticos.
Couve, en resumen, fue un pintor elegante, cuya mirada ágil traducía plásticamente su humor mordaz y melancólico. Su técnica era impecable. Las transparencias y veladuras hacen inconfundible su creación.
A pesar de su talento plástico, Couve dejó la pintura para dedicarse a escribir. Este artista, que tanto prometía, encontró en el arte de la palabra otro camino hacia la búsqueda de la belleza. “Soy un pintor estancado -dijo-, porque no me interesa progresar. Me gusta la pintura en sí, pero me atrae más, aunque me es mucho más difícil, la literatura. En ella, tal vez, puedo avanzar”.
Fue así como en la década de los 80, luego de escribir “El Pasaje” y “La copa de yeso”, Couve sufrió una inmensa depresión y aguda crisis existencial, debido a su total entrega a las fuertes correcciones de su obra, tratando de lograr la perfección, lo que lo llevó a refugiarse en Cartagena, buscando revivir.
En ese balneario, primero arrendó una pequeña casa en la Playa Chica, y algunos meses después, con sus ahorros, adquirió, en toda la esquina de la calle Prat , una gran villa italiana, construida hace más de cien años, con un jardín lleno de heliotropos, lantanas, rosales suculentos, que regaba diariamente y durante cuatro horas cada verano. Además, había tres palmeras imponentes, las que miran a la bahía y abarcan la belleza del mar y del horizonte. Así, dominaba desde lo alto su querida Cartagena .
En aquel hermoso lugar vivió sus últimos años el escritor y pintor Adolfo Couve . Allí se trasladó junto a su perro labrador, Moro , su loro Valentino y un humilde pescador de San Antonio, Carlos Ormeño , quien fue su inseparable mayordomo.
Para mitigar en parte su aislamiento, participó en la Agrupación de Amigos de Cartagena, con el propósito de rescatar el patrimonio arquitectónico de la ciudad, e intervino como jurado en diversas iniciativas artísticas de la Fundación Huidobro; pero, a pesar de ello, la imagen que perdura entre los vecinos es la de un hombre solitario y atormentado que acostumbraba a recorrer de un lado a otro la Playa Chica.
El crítico Valente definió a Couve como un hombre y escritor excéntrico, pero en el sentido profundo de la palabra. Del todo ajeno a extravagancias deliberadas, él vivió siempre fuera de su propio centro y en una búsqueda exasperada y quizás desesperada de ese propio centro de la vida del universo, que le resultaba tan fugitivo. Él buscaba su centro en su obra y, por lo tanto, pedía a su escritura nada menos que la perfección y la salvación.
Por ello le vimos siempre tan desvalido y solitario en su grandeza, dice Valente en su adiós. Pero sus dotes le permitieron diferenciarse de los escritores de su generación, explotando el género de la novela corta, en el que impuso un sesgo personalísimo de temas y personajes, que trabajaba con un lenguaje preciosista. Su obra narrativa consiste en diez títulos, entre los que destacan: Alamiro , El Picadero, El tren de cuerda, El cumpleaños del señor Balande , La copa de yeso y El Balneario, pero su obra cumbre fue La Comedia del Arte, escrita en 1995, donde el autor logró, tal vez, lo que le falte hoy a la literatura chilena: espíritu.
Las novelas y los cuentos de Couve exploraron las vidas de seres humanos pobres y conmovedores, que viven su condición, tal como sería ésta si Dios no existiera: insignificantes, pero patéticos; tiernos, melodramáticos, compasibles. A estos personajes Couve los trataba literariamente con una delicadeza exquisita, con su célebre prosa flaubertiana, con genuino refinamiento verbal, muy cercana a los estilos del siglo XIX.
Según Marco Antonio de la Parra , escribió como los dioses, o tal vez, por qué no decirlo, como los ángeles.
En su aislamiento y refugio logró despojarse de todo lo banal; buscó, sin cesar, la perfección, unida a un gran sentido crítico.
En el fondo, la vida de Adolfo Couve estuvo encaminada a encontrar la verdad y a superar su relación con la muerte, pues, como él mismo decía: “La muerte está en mi obra; ése es mi gran problema”.
Todos los grandes entendidos reconocen en él que fue un creador, un artista total, irreemplazable y sin sucesor en su cátedra. Quizás, dijeron entonces, él fuese el mejor prosista vivo de esta tierra, pero le temía al éxito, ya que no lo necesitaba. Entre tanta farándula, tanto griterío de este mundo del cual huyó, su muerte produjo un profundo vacío.
Adolfo Couve tenía el sol bajo su gorra. Era el mejor, pero no soportó saberlo.
Dios lo tenga en su santo reino.
He dicho.
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