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El señor VALDÉS ( Presidente ).-
En el primer lugar del Orden del Día figura el proyecto de la Honorable Cámara de Diputados que modifica los Códigos Penal y de Justicia Militar y otros cuerpos legales en lo relativo a la pena de muerte.
Esta iniciativa fue informada por la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento, y tiene urgencia calificada de "simple".
-Los antecedentes sobre el proyecto figuran en los Diarios de Sesiones que se indican:
Proyecto de ley:
En segundo trámite, sesión 13a., en 15 de mayo de 1990.
Informes de Comisión:
Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento, sesión 31ª., en 12 de septiembre de 1990.
El señor LAGOS ( Secretario subrogante ).-
La Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento, en informe suscrito por los Honorables señores Vodanovic, Diez, Guzmán, Letelier y Pacheco, propone aprobar el proyecto de la Honorable Cámara de Diputados, con las modificaciones que constan en el boletín N° 1-07.
El señor VALDÉS (Presidente).-
En discusión general el proyecto.
Ofrezco la palabra.
Tiene la palabra el señor Ministro de Justicia.
El señor CUMPLIDO ( Ministro de Justicia ).-
Señor Presidente , Honorable Senado:
El Gobierno presentó a la consideración del Congreso Nacional un proyecto de ley que suprime la pena de muerte en toda la legislación del país que la establece. Sus fundamentos principales se refieren a aspectos de carácter doctrinal, moral, criminológico y político.
Como Sus Señorías recordarán, en la reforma constitucional concordada entre la Concertación de Partidos por la Democracia, el Partido Renovación Nacional y el Gobierno militar se introdujo una modificación al artículo 5o de la Carta Política de 1980 para consagrar la obligación de los órganos del Estado de garantizar y proteger los derechos humanos en los términos estipulados en dicha Constitución y en los tratados internacionales sobre derechos de las personas ratificados por Chile y vigentes.
Es con el propósito de dar cumplimiento a este principio que el Gobierno de la República ha planteado al Parlamento la conveniencia de suprimir la pena de muerte, para reforzar el derecho a la vida, ya declarado por la propia Carta Fundamental en su artículo 19, N° 1o, como asimismo en los tratados internacionales sobre derechos humanos.
Sabemos que la Constitución de 1980 permite por excepción establecer la pena de muerte mediante quórum calificado; sabemos también que en los tratados internacionales sobre derechos humanos se consigna la exigencia de garantías para aplicarla. Sin embargo, pensamos que en esta materia se debe ir más allá de estos principios y suprimir definitivamente esa pena, como expresión concreta del Estado de Chile en cuanto a que renuncia a matar legalmente, con lo cual, en nuestro concepto, se fortalece de manera fundamental el derecho a la vida, desvalorizado en los últimos años a través de manifestaciones que todos hemos ido conociendo y que, naturalmente, rechazamos.
El Presidente de la República me ha solicitado expresar a Sus Señorías que, en lo personal, no es partidario de la pena de muerte; que comparte plenamente los argumentos doctrinales, jurídicos, éticos y morales que sustentan las tendencias abolicionistas; que acepta la opinión de que se está frente a una incoherencia cuando se propugna el rechazo más categórico a la tortura y se acepta la pena de muerte, que, a nuestro modo de ver, es la máxima de las torturas.
La pena de muerte, a juicio del Gobierno, es una violación del derecho natural a la vida y, además, constituye un castigo cruel e inhumano que denigra a todas las personas que participan en su puesta en práctica.
Por otra parte, esta pena, por su propia naturaleza, invalida el concepto ampliamente aceptado de que es posible rehabilitar al delincuente; no protege a la sociedad, y no existen pruebas que demuestren que su empleo tenga el menor efecto disuasivo, como tampoco sirve para aliviar el sufrimiento de las víctimas directas o indirectas del crimen. Es una pena irreversible. Incluso, en algunos casos, aún más lamentables, puede importar la muerte de un inocente.
La situación actual en el mundo evoluciona -como ya Chile lo había hecho con modificaciones anteriores, restringiendo al mínimo su aplicación y no considerándola pena única- a suprimir la pena de muerte.
En muchos países, la abolición de la pena de muerte es consagrada por la propia Constitución-Política. Son los casos de Colombia, Panamá , Ecuador , Venezuela, Honduras, República Dominicana, Puerto Rico, República Federal de Alemania , Austria , Mónaco y Portugal. Argentina, Haití y Paraguay excluyen la pena capital para la delincuencia política. También han abolido la pena máxima Dinamarca , Finlandia, El Vaticano, Bélgica, Grecia , Islandia , Luxemburgo, Noruega , Francia, Holanda , Suecia y Chipre. Otros países la han abolido, salvo para determinadas infracciones militares o delitos cometidos en tiempo de guerra, como son los casos de España, Italia, Malta y Suiza.
Pensamos que los argumentos que se enuncian para mantener la pena de muerte no responden hoy día a la evolución de la civilización ni al desarrollo de la criminología moderna.
La pena de muerte, Honorable Senado, forma parte de lo que hoy algunos autores denominan "pedagogía del terror". Se piensa que la pena capital es un instrumento para reprimir a la población. La muerte de las personas persigue muchas veces esa pedagogía.
A nosotros nos parece que la pena de muerte es la tortura máxima que puede aplicarse a un ser humano. Porque, como se manifestó en los informes técnicos solicitados por el Colegio de Abogados de Chile al Colegio de Psicólogos y a algunos psicólogos y psiquiatras destacados, el problema de dicha pena radica básicamente en que desestabiliza la psiquis, pues el hombre pierde la incertidumbre de la muerte.
Todos sabemos, señor Presidente , que habremos de morir algún día; pero nuestro equilibrio psíquico se basa en que no sabemos cuándo ni cómo ocurrirá. La pena de muerte, por el contrario, pone término a esas dos bases del equilibrio psíquico, porque el condenado a muerte sabe cuándo y cómo va a morir. Y ésa es una situación que se adiciona al hecho de perder la vida, porque la persona, durante el lapso en que permanece en capilla antes de serle aplicada la pena capital por algunos de los civilizados -entre comillas- medios existentes para el efecto, sufre esa desestabilización psíquica constitutiva de una máxima tortura.
Mucho se ha escrito sobre los condenados a muerte. Algunas personas que han estado presentes en ejecuciones han descrito la situación que se produce.
Como Sus Señorías saben, el sistema que se aplica en Chile, por el reglamento de la pena de muerte, es el fusilamiento. Se dice que puede ser reemplazado por otros métodos para matar en forma más humana, como la silla eléctrica y la cámara de gases. Sin embargo, cuando uno lee a los autores que plantean el significado de estos medios humanitarios aplicados para hacer efectiva la pena de muerte, la verdad es que tiene una experiencia que es bueno transmitir.
La descripción de un testigo de ejecución en la silla eléctrica es la siguiente: "La corriente fue conectada. Las venas se hincharon como si fueran a estallar. El cuerpo pareció que quisiera romper las ligaduras que lo ataban a la silla, hasta tal punto que se oyó como si las correas gimieran al estirarse... Una nubecilla de vapor salió del lugar de la cabeza donde estaba aplicado el electrodo y de la rodilla desnuda, que se coloreó de azul y, más tarde, de negro. Los labios se ennegrecieron y de ellos comenzó a brotar espuma. Lo más difícil de soportar era el olor. No podía ser comparado con ninguna otra cosa sino con el potente olor de un asado de cerdo... Lo que estaba viendo no era, ni más ni menos, que el espectáculo de un hombre al que se está asando vivo.".
Con relación a la cámara de gases, se relata: "Se cerraron las puertas y el gas fue introducido por los correspondientes orificios. No sé cuánto tiempo duró la matanza. Durante mucho tiempo pudieron oírse los gritos y lamentos. Cuando el gas empezó a salir, alguien gritó: ¡"Gas!" y a ello siguió un gran escándalo y el intento de romper las puertas que, sin embargo, pudieron soportar la presión.". Se abrieron después de varias horas.
Se han dado argumentos para mantener la pena de muerte en forma parcial, principalmente en lo que se refiere a los delitos tipificados en la legislación penal militar. Se señala que la pena de muerte es indispensable para mantener la cohesión de las fuerzas. Se indica que no es posible distinguir entre el militar profesional, que ha prestado un juramento después de una formación y de tener una vocación en el servicio, y quienes, como los conscriptos y los movilizados civiles, son objeto de una preparación en condiciones distintas del profesionalismo. Se dice que diferenciar entre el militar profesional y quien no lo es significa atentar contra la cohesión de la unidad del combate. Se sostiene que hacer estas distinciones podría debilitar dicha unidad. Sin embargo, se olvida que el propio Código de Justicia Militar establece diferentes penalidades, de acuerdo con la gradación de las personas que participan en el combate. No recibe la misma pena el comandante que encabeza el pelotón de combate que quienes tienen menor gradación y los que cumplen órdenes. Por consiguiente, esa distinción es propia para hacer justicia. ¿Y por qué no se podría distinguir también entre el militar que tiene vocación profesional y ha prestado un juramento especial, y quien no posee esa calidad? ¿Por qué se dice que es un atentado contra la igualdad ante la ley, cuando ella consiste en la igualdad de oportunidades? Es decir, la ley debe regir para quienes están en las mismas condiciones. Por lo tanto, no es lo mismo un militar profesional que uno movilizado o un civil movilizado.
Hoy día, afortunadamente, la guerra es profesional; son muy pocas las oportunidades que reclutas y movilizados tienen de participar con eficacia en ella. Si no, basta leer lo ocurrido en la guerra de las Malvinas, en la cual un ejército profesional se enfrentó a uno de reclutas: quienes comandaron este ejército fueron condenados y, posteriormente, amnistiados.
Pero una razón había: fundamentalmente, que hoy la guerra tiene un carácter muy distinto, porque la tecnología moderna así lo exige.
En todo caso, se está intentando aplicar la pena de muerte a quien ha sido detenido por incumplimiento de una orden o consigna y enfrenta un juicio. En consecuencia, no puede decirse que hay una situación de defensa de la sociedad, pues para que exista defensa legítima tiene que haber provocación, por una parte, y proporcionalidad, por otra. En este caso, se trata de una persona que está siendo juzgada, y no de aquellas que motivan la defensa en determinado momento a raíz de una agresión.
Más aún, señor Presidente . La guerra en nuestro país lo es en un amplio significado: comprende la guerra externa entre naciones, y también la interna. Por consiguiente, cuando se establece la pena de muerte en algún delito militar sin señalarse expresamente que se trata de guerra externa, ella se está aplicando también en caso de guerra interna.
Y el artículo 418 del Código de Justicia Militar es aun más amplio. Dice: "Para los efectos de este Código, se entiende que hay estado de guerra, o que es tiempo de guerra, no sólo cuando ha sido declarada oficialmente la guerra o el estado de sitio, en conformidad a las leyes respectivas, sino también cuando de hecho existiere la guerra o se hubiere decretado la movilización para la misma, aunque no se haya hecho su declaración oficial.".
Ésta es la situación. Mantener la pena de muerte en los delitos contemplados en el Código de Justicia Militar significa aplicarla no sólo en una guerra externa, sino además en la guerra interna. Y en la guerra interna también se podría fusilar a prisioneros; y en la guerra interna, aún no declarado el estado de sitio, también podría un tribunal llegar a la conclusión de que se dan las condiciones de la guerra y aplicar la pena de muerte.
Esta situación, Honorable Senado, fuera de los argumentos generales que hemos planteado para la abolición de la pena de muerte en la legislación chilena, debe ser considerada. Nuestra experiencia nos exige tenerla presente como gobernantes. Y debo referirme, en consecuencia, a la situación acaecida en nuestro país respecto de la aplicación de la pena de muerte por guerra interna después del pronunciamiento militar de 1973.
Como Sus Señorías saben, el decreto ley N° 3, de 1973, declaró el estado de sitio, y el decreto ley N° 5 interpretó el Código de Justicia Militar, señalando expresamente que, declarado aquél, se estaba en tiempo de guerra para los efectos de la penalidad, del funcionamiento de los tribunales en tiempo de guerra y de otras consecuencias jurídicas.
Sobre la base de esos dos decretos leyes, se aplicó la pena de muerte a chilenos -y muchos fueron fusilados- en condiciones de guerra interna; más bien, en estado de sitio; o, dicho más exactamente, en una interpretación del Código de Justicia Militar sobre la materia.
Los abogados que por distintas razones debimos defender a personas en consejos de guerra -y en el caso del que habla (especialmente debido a la detención de algunas que gozaban de inmunidad internacional), por los servicios que prestaba en un organismo de esta índole- nos impusimos de la forma como se desarrollaron muchos de ellos. En el caso particular de estos funcionarios internacionales, se nos informó que seríamos convocados para defenderlos en los consejos de guerra. Nunca fuimos notificados, señor Presidente . Y se dice que esas personas fueron fusiladas.
Frente a esta realidad, los abogados que intervinimos en estas materias no nos quedamos en silencio. En diciembre de 1973 presentamos a la Junta de Gobierno, a la Corte Suprema, a la Corte de Apelaciones de Santiago, al Colegio de Abogados y a los Ministros del Interior y de Justicia un memorándum en el cual hacíamos presentes todas las irregularidades de que habíamos tomado conocimiento durante nuestro desempeño profesional en esa época. Y pedimos concretamente que se aplicara la ley en Chile. Lamentablemente, no tuvimos éxito.
Se afirma que es posible reparar la justicia, porque en Chile ya se encontraban en vigencia las convenciones de Ginebra relativas a la legislación interna. En efecto, nuestro país había ratificado esos convenios y estaban en plena aplicación. Y la reforma al artículo 5o de la Constitución de 1980 reforzó la aplicación de ellos, en virtud de que el Gobierno militar había procedido a publicar el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, ya ratificado por Gobiernos anteriores.
Se dice, señor Presidente , que es posible tomar todos los resguardos a fin de que en el futuro no puedan ocurrir situaciones como las descritas. Pero se olvida que esas normas jurídicas son interpretadas por los tribunales. Y éstos nos pueden decir que ayer no pudieron intervenir debido a que por existir una guerra interna no les fue posible ejercer la superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte Suprema sobre los Consejos de Guerra; que era correcto aplicar la agravación de las penas por el estado de guerra y, en consecuencia, condenar a muerte, por el hecho de vivir en un estado de guerra, de acuerdo con el Código de Justicia Militar; y, más tarde, señalarnos que no procedía aplicar la Convención de Ginebra sobre Crímenes de Guerra cometidos en situación de guerra interna, porque no la hubo.
Nosotros pensamos que la sanción capital debe ser suprimida totalmente, porque muchas veces puede llegar a condenarse inocentes, o puede formar parte de la pedagogía del terror moderno.
Un segundo argumento que se da para mantener la pena máxima es la imposibilidad de rehabilitar a los delincuentes que han cometido delitos gravísimos. Es decir, señor Presidente, con este argumento la sociedad reconoce que, por no tener la capacidad o los medios para poder rehabilitar a los delincuentes, es mejor matarlos para que no vuelvan a cometer un delito que los hace merecedores del castigo supremo.
¡Muy grave argumento! ¡También podría decirse que debe legalizarse el aborto porque, existiendo problemas económicos graves, hay que matar para que no haya tantas bocas que alimentar!
¡Son graves esos argumentos! Lo que debe hacer la sociedad es proveerse de los medios indispensables con el objeto de rehabilitar a quienes han delinquido, muchas veces por causas atribuibles a la propia sociedad.
Se dice también, señor Presidente , que debe mantenerse la sanción de la vida en el caso de los delitos terroristas. Desde luego, nos referiremos a los delitos auténticamente terroristas -no a cualquier acto de violencia elevado al carácter de delito terrorista-, tipificados como acciones indiscriminadas ejecutadas con el propósito de provocar temor o terror en la población.
Aparte de que los argumentos generales que se esgrimen en favor de la supresión de la pena de muerte son plenamente válidos, cualesquiera que sean el tipo de delito y persona que lo comete, en el caso del terrorismo la aplicación del castigo máximo es, precisamente, una posibilidad de cumplir el objetivo que persigue el terrorista. Porque el terrorista se cree un héroe; el terrorista piensa que está realizando un acto en el cual siempre arriesgará la vida. En consecuencia, la pena de muerte no lo disuadirá de llevarlo a cabo, porque él quiere ser un héroe.
Cuando la comunidad -y en esto cabe tener presente el sensacionalismo que se da a estos delitos en los medios de comunicación social- establece la pena de muerte para sancionar los delitos terroristas, se está cumpliendo, justamente, el objetivo fundamental que pretende lograr el terrorista: esa notoriedad, ese carácter de héroe, en circunstancias de que es un cobarde, porque mata inocentes; es un cobarde, porque procura presionar a la población a través de la violencia y de métodos terroristas. Y es un terrorista tanto el que utiliza la pedagogía del terror abusando del poder del Estado, como el que pretende obtener un fin político, ideológico, delictual o de tráfico de armas.
Así, señor Presidente , nos parece que la proporcionalidad en la aplicación de la pena -que quita el carácter sensacionalista al acto terrorista y demuestra a la comunidad la cobardía de quien lo ejecuta- es el mejor método para combatir el terrorismo.
Por último, se nos ha planteado la posibilidad de que la pena capital tenga una justificación basada, fundamentalmente, en el horror de ciertos delitos y en el efecto que ellos provocan en la sociedad.
La vida humana es tan valiosa, que no puede ser destruida por imágenes políticas.
Es cierto que hay países que después de haber abolido la pena de muerte la han restablecido. Pero los estudios criminológicos han probado que dicho restablecimiento no mejora la situación delictual: es sólo un paliativo. Se cloroformiza a la sociedad cuando se le señala que con la condena a muerte o con sanciones gravísimas pueden resolverse los problemas. La verdad es que esos países debieran atacar las motivaciones o las causas de las acciones delictuales. Se engaña a la comunidad nacional de esos países al afirmar que el restablecimiento de la sanción de la vida disuadirá a los delincuentes y habrá menos delitos. En lugar de atacar las causas que provocan delitos gravísimos o que pueden conducir a cometerlos, se pretende presentar esta imagen de solución. Y nosotros, como Gobierno, no estamos dispuestos, por imágenes políticas, a atentar contra el derecho a la vida.
Señor Presidente, con el fin de revalorizar el derecho a la vida; con el fin de fortalecerlo; con el fin de impulsar una cultura de la vida, el Gobierno del Presidente Aylwin somete a la consideración del Honorable Senado el proyecto que suprime la pena de muerte.
He dicho.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Pacheco.
El señor PACHECO.-
Señor Presidente , señores Senadores, la presente discusión en el Senado de la República es, sin duda, de la más alta importancia. El tema en análisis se refiere a una de las materias más debatidas en la historia de la humanización del mundo.
Deseo manifestar, desde un comienzo, que comparto las palabras del Presidente de la República , don Patricio Aylwin -reiteradas por el señor Ministro de Justicia , don Francisco Cumplido-, en su Mensaje del proyecto de abolición de la pena de muerte, en cuanto señala que es "una violación al derecho fundamental a la vida y constituye, además, un castigo cruel e inhumano, que denigra a todas aquellas personas que participan en su puesta en marcha".
Me siento hondamente comprometido en la lucha por abrogar la sanción máxima en nuestra patria, y creo que la ley en estudio es un primer paso en este camino, que en un futuro -espero- no muy lejano debe concluir en su abolición constitucional. Y este compromiso lo siento como humanista, como creyente, como jurista y como representante popular.
A continuación, entregaré una visión acerca de los fundamentos que avalan mi rechazo a esta pena inhumana.
Visión filosófica doctrinaria
La pena de muerte es uno de los temas del Derecho con mayores connotaciones morales. Por lo tanto, cualquier postura al respecto debe fundarse en una concepción del hombre, del Estado y del Derecho.
Mi rechazo a la sanción de la vida se basa en una concepción cristiana del hombre, vinculada a su origen, a su esencia y a su fin.
Entender que la vida del hombre es un valor sagrado, toda vez que proviene de Dios, implica respetar en toda persona, como un derecho inviolable, su derecho a la vida.
Entender que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, implica el respeto a su condición de persona, que merece y tiene derecho a la vida.
Entender al hombre como ser destinado a la trascendencia y a la autorrealización, como elementos distintivos de su naturaleza, reafirma su derecho a la vida.
Comprender al hombre como persona y, por ende, como ser social, nos ayuda a entender su relación con el Estado.
Concibo al Estado como una creación de los hombres para organizar su vida en común. Toda vida en común implica limitantes a cada persona, individualmente. Pero estas atribuciones del Estado deben reconocer ciertos límites. La vida humana es el principal límite.
El Estado tiene el deber de respetar y asegurar la vida de las personas. Esto, porque toda persona no sólo es anterior al Estado, sino un fin en sí misma. En consecuencia, éste tiene el deber de reconocer el derecho a la vida. El Estado no da el derecho a la vida, que es intrínseco al hombre: se limita a reconocerlo y asegurarlo.
De lo anterior se desprende que el Derecho, como técnica para regular la convivencia entre los hombres, no puede disponer de un valor como la vida humana. El Derecho tiene como fin establecer la justicia, el orden, la seguridad y la paz entre los hombres, y jamás puede pretender cumplir sus fines violando la vida humana, que es sagrada y superior al Derecho mismo.
Siendo consecuentes con una concepción del hombre, del Estado y del Derecho -como la que he entregado-, queda claro que el derecho a la vida no es disponible. El Estado no puede disponer de este derecho ni aun argumentando la defensa social o la conservación del Derecho, toda vez que el hombre es el fin de toda organización humana y el derecho a la vida le es intrínseco por el solo hecho de ser tal y no por concesión del Estado en razón de su buena conducta.
Por tanto, señor Presidente , a nuestro juicio el precepto "No matarás" es un mandato no sólo para los hombres en particular, sino también para el Estado.
Ni la vida ni la muerte pertenecen a la voluntariedad de los hombres; nadie puede disponer de la vida de otros y decidir sobre su muerte. Todo asesinato es condenable; pero cuando es el Estado el que mata, la condena debe ser aun mayor.
Historia
Dentro de las distintas etapas en que se acostumbra dividir la historia universal, ha estado presente la pena de muerte.
En la Antigüedad y en la Edad Media se presentaba con gran fuerza, y como sanción para muchos delitos, y agravada por tormentos y degradaciones que siempre la acompañaban.
Es en la modernidad, con el movimiento iluminista, cuando por primera vez se plantea el tema desde una perspectiva crítica, aunque todavía no es un rechazo total.
Ya en nuestro siglo se comienza a percibir un rechazo a esta pena, que va ligado a la lucha por la dignidad de la persona humana. Pero sería falso decir que esto ha sido absoluto, ya que la presencia del totalitarismo y autoritarismo ha sido refugio fértil para la pena de muerte.
Es en el período que va después de la segunda guerra mundial donde percibimos un avance en el abolicionismo, marcado muy fuertemente por la creciente importancia que van logrando los derechos del hombre.
Lo anterior puede ayudarnos a comprender cómo la pena de muerte, si bien ha estado presente en toda la historia de la humanidad, con el paso del tiempo ha ido perdiendo fuerza. Ya no es pena única, sino que se la ha restringido o totalmente abolido.
No hay razón alguna para considerar a la historia como una aliada de la pena de muerte, como muchos han querido ver, falseando un seguimiento sistemático del tema.
Derechos humanos y pena de muerte
El otro elemento que parece relevante en materia de derechos humanos es que éstos no distinguen. Toda persona, por ser tal, es titular de todos los derechos.
El fin de los derechos humanos es consagrar aquellos derechos que toda persona, sin distinción de ninguna clase, tiene frente al Estado. Constituyen el conjunto de limitaciones al poder del Estado, reconocidas por los hombres más allá de sus diferencias filosóficas, religiosas e ideológicas.
Al Estado le cabe la obligación de respetar, promover y asegurar estos derechos. No puede, bajo ningún pretexto o circunstancia, proceder a violarlos, ya que él no es el titular, sino que se limita a su reconocimiento y respeto.
Dentro de los derechos humanos, el primero y fundamental es el derecho a la vida. De la vida humana se desprende cualquier otro derecho. El derecho a la vida es consustancial a cualquier definición de lo que son los derechos humanos. Por tanto, su respeto debe ser absoluto.
Los documentos internacionales en materia de pena de muerte van por esta senda, con ciertas limitaciones que debiesen ser superadas en el futuro.
Si reconocemos el derecho a la vida como un derecho humano fundamental, debemos concluir que todo Estado que sea respetuoso de los derechos humanos no debiera contemplar la pena de muerte en su legislación. Hacerlo es disponer de un derecho sobre el cual no se tiene tutela; al contrario, es una limitación a las atribuciones del Estado.
^@#@^Política penal
Señor Presidente , la pena de muerte debe ser analizada también desde una perspectiva jurídica utilizando criterios dogmáticos y prácticos.
Desde el punto de vista de la dogmática penal, es necesario vincular la pena de muerte con los objetivos de la sanción penal. En mi concepto, cualquiera de estos objetivos no son cumplidos por la sanción capital.
En primer lugar, una idea común es vincular la sanción penal con la retribución del mal causado. Esta idea debe tener dos principios: la proporcionalidad y la justicia.
La pena máxima viola ambos principios.
No es proporcional toda vez que la proporcionalidad está vinculada a una equivalencia entre el daño causado y el daño a recibir. Si lo que se castiga es un crimen atroz, no puede ser compensado con otro crimen atroz. La proporcionalidad no equivale a la ley del talión. La sanción impuesta no puede representar la disposición del bien jurídico vida humana, que está por sobre los bienes jurídicos disponibles, para castigar por la técnica penal.
La pena de muerte tampoco es justa. En ella lo que se entiende por justicia es la venganza legalizada que, como técnica de retribución, ha sido superada por la dogmática penal. El Estado debe organizar un sistema que evite la venganza y, por lo tanto, no puede pretender monopolizarla.
En segundo término, la pena de muerte puede pensarse como una técnica útil de amenaza social o prevención general, para así evitar la realización de una conducta que se asocia a una pena tan drástica.
Esta idea, señor Presidente , tiene un error muy grande: el tipo de crímenes sancionados con la pena de muerte son cometidos por una clase de delincuentes sobre los cuales no pesa la amenaza o prevención general. Estos delitos se vinculan a delincuentes de alto nivel que no consideran la posibilidad de ser sancionados, o por personas que actúan en momentos de apasionamiento que les impide meditar sobre las consecuencias de sus actos.
Por tanto, el objetivo de una pena tan alta no se consigue, y nos quedamos sólo con su parte negativa.
En tercer lugar, también suele pensarse la pena de muerte como una sanción ejemplarizadora. Rechazo esta idea basado en mi concepción del hombre como un fin en sí mismo y que no admite instrumentalización. El hecho de usar a una persona y privarla de su vida para provocar una conducta determinada en otros, atenta contra su dignidad y su valor intrínseco como ser único hecho a imagen y semejanza de Dios. .
Y cuarto, la concepción de la pena que se acerca más a su fin humanizador consiste en vincularla a la protección social y a la rehabilitación o readaptación del delincuente.
Si bien la pena de muerte protege a la sociedad (de hecho aniquila al delincuente), deja de lado otras técnicas de aislamiento que se han mostrado tan efectivas y menos crueles.
Tampoco cumple un rol rehabilitador, dejando de lado el deber fundamental que tiene toda sociedad de ayudar en la readaptación de aquel que ha delinquido, muchas veces impulsado por causas económicas, sociales, culturales o mentales en que la sociedad tiene responsabilidad.
Desde un punto de vista práctico, hay que hacer dos consideraciones:
Primero, el carácter irreparable de la pena de muerte una vez ejecutada, lo que trae como consecuencia que los errores judiciales, siempre posibles en los juzgamientos humanos, no puedan ser reparados y signifiquen privar de la vida a un inocente; y segundo, en materia de utilidad, según los datos que se tienen, en los países que conservan la pena de muerte no se aprecia un descenso en los índices de más grave criminalidad; y en los países que la han abolido no se ha presentado un repunte en la criminalidad.
Señor Presidente , la pregunta parece obvia: Si no hay pruebas de la efectividad de la pena, ¿para qué mantener una sanción tan grave si su justificación parece no tener base real?
En suma, tanto los argumentos dogmáticos como prácticos desechan su utilidad como sanción penal por carecer de un elemento de la esencia de la pena: efectividad. No es efectiva ni como retribución, ni como ejemplo, ni como amenaza, ni como rehabilitación. En consecuencia, si no tiene utilidad no hay otro camino que eliminarla.
Legislación comparada
Revisar la experiencia de otros países en esta materia puede ser de gran utilidad.
Si analizamos la experiencia de aquellos países en que se halla vigente la pena de muerte, podremos concluir que en ellos no se ha registrado un descenso en los índices de criminalidad de delitos más graves. Así, la tesis que sostiene la pena de muerte en estos Estados no puede ser el de su utilidad. Incluso, en muchos de ellos se ha usado como represión política, de modo que su aplicación resulta aún más grave.
Por otra parte, la experiencia de aquellos países en que se ha abolido la pena de muerte desmiente la idea de que ello implica no sancionar a la delincuencia. Al contrario, entre los países abolicionistas nos encontramos con muchos que pueden servir de ejemplo de lucha efectiva contra la delincuencia, como Suecia, Alemania, Costa Rica, Países Bajos, etcétera.
Los hechos de que en 35 países la pena de muerte haya sido abolida y de que en otros 27 en la práctica no se aplique significan, señor Presidente , un avance en una perspectiva histórica.
La pena de muerte ha pasado a ser- de una sanción no discutida e incluso única- no sólo cuestionada, sino suprimida por muchos países.
Tengo la certeza de que estamos ante un movimiento que seguirá incrementándose en la misma medida en que crece la conciencia sobre la dignidad de la persona.
Deseo concluir mis palabras haciendo una reflexión en cuanto a las consecuencias que tiene el asumir los argumentos que he esbozado.
Soy un convencido de que la pena de muerte no debiera aplicarse nunca, porque atenta contra un bien que está por sobre el Estado: la vida humana. Y no ha tenido resultados en la práctica penal.
En mi concepto, la pena de muerte constituye un acto de venganza legalizada. Por ello, no creo que pueda hacerse excepción en ningún caso. Asumir la vida como un bien superior implica asumir todas sus consecuencias.
Pretender, señor Presidente, hacer excepciones para determinados delitos pasa a constituir una regla: aceptar la pena de muerte.
En esto se debe ser claro: o se está en contra de la pena de muerte o se la acepta con todos sus efectos.
La sociedad debe asumir sus responsabilidades en el fenómeno de la delincuencia. Es necesario entender que los valores no pueden defenderse a costa de otros valores superiores, y que el derecho a la vida es sagrado. Señor Presidente, matar, aunque sea legalmente, siempre será matar.
Hoy, el Senado de la República tiene la palabra.
Señores Senadores, demos una muestra de reconciliación con los valores más profundos que fundamentan la vida en comunidad.
¡Rechacemos la muerte en todas sus formas!
¡Unámonos a la causa de la vida!
¡Rechacemos la pena de muerte hoy y para siempre!
Muchas gracias, señor Presidente.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra el Honorable señor Guzmán.
El señor GUZMÁN.-
Señor Presidente , Honorables colegas:
El proyecto de ley que hoy debate el Honorable Senado, originado en una iniciativa del Presidente de la República , tiende a la abolición total y absoluta de la pena de muerte en Chile. Tal criterio ha prevalecido también en la Honorable Cámara de Diputados.
Divergiendo de ese parecer, he concurrido al predicamento mayoritario dentro de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado, que propone mantener la pena de muerte para ciertos delitos de extrema gravedad, en el carácter de pena máxima que el tribunal competente pueda aplicar dentro de una escala, tal cual hoy la contempla nuestro ordenamiento jurídico.
Conocida es la secular polémica en torno a este tema. El mantenimiento o la abolición de la pena capital ha dividido tradicionalmente las opiniones de juristas, moralistas y hasta teólogos. Se trata de un problema conceptualmente complejo y humanitariamente muy delicado.
Intentar siquiera una reseña de esa larga y elevada disputa doctrinaria excedería la naturaleza y las limitaciones de tiempo propias de esta intervención parlamentaria. Sólo aspiro a consignar los fundamentos básicos de mi enfoque personal al respecto.
Para situar adecuadamente el análisis en cuestión, resulta fundamental tener presente que el delito viola el orden jurídico, dañando con ello el orden social. Detrás de la tipificación legal de una acción u omisión como delictiva debe encontrarse siempre algún bien jurídico que la sociedad busca proteger.
Ahora bien, la pena impuesta a quien delinque tiende precisamente a restablecer ese orden jurídico y social quebrantado, para defender los derechos y valores contenidos en los bienes jurídicos que el delito atropella.
En ese concepto general, caben las finalidades específicas de las penas que, bajo múltiples formulaciones distintas, se han desarrollado por la ciencia jurídica a lo largo de la historia.
La defensa de la sociedad frente al peligro que representa la conducta delictual de ciertos individuos; el efecto intimidatorio o disuasivo para procurar que un delito no se cometa, no se repita o no se imite; el propósito de favorecer la rehabilitación del delincuente y otros objetivos propios de las penas, son finalidades que éstas persiguen válida y copulativamente.
Sin embargo, ellas adquieren toda su legitimidad y su sentido en la perspectiva de que la pena implique un castigo que sea proporcionado al mal que el delito ha inferido al orden jurídico y social. La sanción emerge así como medio necesario para la reafirmación del derecho, otorgando a esta dimensión retributiva el elemento más propio, esencial y distintivo de las penas jurídicas.
En efecto, nadie discute la licitud de que la autoridad encierre a una persona demente cuyo libre desplazamiento entrañe alta peligrosidad para sus semejantes. Todos concuerdan en lo positivo de someter a quien padece locura o demencia, a formas de tratamiento medicinal que le permitan rehabilitarse, superando su enfermedad en la mayor medida posible.
Sin embargo, esas medidas privativas de libertad y rehabilitadoras no son penas y no pueden confundirse con éstas. El Derecho Penal no se aplica a los dementes, precisamente porque sus actos no les son reprochables. Por consiguiente, lo que singulariza a la sanción penal no es la protección física de la sociedad frente a un individuo peligroso, ni la rehabilitación del que atenta contra los integrantes o bienes de la misma sociedad, ya que tales objetivos son igualmente propios para afrontar la acción de un demente.
Formulo tal precisión porque pocas distorsiones pueden ser tan graves como la tendencia de ciertos sectores del pensamiento contemporáneo que, sutil o abiertamente, ponen en duda el libre albedrío del ser humano. En ello advierto una de las mayores amenazas actuales para el orden moral, ya que, si no se asume que, pese a las limitaciones o condicionantes que rodean la existencia del hombre, somos libres para decidir nuestra conducta, se derrumba toda la fuente de la responsabilidad humana y desaparecen los conceptos mismos de derecho y de moral.
La pena se distingue porque conlleva un sufrimiento que la sociedad impone coercitivamente a quien delinque, a fin de que expíe su falta. Ello es duro, pero ineludible. Nada lo ilustra en forma más palpable que el natural remordimiento propio de quien se arrepiente de su delito. Es frecuente que personas sobre cuya conciencia pesa un grave delito decidan entregarse voluntariamente a la autoridad pudiendo eludirla. Ello pone de manifiesto que en lo más recóndito de la conciencia humana late el convencimiento de la necesidad de un castigo que purgue el acto ilícito cometido. De este modo, no sólo se restablece el orden jurídico y social, sino que el delincuente que recapacita reencuentra muchas veces su propia paz interior.
Con todo, ese rasgo de sufrimiento obliga a enfrentar la aplicación de toda pena como una dolorosa necesidad y jamás como algo de suyo deseable.
No tiene sentido, por tanto, plantear que alguien sea "partidario" de la pena de muerte o de cualquier otra pena. Nadie puede ser "partidario" de que a otro ser humano se le imponga un sufrimiento. Cosa muy diferente es aceptarlo como un penoso imperativo social.
La afirmación de que la pena de muerte es ilegítima porque ella viola el derecho a la vida envuelve un equívoco.
Resulta evidente que toda pena priva a quien la sufre de algún derecho, o al menos le restringe su ejercicio. Así, las penas de prisión afectan gravemente la libertad personal de los condenados. Pero eso no autoriza a sostener que dichas sanciones violan la libertad personal. En cuanto la pena sea justa, ella no vulnera ningún derecho, sino que afecta un derecho de modo lícito y necesario, lo cual es esencialmente diferente.
La cuestión debe centrarse, por tanto, en si el derecho a la vida puede o no ser afectado jurídicamente a través de la pena de muerte.
En otros términos, se trata de determinar la índole y los límites que puede tener el sufrimiento impuesto por una pena.
Ante todo, debe descartarse cualquier elemento de dolor físico o moral que no sea estrictamente necesario para el objetivo mismo de la pena. Eso implica excluir las sanciones crueles, inhumanas o degradantes, como contrarias a la dignidad del hombre. A mi juicio, caen en tal caracterización los castigos que impongan un dolor físico o moral que exceda el propósito buscado por la pena o bien su adecuada proporción con la gravedad del delito.
La determinación específica sobre si una pena incurre o no en alguno de esos excesos presenta ciertamente un problema difícil, que en parte depende de la forma en que evoluciona la sensibilidad de los pueblos.
Penas que en otro tiempo se consideraron procedentes, o que incluso se mantienen en muchos países de cultura islámica u oriental, repugnan a nuestra sensibilidad, como ocurre con las mutilaciones, los azotes u otras que consideramos crueles, inhumanas y degradantes.
La evidencia empírica de que, en cambio, tratándose de la pena de muerte no se produce igual consenso, sino que las opiniones se dividen de modo significativo, refleja una realidad que no procede atribuir a una supuesta contradicción caprichosa.
Es efectivo que la pena capital resulta más grave que ninguna otra. Pero, respecto a la dignidad del hombre, hay algo sustancialmente distinto en afrontar el término anticipado y conocido de su existencia temporal, comparado con el escarnio de verse sometido a la infamia pública o a seguir viviendo con daños psíquicos o físicos irreparables.
Esto último puede acarrear al afectado un sufrimiento peor que la muerte. De ahí que muchas personas prefieran morir con dignidad, que vivir sin ella.
Estas reflexiones no constituyen el fundamento de la pena capital, ya que ella se le impone al afectado al margen de su voluntad. Simplemente apuntan a explicar la aparente paradoja de que quienes creemos inconveniente abolir totalmente dicha pena, coincidamos en el rechazo a otras que son o aparecen menos drásticas.
En cuanto a la justificación de mantener la pena en debate, ésta deriva de que hay delitos cuya extrema gravedad hace que la sanción proporcionada para ellos pueda llegar a ser la pena capital.
Si nos aproximamos al tema considerando sólo la eventual reincidencia de un delincuente que aparezca especialmente peligroso, pienso que la pena de muerte no se justificaría. Bastarían tal vez al efecto prisiones de alta seguridad.
Diferente es el juicio si enfocamos la materia desde la perspectiva de la defensa y protección de la sociedad frente a todos los potenciales delincuentes, que es la razón de ser predominante de las penas y del carácter retributivo que les es esencial.
Con ese prisma, hay delitos que pueden merecer la pena capital.
Deseo ser explícito para señalar que ése es el argumento fundamental y por sí mismo suficiente que me lleva a propiciar que se mantenga la pena de muerte respecto de los gravísimos delitos en que así lo propone la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento de este Honorable Senado.
Asimismo, debe tenerse presente que la aplicación de la pena capital en Chile se encuentra acertada y cuidadosamente regulada, especialmente para la justicia de tiempos de paz.
En efecto, cuatro son las principales exigencias que concurren a lo expuesto.
En primer lugar, la pena de muerte nunca está considerada como pena única para un determinado delito. En los casos en que ella se contempla, reviste el carácter de pena máxima dentro de una escala que incluye otras penas menos graves que el tribunal puede aplicar al mismo delito. Así, sólo se llega a la condena a muerte cuando, además de la comisión de un delito muy grave, éste se lleva a cabo en circunstancias que confieren al acto delictivo correspondiente un signo de especialísima maldad. Sobre tal base, el juez puede aplicar la pena de muerte, pero sin estar nunca legalmente obligado a hacerlo, ya que está siempre facultado para decretar una pena menor de las que establece la escala respectiva para el delito de que se trate.
En segundo término, no se puede decretar la pena capital por presunciones.
En tercer lugar, dicha pena requiere el acuerdo unánime del tribunal colegiado que la decreta. Basta el voto en contra de un magistrado para que se aplique la pena inmediatamente inferior, esto es, el presidio perpetuo.
Finalmente, en el evento de que se pronuncie la condena a muerte por la unanimidad del tribunal correspondiente, sus miembros proceden a deliberar en conciencia acerca de si -más allá de lo estrictamente jurídico y considerando todos los factores éticos y humanitarios envueltos- el condenado es o no digno de clemencia. El resultado de esa deliberación se envía al Presidente de la República para que éste lo pondere al resolver sobre el indulto correspondiente.
Tocante a la justicia militar de tiempo de guerra, el proyecto de la Comisión pertinente de esta Honorable Corporación sugiere que también se exija el requisito de la unanimidad del Consejo de Guerra para dictar una condena a muerte. Asimismo, propone que dicha judicatura sólo opere en caso de guerra externa y no en el de guerra interna, por la peculiar naturaleza que caracteriza a esta última.
El realismo indica que la hipotética supresión de la pena de muerte en caso de guerra externa, aun para los delitos más graves que atenten contra la patria o las operaciones bélicas, como la traición, el espionaje o el sabotaje, sólo favorecería que se procediese de hecho contra los culpables, más allá de toda juridicidad.
En el fragor de la guerra, la existencia de juicios ante Consejos de Guerra, por excepcionales que sean sus procedimientos, representa una instancia de resguardo jurídico, que precave muchos abusos fácilmente acaecibles en semejantes circunstancias.
Sin perjuicio de lo antes expresado, señor Presidente, deseo hacerme cargo de tres objeciones que se formulan a la pena capital, desde la perspectiva de su efecto disuasivo, del error judicial y de la rehabilitación del condenado.
Se ha argumentado profusamente que dicha pena carecería de efecto disuasivo comprobado. No comparto tal punto de vista.
No hay ninguna estadística que pueda medir exacta ni cabalmente la eficacia disuasiva de una pena. Saber cómo habría actuado una persona si en la misma época y sociedad hubiese regido una legislación diferente a la que imperaba, trasciende la previsibilidad humana. Toda estadística al respecto adolecerá inevitablemente de esa falencia.
Por el contrario, el sentido común es más contundente que cualquier alegato estadístico, para indicarnos la evidencia de que el carácter sobrecogedor de la pena capital, necesariamente siempre operará, por definición, como un elemento intimidatorio y disuasivo muy importante.
El caso del terrorismo resulta particularmente ilustrativo. Se afirma que a los terroristas no les preocupa la gravedad de las penas, porque aspiran a presentarse como héroes. Admitiendo que ello fuese válido para los exponentes más fanatizados y comprometidos de los grupos terroristas, tal realidad dista de ser aplicable a quienes son convocados a incorporarse -o a acrecentar su participación- en las vastas redes que supone el terrorismo. De nuevo el sentido común nos hace nítido que para estas personas no puede ser indiferente la mayor o menor gravedad de las penas a que su acción terrorista pudiere exponerlas.
Por otro lado, la constatación empírica de que los presidios perpetuos o muy prolongados se cumplen cada vez en menor medida, invita a que los legisladores seamos especialmente cautos al resolver sobre si prescindir o no del efecto disuasivo que posee la pena capital.
Otra argumentación muy repetida para propiciar la abolición de la pena capital apunta a su carácter irreversible, cuya especial delicadeza se hace patente ante la hipótesis del error judicial.
Confieso que dicha observación es la que me hace mayor fuerza frente a la disyuntiva de mantener o no la pena de muerte. Sin embargo, la forma en que ésta se encuentra regulada en nuestra legislación, ofrece suficientes garantías para que dicha aprensión quede virtualmente superada.
Me he referido pormenorizadamente a tales resguardos. Pero excúseme, señor Presidente, que sea reiterativo al respecto, para relacionarlos con la hipótesis del error judicial.
No es verosímil que la pena de muerte pudiere llegar a aplicarse en virtud de un error judicial, cuando ella no puede decretarse por meras presunciones, cuando el juez nunca está obligado legalmente a aplicarla para una determinada figura delictiva, con lo cual sólo lo hará al no haber duda alguna sobre la autoría del delito y sobre las circunstancias que ameriten la aplicación de la pena máxima de la escala en que el tribunal puede moverse al resolver; cuando se requiere la unanimidad del tribunal colegiado que coincida en estimar procedente la pena capital; cuando, en fin, éste delibera en conciencia y humanitariamente sobre si el condenado es o no digno de clemencia, como antecedente de innegable peso para el eventual indulto presidencial.
En todo caso, analizado el tema en profundidad, también son irreversibles las penas privativas de libertad, ya que nadie puede restituir al afectado los años de prisión -que a veces pueden ser muy numerosos y prolongados-, por mucho que ella fuere dejada sin efecto. Se trata obviamente de una irreversibilidad de efectos menos graves que la de una condena a muerte. Puntualizo sólo que la irreversibilidad de un error judicial consumado no es una característica exclusiva de la pena capital.
Otro aspecto de sumo interés estriba en la extendida creencia de que la pena de muerte no permitiría la rehabilitación del condenado.
¿Es realmente correcta dicha afirmación? Una respuesta superficial a esta pregunta conduce fácilmente a validarla. No obstante, una reflexión más honda y meditada del tema lo muestra en su verdadera dimensión, que permite desprender lo contrario.
Son abundantes los testimonios de personas condenadas a muerte que, antes de ser ejecutadas, experimentaron una profunda conversión interior, acaso muy improbable si no hubiesen sido confrontadas al supremo trance de pagar con su vida un grave delito cometido.
Me impresionó fuertemente la actitud de dos personas ejecutadas en Calama, en 1982.
Gabriel Hernández y Eduardo Villanueva cometieron un horrendo homicidio doble contra dos funcionarios del Banco del Estado, crimen perpetrado con especial premeditación y alevosía, para apropiarse del producto de un cuantioso robo.
Esas dos personas, horas antes de su fusilamiento, entregaron una carta al Obispo de Calama, para que la difundiese después de la ejecución.
Me permito leer textualmente ese documento ante este Honorable Senado, porque ninguna síntesis trasuntaría adecuadamente su contenido. Dice así -abro comillas-:
"Querido Monseñor Herrada :
"Queremos dar testimonio a usted y a la Santa Iglesia de la felicidad que nos ha brindado la gracia divina, y que estas teas encendidas en el fuego del Dios del amor, sirvan para encender muchas más, por este mundo oscuro y en desamor.
"Dad testimonio de este milagro y manifestad que Dios espera con sus brazos abiertos para sumergirnos a todos en una inmensa misericordia divina.
"Alegraos con nosotros y fortaleced vuestro espíritu. Comprended que no hemos muerto. En verdad, hemos nacido a la verdad y a la eternidad donde la Santa Trinidad, con María Virgen , nos salen al encuentro. Sed fuertes, comprended el milagro y sepan comprender la divina voluntad. Asumid nuestras obligaciones terrenas y tened siempre presente que velaremos por ustedes, como vosotros lo hacéis con oraciones para con nuestras almas. Alegraos en nuestra fe y comunicad la buena nueva.
"Que Dios les bendiga. Hasta siempre.".
Frente al testimonio transcrito, yo pregunto ante este Honorable Senado: ¿Es válido sostener que la pena capital hace imposible la rehabilitación del condenado? Tan impresionante conversión del alma, que la experiencia demuestra que no es excepcional frente a la inminencia de la muerte, ¿no produjo acaso también un bien moral en la sociedad sobre la cual aquel testimonio se irradió? Esa rehabilitación de los condenados y ese beneficio social de su testimonio, ¿no entrañaron un bien de envergadura muy superior a la que se busca como ideal a través de las penas privativas de libertad y de la más exitosa reeducación carcelaria imaginable?
No faltará quien arguya que, en presencia de una rehabilitación semejante, carece de lógica haber privado a esos condenados de su vida. Pero es obvio que tal argumentación no es válida, porque aquella conversión probabilísimamente no habría ocurrido sin el impacto y el recogimiento inherentes a ese momento de suprema verdad interior que supone afrontar la muerte.
Quede bien en claro -una vez más- que el fundamento básico de la procedencia de una pena es que ella constituya el castigo proporcionado al delito cometido. No se podría colegir de mis observaciones que la pena capital pudiera ser legítima o procedente para delitos cuya gravedad no la merezca. Sólo deseo exponer mi convencimiento de que no es efectivo que la pena de muerte impida la rehabilitación del condenado, ni tampoco es cierto que esa rehabilitación no proyecte su beneficio sobre la sociedad.
Un alto ejemplo moral que se verifique en un solo día puede tener un significado social muy superior al aporte rutinario o habitual que un preso reeducado realice durante largos años. Lo que un ser humano entrega a la sociedad no se mide sólo por su extensión en el tiempo, sino también -y ante todo- por su intensidad o calidad moral. Así lo han entendido los héroes y los mártires. Así lo puede asumir también, aunque forzado con una pena impuesta por la autoridad, quien sublima su dolor en una expiación que purifica y redime.
Las consideraciones anteriores no presuponen necesariamente determinada fe religiosa del condenado. Poseen validez en el mero plano de la ética natural, como dan cuenta innumerables testimonios registrados al respecto a lo largo de toda la historia.
Convengo, eso sí, que una actitud como la descrita se hace más fácil, a la vez que cobra su dimensión más plena, para quienes consideramos que la vida temporal es una peregrinación hacia la vida eterna.
Para los creyentes, la muerte no es la destrucción de la existencia humana, sino su tránsito hacia una forma superior y diferente. Al despedir a un ser querido, los cristianos proclamamos con especial vigor que la muerte no es el término de la vida del hombre, sino su transformación. Afirmamos que "al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo".
Señor Presidente , aludo a este ángulo del problema porque creo que nos desliza hacia lo que estimo más fundamental en este debate, aun independientemente de las creencias religiosas específicas de cada cual.
Nadie puede desconocer que la iniciativa legal que hoy analiza el Senado de la República se enmarca en un movimiento de carácter universal, que apunta a abolir la pena de muerte, en nombre del derecho a la vida. Así se ha reiterado, por lo demás, esta mañana, aquí, en este debate.
Sin embargo, gran parte de los mismos países en que prospera dicho abolicionismo -y que al efecto se exhiben como ejemplo- simultáneamente legalizan el aborto. Y quienes impulsan lo uno y lo otro suelen ser los mismos sectores políticos o de opinión. Aunque ésta no sea la realidad prevaleciente hoy en nuestra patria, el carácter mundialmente tan extendido de la coincidencia señalada debe movernos a una honda reflexión.
Naciones que aprueban la abolición de la pena de muerte que la autoridad judicial pueda imponer para delitos gravísimos legalizan el asesinato que simples particulares cometen contra millones de seres inocentes e indefensos. ¡Qué contradicción más flagrante! Pero, al mismo tiempo, ¡qué contradicción más reveladora!
En el fondo, ella obedece a una de las crisis más graves de nuestra civilización occidental. Un materialismo práctico, cada vez más generalizado, enfoca toda la existencia humana desprovista de su trascendencia y reducida a su inmanencia. Se mira la vida humana como si fuese sólo una expresión psíquica y física, ajena a la dimensión espiritual y trascendente del alma.
Por eso, mientras se rechaza con escándalo todo lo que implique horror sensible, se olvidan los principios morales más básicos, cuando se les puede violar sin ese impacto sobre los sentidos. El aborto mata sin que se vea o se sienta ese crimen, en todo lo que implica el asesinato de un ser cuya inocencia está fuera de toda duda posible. He ahí su especial cobardía. Pero he ahí también lo que explica su extendida -aunque monstruosa- aceptación en el mundo actual.
Respeto -aun cuando no lo comparto- el punto de vista de quienes postulan la abolición total de la pena de muerte fundados en sinceras apreciaciones éticas o prácticas. Pero resulta ostensible que la inspiración real del movimiento mundial organizado en favor de tal abolicionismo no responde a los principios morales que invoca, desde el momento en que muchos de sus adalides han favorecido la legalización del aborto, la eutanasia y otros atentados contra la vida cuya ilegitimidad -a diferencia de la pena capital- no admite controversia posible.
Lo anterior se vincula con un argumento en el plano filosófico -y aun teológico- invocado para pretender negar legitimidad a la pena de muerte.
Se asevera que sólo Dios es dueño de la vida humana. Declaro mi plena concordancia con tal afirmación. Ningún hombre, en su simple carácter de ser humano igual a los demás, puede privar a otro de su vida, salvo que obre en legítima defensa, con la proyección pertinente de este concepto al caso de la guerra justa. Más aún, tampoco un hombre, en su mera condición de tal, podría imponerle a otro una pena privativa de libertad, ni sanción alguna.
Lo que ocurre es que cuando un hombre inviste una autoridad legítima, aplicándola de modo justo y dentro de su competencia, ejerce una potestad cuyo origen último proviene de Dios.
Más allá de expresiones desfiguradas de ese concepto, con que algunos han pretendido históricamente justificar despotismos arbitrarios, el cristianismo siempre ha enseñado la doctrina luminosamente expuesta por la Biblia, a través de San Pablo, quien afirma que "no hay autoridad sino bajo Dios, y las que hay, han sido establecidas por Dios".
La existencia de autoridades que rijan toda comunidad humana está exigida por la naturaleza del hombre y, por ende, deriva de su Creador. Por ello, el poder legítimo de toda autoridad -cualquiera que sea el nivel o género de ella-, en última instancia, proviene de Dios.
Ello presupone que la autoridad respete la ley moral, inscrita en la naturaleza humana y susceptible de ser descubierta también, por quienes no tengan el don de la fe religiosa, a través de su razón, aplicada rectamente a desentrañar lo que constituye, perfecciona o degrada esa naturaleza del hombre.
Obviamente, tratándose de la imposición de penas, ello sólo incumbe a las autoridades estatales competentes, ya que los cuerpos intermedios únicamente persiguen finalidades parciales y específicas del ser humano.
Pienso que quienes impugnan la legitimidad de la pena de muerte debieran sopesar el hecho de que el Magisterio de la Iglesia Católica jamás la haya condenado, dejando la resolución del problema a la prudencia de los hombres, según las circunstancias propias y evolutivas del bien común.
Señor Presidente , he centrado preferentemente esta intervención en aspectos conceptuales, porque pienso que el Mensaje gubernativo que acompaña a este proyecto, al igual que diversas apreciaciones vertidas en el debate parlamentario, han cuestionado la legitimidad de la pena de muerte, más allá de su mera conveniencia o inconveniencia práctica.
Sin embargo, delineados los fundamentos que me mueven a considerar dicha pena como legítima y procedente, no quisiera terminar mis palabras sin exhortar a este Honorable Senado a que medite sobre los efectos prácticos que tendría una abolición total de la pena de muerte en las actuales circunstancias.
Asistimos en Chile a un dramático recrudecimiento de la violencia delictual, que también aflige a gran parte del mundo. El terrorismo se cierne como la amenaza más grave sobre las legítimas esperanzas de afianzar una convivencia civilizada. Y sabemos que los grupos terroristas poseen vasos comunicantes hacia la delincuencia común o hacia fenómenos como el narcotráfico. Se ha llegado incluso a acuñar el término "narcoterrorismo", que, ampliamente extendido en otras naciones hermanas, hoy intenta desplegar sus tentáculos sobre nuestra patria.
Soy el primero en admitir y enfatizar que no hay mejor antídoto contra la violencia delictual -sea ésta común o terrorista- que una sólida formación espiritual y moral. He consagrado a ello los principales afanes de mi vida, tanto a través de la docencia como de la actividad política.
No obstante, mis convicciones de hombre de derecho me llevan a sostener que frente al delito es menester actuar con el suficiente rigor legislativo para impedirlo o dificultarlo.
¿Es acaso prudente y oportuno que, cuando el terrorismo y otras formas de violencia delictual nos estremecen casi a diario, se prescinda jurídicamente de una pena que reviste innegable valor disuasivo?
Considerando que, conforme al proyecto que propone la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado, la pena capital sólo llegaría a aplicarse en casos muy infrecuentes y de extrema gravedad, ¿no resulta mucho más sabio y realista acoger ese criterio? ¿Por qué y para qué lanzar la equívoca e inoportuna señal pública de aparecer aprobando ahora una abolición absoluta de la pena capital?
Como razón suprema de esta iniciativa, se invoca el fortalecimiento del derecho a la vida. Temo que el resultado práctico de ella sería exactamente inverso y contraproducente para tan noble y compartido propósito.
Tras las argumentaciones éticas y jurídicas que he expuesto en esta intervención, me guía también un sentido humanitario lleno de sensibilidad para defender la vida y los derechos de las personas que sufren -o pueden sufrir- la agresión de la delincuencia común y terrorista.
Estoy convencido de que abolir totalmente la pena de muerte en este momento incentivaría el atentado contra la vida y la seguridad personal de muchos inocentes.
Es en nombre de esos sagrados derechos de tantos hombres, mujeres y jóvenes de nuestra patria que llamo al Senado a preferir el camino que su Comisión pertinente le ha propuesto y a no dar un paso que juzgo inconveniente e inoportuno, del cual pronto habría que arrepentirse, ante el dolor de muchas víctimas inocentes.
Muchas gracias, señor Presidente.
He dicho.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra el Honorable señor Fernández.
El señor FERNÁNDEZ .-
Señor Presidente , sobre la pena de muerte, su mantención o eliminación, no me parece aceptable un pronunciamiento precipitado y sin cuidadosas distinciones.
Por el contrario, creo indispensable la consideración de algunas bases doctrinarias. Además, deben tenerse presentes ciertos elementos de hecho. Si se desatiende a éstos, las normas que aprobemos serán inadecuadas a la realidad y largamente superadas por ésta.
Aspectos jurídico-penales
La sociedad tiene el derecho de castigar, aplicando una pena, a quienes atenten contra los valores fundamentales de la convivencia social organizada; pero en torno de la pena de muerte, las discusiones a menudo exceden el campo puramente jurídico, para adentrarse en el filosófico, religioso y sociológico.
Son poderosos los argumentos en favor tanto de su preservación como de su abolición. El cristianismo mismo no proporciona una respuesta inequívoca, como lo ilustran los criterios diametralmente opuestos sostenidos por San Agustín y Santo Tomás . El primero afirma que no existe poder terrenal facultado para privar de la vida a otro, pues ésta es una atribución exclusivamente divina. El segundo argumenta en favor de la legitimidad de la pena capital: si de Dios proviene toda autoridad, ésta, en su tarea de alcanzar el bien común, puede disponer de la vida humana.
Debates similares se registran entre los autores Rousseau y Beccaria, y en diversas otras ideologías, lo que confirma la dificultad de la solución.
En favor de la mantención de la pena capital se sostiene que ésta es una sanción de acto de justicia de la sociedad; que es una adecuada respuesta social ante crímenes especialmente horrendos y repudiables; que es una medida eficaz en términos de prevención general, y que es una especie de "legítima defensa" del cuerpo social ante quienes han atentado gravísimamente contra los valores más preciados de la sociedad.
Por el contrario, los abolicionistas objetan el carácter puramente retributivo de dicha pena. Rebaten su efecto disuasivo o de prevención general, el que ven desmentido por estadísticas. Y según algunos estudios, la comisión de delitos amaina sólo inicialmente cuando se impone la pena de muerte, para luego volver a los niveles corrientes. Además, quien quiere delinquir no se impresionará realmente por la ejecución de la pena, pues siempre confiará en eludir sus efectos. Los países que han suprimido la pena capital no han visto -se dice- aumentar significativamente los niveles de criminalidad, por lo que sus efectos disuasivos resultan discutibles.
Inútil sería pretender agotar aquí un debate que ya es secular. Más conducente resultaría, a la luz de las nociones básicas precedentes, intentar una solución propia, que haga aplicable lo esencial de los principios fundamentales a nuestra compleja realidad.
La pena de muerte en la Constitución de 1980.
El constituyente reconoce como primera garantía constitucional el derecho a la vida y a la integridad física y síquica de las personas. La protección de la vida humana en todas sus formas, incluso desde el primer instante de su gestación, es de importancia fundamental para nuestra concepción. Por eso, sin tomar partido por abolicionistas o retencionistas, la Constitución formula, en el artículo 19, número 1o, la exigencia según la cual "La pena de muerte sólo podrá establecerse por delito contemplado en ley aprobada con quórum calificado.".
Atendiendo previsoramente a la cambiante dinámica social, que puede mudar las convicciones culturales hoy vigentes. El constituyente de 1980 quiso que todo futuro proyecto de ley en esta materia requiera para su aprobación de la mayoría absoluta de los Senadores y Diputados en ejercicio. Se busca evitar así la aprobación súbita de leyes que impongan la pena capital por simple mayoría de los presentes, leyes que podrían originarse en la reacción emocional ante crímenes que causen conmoción pública.
Sin perjuicio de lo expuesto, una serie de consideraciones y preceptos de la parte dogmática de la Constitución hacen que las ideas preservacionistas de esta pena encuentren hoy fundamentos constitucionales distintos a los del pasado.
Pienso que la pena de muerte, desde la vigencia de la Constitución de 1980, puede sostenerse sólo como una sanción especial y calificada en el ordenamiento jurídico.
Sin embargo, el mismo hecho de que esa pena no haya sido derechamente abolida por la Carta Fundamental, significa que ésta la permite en casos excepcionales, precisamente aquellos que debe establecer una ley como la que estamos estudiando.
La pena capital, herencia de la tradición hispánica, fue incorporada al ordenamiento chileno para una serie de delitos contra la seguridad exterior y soberanía del Estado, contra los derechos y garantías establecidas por la Constitución, contra el orden y seguridad públicos cometidos por particulares, contra la moralidad pública y el orden de las familias, contra las personas y la propiedad. La ley N° 17.266, de 1970, introdujo una serie de reformas destinadas a limitar el ámbito de aplicación de estas penas. Sin embargo, desde 1973, y en directa relación con el desarrollo del terrorismo, el número de delitos punibles con pena de muerte aumentó, tanto en el ámbito del Código Penal como en el de leyes especiales.
Pese a esto último, es muy vasto el alcance de las normas procesales y penales que limitan la aplicación de la pena de muerte, lo cual explica el bajo número de casos en que ella efectivamente se aplica.
Ya se ha recordado que dichas limitaciones son excepcionales, y que determinan que la pena de muerte sólo puede aplicarse en casos muy limitados, ya que no se la puede aplicar cuando el hecho punible y la participación culpable del agente sean demostrados sólo por presunciones. La ley no ha querido que la más débil de las pruebas sirva para condenar a muerte.
Si el delito no lleva acarreada por ley la pena capital, no se podrá imponer ésta por aplicación de reglas sobre la concurrencia de circunstancias agravantes.
Las Cortes de Apelaciones y las Cortes Marciales podrán imponer la pena de muerte sólo cuando así lo resuelva la unanimidad de sus miembros. Aunque no exista regla expresa en tal sentido para la Corte Suprema, ésta siempre ha impuesto condenas a muerte sólo cuando la unanimidad de una de sus salas así lo ha decretado.
Si los tribunales de alzada condenan a muerte a una persona, deberán deliberar inmediatamente sobre si el reo parece digno de clemencia y sobre qué sanción proporcional al delito podría imponerse en sustitución de la pena capital. El resultado del debate se transmitirá al Presidente de la República , para que resuelva la eventual conmutación de la sanción impuesta.
La pena de muerte y el terrorismo
El terrorismo, que azota con brutal salvajismo a las sociedades contemporáneas, es, en todas sus formas, una práctica intolerable que debe ser enfrentada con la máxima energía por los órganos del poder político.
El mero establecimiento de penas muy rigurosas para quienes cometen delitos terroristas no parece producir efectos disuasivos substanciales, debido a que la anómala mentalidad de tales criminales no les induce a modificar su conducta en función de dichas penas.
Pero no puede desconocerse que las penas tienen también una función preventiva. La sociedad tiene derecho a defenderse en proporción directa al peligro que la amenaza. El terrorista, precisamente por el componente desviado de su mentalidad, será siempre un reincidente cierto, si se le da la menor ocasión para ello. Y, por ese mismo componente, la experiencia enseña que tal reincidencia será un crimen igual o peor al que ya ha cometido. En consecuencia, cuando la sociedad resuelve la pena de muerte para el terrorista, en realidad está optando entre la muerte del culpable o la muerte de nuevos inocentes.
Admito que es duro asumir la responsabilidad de propiciar la mantención de la pena capital como castigo para determinados delincuentes. Pero mucho más duro sería aceptar la responsabilidad por no haber apoyado una norma que, oportunamente aplicada, salvaría la vida de una o muchas personas.
En fin, tampoco puede desestimarse sin más la función retributiva de la pena, que, a mi juicio, satisface la necesidad de íntima justicia propia del ser humano. Si no existiese la pena de muerte dentro del ordenamiento legal frente a los delitos atroces y sistemáticos que perpetran los terroristas, se estaría estimulando, también sistemáticamente, la vindicta al margen de dicho ordenamiento.
No son éstas meras lucubraciones teóricas, sino consideraciones prácticas, que sería imprudente ignorar.
La pena de muerte y el Derecho Penal Militar
Los bienes jurídicos que tutela el Derecho Penal Militar son distintos de los que defiende el Derecho Penal común. Algunos valores que cautela el primero tienen una connotación diferente y se les pondera de distinto modo en tiempo de guerra. Existen valores frente a los cuales la exigibilidad de respeto tiene otra intensidad para el común de los ciudadanos, en tanto que para los militares resultan de indispensable acatamiento, por la misma naturaleza de sus funciones y por la trascendencia de éstas para el cumplimiento de los fines del Estado.
Ante valores de máxima prioridad en tiempo de guerra, las leyes establecen penas de máxima severidad para quienes atentan contra ellos, como una manera de reparar el mal causado. Asimismo, ellas tienen el propósito de notificar a los militares los efectos que su conducta puede acarrear en el evento de que infrinjan las reglas penales militares. El carácter retributivo y preventivo general de la pena de muerte por delitos militares graves resulta especialmente notorio al efecto.
En la guerra, desgraciadamente, la vida humana se aprecia en términos tales que las penas privativas de libertad pueden a veces convertirse en un premio que libera del peligro de morir.
Por otra parte, en tiempos de guerra, los males causados por el delito tienden a extenderse en proporciones enormemente mayores que en una situación de paz. Ello explica la subsistencia de penas de mayor severidad y aun la pena capital.
En fin, aquí también hay una razón práctica, de sentido común: en los delitos militares de tiempo de guerra se ven afectadas, por cierto, en términos generales, la soberanía nacional y la supervivencia patria, elementos que por su propia jerarquía bastarían para justificar la mantención de la pena capital para su resguardo. Pero, además, en términos específicos e inmediatos, tales delitos ponen también en peligro directo o cuestan la vida de los propios camaradas de armas del hechor, traduciéndose eventualmente en un número muy elevado de bajas. Ello, quizás, en el mismo campo de batalla.
¿Es realista suponer que en tales condiciones, abolida que fuera la pena de muerte a su respecto, el delincuente, que puede ser un traidor, espía o delator, sería juzgado y, hallado culpable, remitido a un recinto penal para que cumpla la pena?
Pienso que uno de los primeros deberes del legislador es ser realista. Si suprimimos la legalidad de la pena de muerte para delitos militares en tiempo de guerra, estaremos estimulando la transgresión del derecho precisamente en una situación límite, como lo es la guerra.
Conclusiones
La vida humana es un valor fundamental que merece la máxima protección y respeto. Así lo reconoce la Constitución de 1980 -como he señalado-, cuyos principios hacen muy difícil cualquier iniciativa legal que tienda a extender el ámbito de aplicación de la pena de muerte.
El Derecho contiene, además, otras soluciones punitivas de suficiente severidad, que no consisten necesariamente en privar de la vida al reo. En cuanto no aparece como socialmente indispensable, cabe concluir que la pena capital puede desaparecer del derecho penal como pena única.
Distintos son los casos de las situaciones límites de guerra, por una parte, y del terrorismo y otros delitos gravísimos, por otra.
Creo posible, en consecuencia, que la sociedad elimine la pena de muerte en la gran mayoría de los casos, en aras del respeto al derecho a la vida. Pero es por respeto a ese mismo derecho y por su protección frente a los peores peligros que lo amenazan que, a mi juicio, debe mantenerse dicha pena en los casos excepcionales que he señalado.
He dicho, señor Presidente.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra el Honorable señor Calderón.
El señor CALDERÓN .-
Señor Presidente y Honorable Senado: primero debo declarar que me impresionaron hondamente las palabras del Ministro señor Cumplido por su contenido y su forma.
Yo solamente tengo el deber de hacer algunas apreciaciones muy generales a este respecto, dada la trascendencia que tiene el tema que nos ocupa.
Todos sabemos que la pena capital existe históricamente, como también que la humanidad siempre ha cuestionado su existencia. Tal cuestionamiento obedece al desarrollo cultural y moral de la humanidad, o de esta civilización, como la ha llamado el Ministro señor Cumplido. Y en Chile también hemos asistido a lo mismo por décadas; ha habido un repudio cultural hacia esa sanción.
Todos recordamos el impacto que significó para el país una película sobre un hecho nacional: el Chacal de Nahueltoro. ¡Cuánto conmovió al país esa película! ¡Y cómo constituía una interrogante en contra de la pena capital! ¡Cómo la interrogaba severamente!
Se trataba no sólo de una responsabilidad personal, sino de una realidad social, por las condiciones que la sociedad crea para la acción del hombre. Pero también lo hemos visto en estos años, y ésta es, quizás, la intención de mis cortas palabras. Aquí se ha aplicado la "ley de fuga"; ha habido detenidos y desaparecidos. También se ha aplicado la pena de muerte, y se ha hecho en secreto, a espaldas del pueblo; a espaldas de las mayorías; a espaldas de la Nación. Tales antecedentes, como es lógico, todavía los está reclamando la mayoría del país, precisamente para que sirvan a la Nación; precisamente para que sirvan a todos nosotros; para que sirvan a la reconciliación. Éstos son los testimonios más cercanos y profundos para la abolición de la pena de muerte. La ciudadanía en general ha repudiado todos esos hechos, que se refieren a penas de muerte aplicadas en los años anteriores.
Sin embargo, señor Presidente , me atrevo a hacer una afirmación: Si hay algún caso en que pueda justificarse la pena de muerte, creo que es precisamente respecto de delitos militares en tiempos de guerra externa y realizados por militares. Pero tomo en cuenta lo que ha dicho el señor Ministro en el sentido de que el Código Militar relaciona desgraciadamente lo que es guerra externa con lo que es guerra interna. No obstante, en general pienso yo que otros países -como es el caso español- estarían más cercanos a nuestra legislación, en el sentido de que el Código Militar contempla precisamente una sanción mayor -la pena de muerte- tratándose de guerra externa, de militares y en otras situaciones muy señaladas, de traición a la patria, o que tienen que ver con la soberanía nacional.
Me atrevo a decir eso, pero no puedo dejar de sostener que, desde luego, soy enemigo de la guerra, como todos nosotros. Pienso que así como la humanidad en su desarrollo va arrinconando cada vez más a los partidarios de la pena de muerte, lo hará también con los partidarios de la guerra, hasta hacerla desaparecer.
Lo creo así porque soy humanista.
Por último, señor Presidente , en este desarrollo cultural y moral de la sociedad estamos en un estadio distinto, en un estadio democrático; por lo tanto, vamos reconstruyendo nuestra moral y caminando hacia una moral ciudadana distinta, democrática, donde el Estado no puede imponerse por castigo ni utilizando la pedagogía del terror, de la que nos hablaba en la Sala el Ministro señor Cumplido.
Por eso, si millares de personas creen en esta "cultura de la vida", como se la ha llamado, en esta cultura de la reconciliación, no puedo sino sumarme al movimiento abolicionista del país y mostrarme definitivamente contrario a la pena de muerte, a la pena capital.
Muchas gracias, señor Presidente.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Huerta.
El señor HUERTA.-
Señor Presidente , señor Ministro de Justicia , Honorables colegas:
En mi intervención del 15 de mayo pasado me referí a la pena de muerte enfatizando que, desde el punto de vista del Derecho Penal, el bien jurídico que el legislador protege y tutela con más celo es la vida humana y los derechos que le son inherentes.
Dejé en claro que la teoría de la readaptación social -que justifica las penas desde esa perspectiva- actualmente es utópica, por cuanto los recintos carcelarios distan mucho de ser institutos de readaptación.
En la práctica, estos centros se han transformado, para muchos, en escuelas de delito.
Dada su trascendencia, nuestra legislación vigente extrema resguardos. Es un principio del Derecho Procesal Penal el que jamás pueda aplicarse la pena de muerte por presunciones. Para hacerlo, debe haber unanimidad en todas las instancias y recursos. Un solo voto en contra impide su cumplimiento. Y, finalmente, corresponde al Presidente de la República la facultad de conmutarla por presidio perpetuo, pena que en la práctica no se cumple en forma integral.
Del contenido del Mensaje y de declaraciones de Su Excelencia el Presidente de la República, ratificadas por el señor Ministro de Justicia, se desprende que durante este Gobierno no habrá ejecuciones.
El filósofo y criminalista italiano marqués de Beccaria, que pone fin a la etapa primitiva del Derecho Penal, cuya herencia e ideas fueron recogidas por la Revolución Francesa y recibieron consagración en la "Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano", no es partidario de la pena de muerte; la vincula a la causa de la humanidad, pero también la fundamenta racionalmente, por estimar que no está apoyada en ningún Derecho.
Sostiene que las penas no son justas si la sociedad no ha agotado los medios para prevenir el delito. Más útil que la represión penal es la prevención de los mismos. Pero ¿qué ocurre cuando un Estado no dispone de los instrumentos necesarios o suficientes para prevenirlos? Simplemente, aumenta la criminalidad.
Este criminalista, confirmando su aserto, señala que la proporción del crimen crecerá en razón de la ventaja que cada uno encuentre en el desorden, y la necesidad de agravar las penas seguirá la misma progresión; es decir, su propio pensamiento justifica la drasticidad penal para conculcar el delito cuando no existen medios para prevenirlo.
En estos momentos, la escalada de muerte no se detiene. Hay quienes confunden la verdad, la justicia y la reconciliación con la venganza. Es por eso que en mi intervención del 29 de junio invité a mis colegas, representantes de la conciencia ciudadana, a tener presentes estas realidades cuando legislemos sobre la materia.
Actualmente, ni el Ejecutivo ni la fuerza pública están en condiciones de garantizar la prevención del crimen, a pesar de los esfuerzos empleados para mejorar dotaciones y medios.
Mientras se mantengan vigentes y se asienten los resguardos que favorecen al victimario, estarán en peligro la vida de terceros, sus bienes y el orden institucional de la República. Ésta es la dura realidad. Las nuevas dotaciones policiales harán sentir sus efectos lentamente a fines del próximo año, lo que hace aconsejable, por el momento, ante un juicio de prioridades y valores, no innovar en la materia, refugiándonos en las normas vigentes para defender a la comunidad.
Por otra parte, existen factores socioeconómicos no superados que sobrepasan la función policial. Y hay muchos antisociales que han interpretado el indulto, la amnistía y la rebaja de penas como debilidad o licencia, y no como actos de equidad, justicia y equilibrio. Y, con sorpresa, observamos que un gran número de ellos que obtuvo la libertad, en brevísimo lapso han vuelto a delinquir, y hoy nuevamente se encuentran detenidos.
Lamentablemente, el índice delincuencial ha aumentado en este último tiempo. Dios permita que si se elimina la pena capital, no tengamos que decir lo mismo de los hechos de sangre.
Se han acuñado conceptos no consagrados en nuestra legislación sustantiva o procesal, como los de delito político, preso político, delito de conciencia e intencionalidad política, como atenuante o eximente de responsabilidad penal, que podrían tener fundamentos doctrinarios, pero que inducen a error y suscitan sentimientos de injusticia en los afectados.
Por estas razones y por muchas otras que el tiempo no me permite analizar, mi voto es en favor de mantener la pena de muerte como factor disuasivo, porque todos somos responsables del resguardo de la vida de nuestros conciudadanos y del orden y la seguridad interior del país, como en forma muy acertada lo ha afirmado Su Excelencia el Presidente de la República precisamente en esta misma Sala.
Muchas gracias, señor Presidente.
He dicho.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Señores Senadores, está por terminar el tiempo del Orden del Día y hay varios inscritos para continuar este debate. Cabe la posibilidad de que la Sala acuerde una prórroga de media hora o de que se suspenda la discusión del proyecto hasta el próximo martes.
El señor LARRE.-
Hay Comisiones citadas a partir de las 15.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Sí, señor Senador.
Además, esta Sala será ocupada por la Comisión Mixta de Presupuestos, que se constituye hoy.
Por lo tanto, si hay acuerdo, suspenderemos el debate y lo proseguiremos en la sesión ordinaria del martes próximo.
Acordado.
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